Durante siglos, la humanidad ha visto el océano como una metáfora del infinito. La suposición era -y, francamente, sigue siendo para mucha gente- que la enormidad del mar viene acompañada de una capacidad ilimitada para absorber y metabolizarlo todo. Esta inmensidad es lo que confiere al océano un potencial de deidad. Y, más concretamente, es también lo que ha proporcionado a los humanos a lo largo de los años la licencia para verter prácticamente cualquier cosa en alta mar. Petróleo, aguas residuales, cadáveres, efluvios químicos, basura, artefactos militares e incluso superestructuras marinas, como plataformas petrolíferas, pueden desaparecer en el océano, como si fueran tragados por un agujero negro, para no volver a ser vistos.
Los barcos liberan intencionadamente en los océanos más aceite de motor y lodo que el derramado en los accidentes de Deepwater Horizon y Exxon Valdez juntos. Emiten enormes cantidades de ciertos contaminantes atmosféricos, mucho más que todos los coches del mundo. La pesca comercial, en gran medida ilegal, ha saqueado con tanta eficacia los recursos marinos que la población mundial de peces depredadores ha disminuido en dos tercios. Al mismo tiempo, desde la Revolución Industrial se ha permitido a las empresas terrestres verter carbono en el aire de forma gratuita, y aproximadamente una cuarta parte de ese carbono es absorbido por los océanos. El coste oculto de este vertido para el público es lo que ahora llamamos la crisis climática.
Como pulmones del planeta, los océanos producen y filtran la mitad del oxígeno que respiramos. Pero nuestro hábito de fumar nos ha alcanzado y esos pulmones están fallando. En formas grandes, pequeñas y sorprendentes, la sobrepesca es un motor del cambio climático. Por ejemplo, dado que las ballenas son enormes sumideros de carbono, el último siglo de caza de ballenas equivale a la quema de más de veintiocho millones de hectáreas de bosque.
Con el aumento de las temperaturas globales, los niveles de oxígeno disuelto en el océano se han disparado. Cuando las precipitaciones atraviesan la tierra y terminan en lagos o mares, arrastran aguas residuales, fertilizantes, detergentes y microplásticos en su camino hacia los océanos del mundo. Esta escorrentía de nutrientes alimenta el crecimiento excesivo de algas y microbios, empeorando los cerca de 500 lugares de aguas costeras clasificados como "zonas muertas" o áreas con tan poco oxígeno que la mayoría de la vida marina no puede sobrevivir. La mayor de ellas es más grande que Escocia.
El panorama actual de la crisis climática apenas tiene en cuenta el océano, a pesar de que cubre dos tercios de la superficie terrestre. Por ejemplo, los acuerdos sobre el cambio climático, como el Acuerdo de París, han adoptado el objetivo de limitar las temperaturas globales a menos de 2 °C por encima de los niveles preindustriales. Sin embargo, ¿qué significa ese ambicioso objetivo para la vida marina? Si las temperaturas globales aumentan 1,5 °C, sólo sobrevivirán entre el 10 y el 30% de los arrecifes de coral, lo que disminuirá el hábitat de aproximadamente una cuarta parte de todas las especies oceánicas, por no mencionar el impacto en la protección de las tormentas costeras, la seguridad alimentaria y laboral, y las perspectivas biomédicas.
Pero el mayor problema es éste: mientras la mayor parte de la atención de la crisis climática se centra en tierra firme, muchas de las mejores soluciones están en alta mar. Un coro cada vez más numeroso de investigadores marinos pide a los gobiernos que "reserven" las costas del mundo, una táctica de conservación que consiste en restaurar los hábitats para que la naturaleza pueda revivir. Los océanos albergan tres tipos de ecosistemas costeros -manglares, marismas y praderas marinas- que en conjunto absorben más carbono que todos los bosques del planeta. Si se refuerzan, estos biosistemas oceánicos podrían frenar drásticamente la crisis.
Por supuesto, este enfoque sólo funciona si la protección de estos hábitats en un lugar no da permiso tácito para que se destruyan más rápidamente en otros lugares. El riesgo más grave de cualquier enfoque destinado a mejorar el cambio climático es que, si tiene éxito, podría proporcionar a las industrias de combustibles fósiles y otras industrias intensivas en carbono una excusa para eludir sus compromisos de reducción de emisiones y mantener su actividad como siempre. La recuperación de los océanos requerirá controles más estrictos de actividades destructivas como la pesca de arrastre, el dragado y la minería y perforación en alta mar, que diezman el lecho marino y liberan el carbono almacenado en la columna de agua.
El océano también se ha convertido en un laboratorio para algunas de las formas más prometedoras y arriesgadas de geoingeniería. Un grupo de científicos espera poder retener el carbono atmosférico utilizando un tipo de arena especialmente diseñada a partir de una abundante roca volcánica, conocida por los joyeros como peridoto. Depositándola en el 2% de las costas del mundo se capturaría el 100% del total de las emisiones anuales de carbono. Otro grupo de ingenieros ha desarrollado una máquina llamada reactor de flujo que aspira al agua de mar y, mediante una carga eléctrica, la alcaliniza, provocando, de forma similar a la formación de conchas marinas, que el dióxido de carbono reaccione con el magnesio y el calcio del agua de mar, produciendo piedra caliza y magnesita. Entonces el agua sale limpia, desprovista de su dióxido de carbono, y capaz de absorber más. Entre las ideas más atrevidas pero controvertidas están la fertilización oceánica, que consiste en verter grandes cantidades de gránulos de hierro en el océano para fomentar la proliferación de algas que capturan carbono, o el aclaramiento de nubes marinas, que busca rociar una fina niebla de agua de mar en las nubes para que la sal las haga más brillantes y reflejen mejor el calor del sol.
La energía eólica marina puede producir más de 7 mil teravatios hora al año de energía limpia sólo en Estados Unidos. Esto es aproximadamente el doble de la cantidad de electricidad utilizada en Estados Unidos en 2014. Los buques de carga y los transbordadores de pasajeros emiten casi el 3 por ciento de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, incluido el carbono negro. Descarbonizar la flota marítima mundial equivaldría aproximadamente a reducir todas las emisiones de carbono de Alemania.
Los océanos son un lugar de trabajo bullicioso donde más de 50 millones de personas se ganan la vida. Casi la mitad de la población mundial vive actualmente a menos de cien millas del mar. Y sin embargo, la mayoría de las personas, con ocupaciones sedentarias y estilos de vida sin salida al mar, conciben este espacio como un desierto líquido que sobrevuelan ocasionalmente, un lienzo de azules más claros y más oscuros. Mientras tanto, la lamentable falta de gobernanza en alta mar ha dado lugar a un interior distópico en el que operan impunemente una galería de pícaros de esclavistas marítimos, piratas de la pesca, recobradores, traficantes de armas, vertederos de petróleo y vigilantes conservacionistas. Los países disponen de una vasta y desaprovechada jurisdicción para actuar en este ámbito relativamente ignorado. La mitad del territorio de Estados Unidos, por ejemplo, está bajo el agua. Pero la misma perspectiva que hace que el océano esté fuera de la ley ha creado nuestro peor punto ciego en la crisis climática.
Quizás sea hora de pensar en los océanos de una manera radicalmente nueva. Sin duda, ya no son algo que damos por sentado, un cubo de basura sin fondo, un recurso que se autoabastece eternamente y que utilizamos para llenar nuestros estómagos o llenar nuestras carteras. Tal vez los océanos sean un vasto hábitat que deberíamos dejar en paz. Mejor aún, ¿y si los océanos son nuestra gracia salvadora de última hora, o un lugar donde encontrar respuestas, más una biblioteca que una tienda de alimentos? Tal vez al ayudarlos a florecer, veamos que los océanos no son sólo una víctima de la crisis climática, sino una gran parte de su solución.
Ian Urbina es periodista de investigación y director de The Outlaw Ocean Project, organización periodística sin ánimo de lucro con sede en Washington DC que se dedica a investigar y a contar los crímenes contra los derechos humanos y medioambientales que ocurren en los océanos.
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