Corría el año 2014 y ni sombra de las restricciones de viaje que hoy enfrentamos. Podía uno estornudar con libertinaje y las mascarillas eran para cirujanos o turistas asiáticos fundamentalistas. Yo pasaba la crisis de los 40 sin graves estragos, pero se me ocurrió embarcarme en un proyecto experimental de tintes surrealistas: vestirme de mariachi y aparecer en lugares alejados de su epicentro en el estado de Jalisco o la plaza Garibaldi. La idea era parte performance con humor, parte documento fotográfico. Y parte también era salir del acartonamiento de mi trabajo diurno y reactivar mi experiencia como periodista trotamundos y actor.
Inspirado en el libro Cómo viajar sin ver (Latinoamérica en tránsito), del argentino Andrés Neuman y por un monólogo de mi amigo intérprete Alberto García, quien exploraba su identidad hispano-mexicana usando un traje de charro en una sala de teatro madrileña, me lancé al ruedo internacional creando un personaje: el Mariachi in Transit (MiT).
Estar en tránsito, además de ser una metáfora de nuestro paso por la vida, es también el resultado de, como diría la India María, no ser ni de aquí ni de allá. O ser de ambos lados y otros más, arriba iré, por ti seré. Quizás ser mexicano de madre egipcia y vivir en Madrid después de haber dejado mi querida chilangolandia, pasando por Montreal, Londres y El Cairo, tenga algo que ver con el asunto. En su libro, Neuman habla de los viajes rápidos que conlleva su gira promocional en Latinoamérica: “cuando nos resulta imposible una mirada exhaustiva sobre un lugar, solo nos queda mirarlo con el asombro de la primera vez. Nos lo jugamos todo, nuestro pobre conocimiento del mundo, en un parpadeo”.
Se me ocurrió embarcarme en un proyecto experimental de tintes surrealistas: vestirme de mariachi y aparecer en lugares alejados de su epicentro
Siete años han pasado y miles de parpadeos han sido registrados en mis canales de Instagram y Facebook. También he editado siete calendarios con las mejores doce fotos tomadas por nobles fotógrafos, complementados por proverbios de México y del mundo, y ahora los propios del MiT. He recorrido más de 40 ciudades en Europa, América, el norte de África y Medio Oriente. Un sombrero negro de ala ancha ha paseado de Helsinki a Buenos Aires, Beirut a Lisboa, Varsovia a Nueva York, Berlín a Teherán.
“El mundo es un escenario”, decía Shakespeare y me lo tomé en serio. Ante las expectativas que generaba el personaje, he tenido que cumplir cantando las rancheras de mi limitado repertorio -como Dios me dio a entender- y ocasionalmente desafinando en el espacio público. No he buscado la profesionalización de mi personaje, me asumo como lo que soy: un mariachi de fantasía. Así, le ofrecí serenata a la estatua de la Sirenita de Copenhague con una inolvidable Canción Mixteca ante los ojos de decenas de turistas que no entendían nada, quizás por ser chinos y no saber español. O por lo fuera de lugar del happening. “Qué lejos estoy del suelo donde he nacido”…
Sincretismos, por favor
La propia historia del mariachi mexicano es una serie de sincretismos, ya que ha ido incorporando distintas influencias hasta ser lo que es en la actualidad. Me compré el libro El Mariachi de Jesús Jáuregui para documentarme. No se sabe con certeza si la palabra deriva del francés mariage o de la madera sobre la cual se bailaba el fandango. De origen nayarita, el mariachi fue denostado muchos años por su simpleza y desafinamiento, hasta que después de la revolución se les viste de charro para el cine de la época dorada y se valora su arte. Antes iban de manta y sombrero de paja y no incluían trompetas.
Así que, como son las cosas, esto es un buen pastiche del atuendo de los charros de Salamanca en España adaptado a las latitudes mesoamericanas. O sea, corregido y aumentado. El traje de luces se convierte en botonadura de charro mexicano, que domina un deporte ecuestre de exhibición mientras hace alarde de elegancia y equilibrando un sombrero espectacular. Y tras una pulida musical en unas décadas y mezclados con el mejor estilo de Pedro Infante y Jorge Negrete, el atuendo aparece reluciendo en un mariachi cuyas canciones cantará años después Plácido Domingo, ya con trajes de lujo y botonaduras de plata remachadas en Taxco.
Pero yo soy claramente un mariachi de ensueño y me gusta dar saltos espacio-temporales. No llevo guitarrón, ni trompeta como los primeros mariachis de la historia, aunque ya he incorporado una pequeña bocina con bluetooth con alguna ranchera clásica entre mis favoritos, por si se ofrece, pero voy de llanero solitario, sin banda. Algo que solo un observador avezado en Nueva York notó y que, junto con otro comentario en redes sociales en el que alguien me acusaba de burlarme de la figura mariachera, me hizo sentir el peso del síndrome del impostor.
No tardé en ir a psicoanalizarme a Garibaldi una tarde, cuando vestido de paisano, le pregunté a un mariachi si le molestaría que un aficionado anduviese por ahí haciéndose fotos con picardía, y le pareció legítimo mientras no hiciera un negocio de ello. “Nosotros le macheteamos cinco años antes de poder entrarle al grupo. Yo le cargaba el violín a mi tío desde chamaco.” Recuperé mi confianza y legitimidad, y también al escuchar varios mariachis por el mundo, en particular en la Puerta del Sol en Madrid, donde la mayoría son de origen andino, he aceptado que desafinar no es grave.
Destinos, fotos y diplomacia
Así pues, la figura de este músico mexicano mundialmente conocido es claramente festiva y no pasa desapercibida en el espacio público, aunque sea porque se piense que es pariente de Speedy González, como me sucedió en Ámsterdam. El traje ya es elegante en sí mismo, y eso hacía muy atractiva la idea de documentar fotográficamente el tránsito del personaje con exóticos telones de fondo. Un poco de poesía visual no viene mal en estos tiempos. “No sé bien qué es, ¡pero qué estilazo llevas!”, me dijo un transeúnte escandinavo cerca del barrio multicultural de Nørrebro, en Copenhague. Un poco más adelante, una señora que había estado casada con un mexicano me pidió cantar juntos. Luego me confesó que su exmarido la había dejado por una chica joven y sentí que la ranchera le había servido para curar sus penas. Me sentí útil y seguimos nuestros caminos respectivos montados cada uno en su bicicleta, como se van los héroes vencidos. Se me ocurrió que se podría adaptar “La Bikina” a mi nuevo y transitorio entorno: La vikinga/Tiene pena y dolor/La vikinga/No conoce el amor.
Tengo amigos fotógrafos en distintas partes del mundo, pero también he tenido que buscar fotógrafos improvisados. No soy partidario del selfie que te aísla con ese horrible palo que puede causar accidentes; me interesa mucho más el intercambio con la gente. Y el ojo del fotógrafo, ya sea con experiencia o aficionado, es mi mejor cómplice. Eso sí, la influencia del planeta Mercurio, dirían los astrólogos, sin duda ha jugado a mi favor para multiplicar los destinos cuando todavía podía uno improvisar viajes exprés.
El personaje ha ido creciendo con cada escala. Lógicamente, el sombrero de Mariachi in Transit se ha convertido en gran amigo de las azafatas. Y superada la timidez de las primeras salidas, comencé a agarrar confianza hasta llegar a interrumpir una sesión de fotografía de moda en la Plaza Roja de Moscú. Cuando se dieron cuenta de que no era parte del show, tuve que salir al trote. El camino se hace al andar, decía Machado.
Estuve un tiempo haciendo esto de incógnito, es decir sin que nadie lo supiera en mi trabajo, en plan Clark Kent. Hasta que en 2015 escribió sobre mi proyecto Andrés Aguayo en El País Semanal: “Por la mañana puede dar una charla sobre la primavera árabe y por la tarde colgar la corbata y calarse el sombrero para recorrer la ciudad de turno. En Cambridge se coló en un partido de críquet, donde le invitaron a jugar y luego a compartir sándwiches de pepino y cerveza tibia. También ha entonado La marsellesa con músicos callejeros en la ciudad francesa, Las mañanitas en una peluquería de Oporto y El rey con un borracho en Buenos Aires. La directora de la orquesta de la Torre de Londres le prestó su batuta. En París desconcertó a dos jóvenes argelinos al hablarles en árabe (Hauser habla además inglés, español, francés y chapurrea el turco). Lo que más disfruta de su performance es la “diplomacia del sombrero”.
Termino explicando ese concepto: divertirse con la identidad es parte del juego del Mariachi in Transit. Incluso le he sacado alguna sonrisa a algún uniformado. Colocar mi propio uniforme a su lado puede (y debe) descontextualizar la autoridad. Además de tener el poder de romper el hielo, como cuando le presté mi sombrero a un iraní para saludar a unos sauditas en Doha, dos nacionalidades hoy enfrentadas. Nombré a este efecto “la diplomacia del sombrero”. Es una ruptura de la cotidianidad que con sentido del humor puede abrir posibilidades de empatía y convergencia, algo tan necesario en nuestros días de intensa polarización. Es como ser embajador de buena voluntad de Naciones Unidas, sin el glamour de Angelina Jolie, pero cada quien hace su luchita. Y la hija de Lucha Villa me dio su visto bueno.
Ahora con la pandemia, transitar ha dejado de ser lo que era. En mi último calendario he usado una mascarilla con bigote incorporado, he buscado destinos cercanos sin riesgo y he reflexionado sobre el tránsito interno. Y en mis ratos de duda, cuando la comezón de los siete años indica la posibilidad del fin de una relación romántica, no puedo evitar pensar en aquella ranchera: “y tú que te creíste el rey de todo el mundo...”