/ viernes 20 de agosto de 2021

#MundoBiker | La moto debe saber que cada auto tiene un sujeto de instintos criminales

Motociclistas destripados, sueño húmedo de los automovilistas

Los domingos los motociclistas se reunían en una cafetería de Plaza Universidad. De allí partiría la rodada, cuya ruta, destino y duración se decidía con la primera sugerencia que hiciera alguien.

El rito se iniciaba antes, cuando se daba una repasada al aparato, que todos los niveles estuviesen correctos, luego pasarle un paño suave para dejarla brillando, como recién salida del cascarón.

LEE TAMBIÉN: Desde el mundo biker: Eros, Thanatos y una bestia de 200 kilos

El siguiente paso, colocarse la faja y calzarse el pantalón de cuero con conchas en las rodillas, por aquello de las barridas y finalmente la casaca con codos acolchonados y refuerzos en la cintura. El gazné para impedir el enfriamiento del cogote, las botas Gaman y... ¡a volar! Salíamos en orden, sin atropellarnos ni maniobras con riesgo para los compañeros.

Un veterano tomaba la delantera, con la punta del pie marcaba imperfecciones del pavimento que pudieran significar peligro para los participantes. Por ejemplo, una grieta larga que podría enrielar las motos.

Con la mano, indicaba en las intersecciones la proximidad de algún vehículo y con la mano en alto reducía la velocidad o marcaba alto. Eso era en zona urbana, luego, el destrampe total. Nunca entrábamos a la autopista, considerada fea y aburrida.

Tomábamos la carretera vieja a Cuernavaca o saliendo por el Ajusco cruzábamos por las Lagunas de Zempoala para entroncar en Tres Marías. De allí esporádicamente partíamos a Taxco o nos desviábamos a Tepoztlán, Oaxtepec, Tlayacapan, Milpa Alta, Xochimilco.

Varios íbamos con familia a La Cochera del Bentley, un hermoso restaurante ya desaparecido como fin de la jornada. De estos recorridos que hice durante décadas, no recuerdo un sólo accidente, salvo el despiste de un niño al que papi le compró moto, pero nunca le dijo cómo manejarla.

Se salió en una curva cercana a Milpa Alta, su novia quedó media desquebrajada y el mocoso llorando porque perdió el Rolex de oro de su progenitor, al que no avisó de tal sustracción.

Foto Cortesía Carlos Ferreyra

Era común que se nos pegaran estos aprendices, a los que pronto dejábamos atrás cuando los diablos de la velocidad nos poseían. Al entrar a la carretera, el grupo se hacía chorizo, se extendía y en la punta los más capaces o hábiles corrían hasta Tres Marías donde hacían una pausa para esperar a los menos veloces. De nuevo hasta el monumento a Zapata en Cuernavaca o a La Sandía Azul en Tepoztlán.

En el medio siglo exacto que duré trepado en una moto (me abandonó a los 65 años por problemas de visión, principalmente) viajar, recorrer los caminos de México significaba mucho más que paseo turístico. Siempre acompañado por mi esposa Magdalena, íbamos a Manzanillo por la ruta del sur de Jalisco, llena de bosques de pinos y con un impresionante curverío.

La carretera cruzaba una fábrica de papel, donde se fundía con una vía de ferrocarril y en dos rieles se pasaba al otro lado. Este recorrido nos llevaba de once y hasta trece horas que hacíamos sin interrupción, salvo para recargar gasolina o comer. Nos gustaba mucho.

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Alguna ocasión, regresando por Querétaro, anocheció, nos agarró una tormenta que no permitía ver el camino. Pensé que la solución era mayor velocidad para que el viento limpiara mi careta. Tras llegar a casa, tomar un baño caliente y descansar, me entró un extraño estado de pánico al meditar que milagrosamente no nos pasó nada, corriendo en una carretera que casi adivinaba entre camiones que lanzaban agua lodosa.

En mi moto coloqué unas bonitas cantinas de cuero, como las que usan los vaqueros y bueno, nos fuimos hacia Guanajuato.

Transitábamos por una larga recta cuando nos alcanzó una Ford station wagon. En las ventanillas traseras, dos o tres niños muy alegremente nos saludaban y señalaban la moto. Seguro querían jugar, así que aceleramos igual que la camioneta hasta subir ligeramente arriba de los 200 kilómetros por hora, mi máxima velocidad.

En cierta parte reparaban la carretera y los vehículos transitaban por un camino aledaño, de tierra. Allí bajé la velocidad, allí me alcanzaron y allí me entregaron una de mis valijas, desprendida por la velocidad. Los niños sólo querían darnos la maleta donde llevaba mis dos cámaras de foto y una grabadora.

Y no, en medio siglo no tuve ocasión de presenciar terribles accidentes, motociclistas destripados, el sueño húmedo de los automovilistas, porque verán, lo primero que debe aprender quien anda en dos ruedas, es que cada auto lo maneja un sujeto con instintos criminales. Como precaución elemental, nunca situarse atrás de un auto cuando se va a toda velocidad. El otro puede parar mientras el moto intenta calibrar su freno delantero con el trasero, pero ni así igualará el poder para detenerse. En carretera puede apreciarse cuando un manejador mira por el espejo y espera hasta que tiene cerca una moto y casi sin sentirlo, se abre para obstaculizarla. En ciudad de plano se atraviesan.

La fobia de los automovilistas, que ase guran tener amargas experiencias con motociclistas en carretera, ninguno lo explicó ni mucho menos lo documentó. Y los que aseguran que el camino al sur está tapizado con los restos mortales de los aficionados al motociclismo, tampoco lo han demostrado...

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Los domingos los motociclistas se reunían en una cafetería de Plaza Universidad. De allí partiría la rodada, cuya ruta, destino y duración se decidía con la primera sugerencia que hiciera alguien.

El rito se iniciaba antes, cuando se daba una repasada al aparato, que todos los niveles estuviesen correctos, luego pasarle un paño suave para dejarla brillando, como recién salida del cascarón.

LEE TAMBIÉN: Desde el mundo biker: Eros, Thanatos y una bestia de 200 kilos

El siguiente paso, colocarse la faja y calzarse el pantalón de cuero con conchas en las rodillas, por aquello de las barridas y finalmente la casaca con codos acolchonados y refuerzos en la cintura. El gazné para impedir el enfriamiento del cogote, las botas Gaman y... ¡a volar! Salíamos en orden, sin atropellarnos ni maniobras con riesgo para los compañeros.

Un veterano tomaba la delantera, con la punta del pie marcaba imperfecciones del pavimento que pudieran significar peligro para los participantes. Por ejemplo, una grieta larga que podría enrielar las motos.

Con la mano, indicaba en las intersecciones la proximidad de algún vehículo y con la mano en alto reducía la velocidad o marcaba alto. Eso era en zona urbana, luego, el destrampe total. Nunca entrábamos a la autopista, considerada fea y aburrida.

Tomábamos la carretera vieja a Cuernavaca o saliendo por el Ajusco cruzábamos por las Lagunas de Zempoala para entroncar en Tres Marías. De allí esporádicamente partíamos a Taxco o nos desviábamos a Tepoztlán, Oaxtepec, Tlayacapan, Milpa Alta, Xochimilco.

Varios íbamos con familia a La Cochera del Bentley, un hermoso restaurante ya desaparecido como fin de la jornada. De estos recorridos que hice durante décadas, no recuerdo un sólo accidente, salvo el despiste de un niño al que papi le compró moto, pero nunca le dijo cómo manejarla.

Se salió en una curva cercana a Milpa Alta, su novia quedó media desquebrajada y el mocoso llorando porque perdió el Rolex de oro de su progenitor, al que no avisó de tal sustracción.

Foto Cortesía Carlos Ferreyra

Era común que se nos pegaran estos aprendices, a los que pronto dejábamos atrás cuando los diablos de la velocidad nos poseían. Al entrar a la carretera, el grupo se hacía chorizo, se extendía y en la punta los más capaces o hábiles corrían hasta Tres Marías donde hacían una pausa para esperar a los menos veloces. De nuevo hasta el monumento a Zapata en Cuernavaca o a La Sandía Azul en Tepoztlán.

En el medio siglo exacto que duré trepado en una moto (me abandonó a los 65 años por problemas de visión, principalmente) viajar, recorrer los caminos de México significaba mucho más que paseo turístico. Siempre acompañado por mi esposa Magdalena, íbamos a Manzanillo por la ruta del sur de Jalisco, llena de bosques de pinos y con un impresionante curverío.

La carretera cruzaba una fábrica de papel, donde se fundía con una vía de ferrocarril y en dos rieles se pasaba al otro lado. Este recorrido nos llevaba de once y hasta trece horas que hacíamos sin interrupción, salvo para recargar gasolina o comer. Nos gustaba mucho.

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Alguna ocasión, regresando por Querétaro, anocheció, nos agarró una tormenta que no permitía ver el camino. Pensé que la solución era mayor velocidad para que el viento limpiara mi careta. Tras llegar a casa, tomar un baño caliente y descansar, me entró un extraño estado de pánico al meditar que milagrosamente no nos pasó nada, corriendo en una carretera que casi adivinaba entre camiones que lanzaban agua lodosa.

En mi moto coloqué unas bonitas cantinas de cuero, como las que usan los vaqueros y bueno, nos fuimos hacia Guanajuato.

Transitábamos por una larga recta cuando nos alcanzó una Ford station wagon. En las ventanillas traseras, dos o tres niños muy alegremente nos saludaban y señalaban la moto. Seguro querían jugar, así que aceleramos igual que la camioneta hasta subir ligeramente arriba de los 200 kilómetros por hora, mi máxima velocidad.

En cierta parte reparaban la carretera y los vehículos transitaban por un camino aledaño, de tierra. Allí bajé la velocidad, allí me alcanzaron y allí me entregaron una de mis valijas, desprendida por la velocidad. Los niños sólo querían darnos la maleta donde llevaba mis dos cámaras de foto y una grabadora.

Y no, en medio siglo no tuve ocasión de presenciar terribles accidentes, motociclistas destripados, el sueño húmedo de los automovilistas, porque verán, lo primero que debe aprender quien anda en dos ruedas, es que cada auto lo maneja un sujeto con instintos criminales. Como precaución elemental, nunca situarse atrás de un auto cuando se va a toda velocidad. El otro puede parar mientras el moto intenta calibrar su freno delantero con el trasero, pero ni así igualará el poder para detenerse. En carretera puede apreciarse cuando un manejador mira por el espejo y espera hasta que tiene cerca una moto y casi sin sentirlo, se abre para obstaculizarla. En ciudad de plano se atraviesan.

La fobia de los automovilistas, que ase guran tener amargas experiencias con motociclistas en carretera, ninguno lo explicó ni mucho menos lo documentó. Y los que aseguran que el camino al sur está tapizado con los restos mortales de los aficionados al motociclismo, tampoco lo han demostrado...

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