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En tan sólo un fin de semana La Mora me había seducido, robado y roto el corazón… ¿Me creerías si te digo que estoy enamorado?
Me serví un tequilita. Quizá fue el trago, pero deambulando por mi casa, no la Juzgué. Yo era un gringo blanco, flaco, sexy, con una cabellera abundante…todos merecemos ser estafados al menos una vez en la vida. O eso es lo que me dije a mí mismo, porque lo que ahora estaba en juego estaba claro: encontrar a La Mora o manejar hasta Malibú y dirigirme directamente hacia el océano. Supongo que todos tenemos una telenovela viviendo dentro de nuestra alma.
Avisé a mi trabajo que estaba enfermo y pasé la semana sobrevolando como un zopilote el Echo Park, acechando la cafetería Stories, comprando patos y cerditos lacados en el barrio chino, posteando videos de los festines en TikTok y fugándome sin pagar la cuenta.
La Mora me consumía: la curvatura de sus caderas como una guitarra, los ojos oscuros felinos, la rapidez con la que me había rechazado y me hizo arrastrarme pidiendo por más. Pasé horas en Instagram, TikTok, Facebook y cuando me desesperé, hasta LinkedIn.
Claro que consideré olvidar la aventura, volver a mi triste trabajo, el abismo de las aplicaciones, los albatros de las redes sociales. Hay destinos peores que perder al amor de tu vida.
Sin embargo, después de botar cada caloría en mi cocina y desinfectar toda, hojeé Transmigración de los cuerpos y descubrí las notas que La Mora había estado garabateando en los márgenes.
El centro
El cine secreto
Escandalar
La poeta
Cine Ópera
El Covadonga
La Mascota
Googlié esos nombres, y todos apuntaban a la seductora y asquerosa capital de México.
¿Eran códigos? ¿Pistas? ¿Un poema de amor?
Pedí permiso para faltar al trabajo, alegando un luto por dos semanas y reservé una habitación en un moderno hotel boutique. Nunca había estado en la Ciudad de México, pero hablaba español con fluidez y pensé que al menos podría hacer que todos mis seguidores de Insta se odiaran a sí mismos al ver mi fabulosa vida en tiempo real.
Pedí un Uber y le entregué las llaves de mi casa a un matrimonio fifi que alquilaba mi casa por Airbnb. Me mareé, sin saber si era la hambre o la deshidratación… o tal vez debería internarme en un manicomio.
—¿Para dónde vas?—preguntó el marido. Su pregunta me hizo regresar a la realidad. Sonreí, sabiendo que mi respuesta le haría odiar su cagadísima existencia subscrita a Amazon Prime.
—¿Algún lugar emocionante?
—Ciudad de México, le presumí, subiéndome al Uber.
—Tienes que ir a Pujol—intervino la esposa—Es un must… bueno, eso en caso de que puedas conseguir una reservación.
Ya en el aeropuerto casi pierdo mi vuelo por estar en el teléfono, llamando al Pujol, tratando de conseguir una mesa.
Texto en inglés
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In one weekend La Mora had seduced me, robbed me, broken my heart. Would you believe me if I said I was in love?
I poured a tequila. Maybe it was the booze, but pacing my home, I didn’t begrudge her. I was a skinny, hot, white gringo with a full head of hair, we all deserved to be scammed at least once in our lives. Or that’s what I told myself because the stakes for me were clear - find La Mora or drive to Malibu and cruise right on into the ocean. I suppose we all have a soap opera lurking inside us.
I called in sick and spent the week vulturing Echo Park, lurking in Stories, ordering lacquered ducks and baby piglets in Chinatown, posting videos of the feasts to TikTok, fleeing without ever paying the bill.
La Mora consumed me: the guitar curve of her hips, charcoaled cat eyes, the speed with which she’d kicked me away and made me grovel back for more. I spent hours stalking Instagram, TikTok, Facebook and when I got desperate, LinkedIn.
Sure, I considered forgetting the affair, returning to my sad job, the abyss of apps, the albatros of social media. There’s worse fates than losing the love of your life.
However after tossing out every calorie in my kitchen and bleaching it clean, I paged through Transmigración de los Cuerpos and discovered the notes La Mora had been scribbling in the margins.
I googled the names; they all led back to the seductive, revolting capital of Mexico.
Codes? Clues? A love poem?
I took a two week bereavement leave and booked a hip, boutique hotel. I’d never been to Mexico City, but I spoke fluently and figured at least I could make all my Insta followers hate themselves by watching my fab life in realtime. As I ordered an Uber and handed my home over to the Whole Foods Power Couple renting my place on Airbnb, I felt dizzy, unsure if I was hungry or dehydrated or perhaps should check myself into an insane asylum.
Where you headed? asked the husband. His question sobered me up. I smiled, knowing my answer would make him loath his potty-trained, Amazon Prime existence. Anywhere exciting?
Mexico City, I gloated, climbing into my Uber.
You must eat at Pujol, the wife chimed in. If you can get a reservation.
At the airport I almost missed my flight, phoning Pujol, drowning in anxiety, trying to book a table before take off.
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