El sexy guardian de Pujol afirmó que el restaurante estaba completamente reservado hasta los próximos ocho meses.
“¿Incluso para el almuerzo?” pregunté, presionando y echándole una miradita a la barra de mármol, a las cabinas con paneles de arce y a los habitantes más elegantes de la Ciudad de México que desmenuzaban mousse de pulpo y ceviches de coliflor, todo esto mientras una luz monástica iluminaba el restaurante.
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Dos mujeres; una larguirucha y pálida y la otra robusta y morena (ambas curiosamente familiares) besaron la mejilla del anfitrión al salir. Si no conseguía una reservación en Pujol, dudaba que La Mora me querría de nuevo. El gerente me aseguró que tenía una mesa.
Llegó otro papacito, gay amanerado y guapísimo. Supuse que era el gerente. ¿Había estado gritando?
—No hay ninguna reservación bajo su nombre, señor. —lo dijo en inglés. El gerente sonrió con la ternura de un cadáver. —¿Por qué no vas a “Cicatriz”?—preguntó, y dirigiéndose hacia el anfitrión dijo: —¿Apoco no parece un tipo que iría a “Cicatriz”?
—Oh, ¡definitivamente!—el anfitrión estuvo de acuerdo.—¿Llamamos antes para hacer una reservación?
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Polanco. Me sentía destrozado. Estaba tan cerca de encontrar a La Mora como lo había estado en Los Ángeles.
Derrotado, miré la lista de los lugares predilectos que La Mora había escrito en la novela Transmigración de los cuerpos y me subí a un taxi para dirigirme a “La Mascota”.
¿La encontraría allí?
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