/ domingo 9 de junio de 2024

Del estante | La tormentosa relación de Kafka con su padre

Su “Carta al padre” era una correspondencia privada, que llegó a los lectores tras su muerte, por la publicación que hizo su amigo, el editor Max Brod

Para el escritor Franz Kafka, la relación con su padre fue un total tormento, origen de varios de sus traumas. Esto lo sabemos por una misiva que le escribió, la cual se puede leer —entre otras muchas ediciones—bajo el sello de Alianza Editorial, con el título “Carta al padre y otros escritos”. Un texto crudo, lleno de furia, en el que Kafka reprocha duramente a su padre, un comerciante de seda y artículos textiles, de quien no recuerda haber recibido una sonrisa, pero sí constantes críticas, regaños y descalificaciones.

“La imposibilidad de unas relaciones pacíficas tuvo otra consecuencia, en el fondo muy natural: perdía la facultad de hablar. Seguramente tampoco habría sido nunca un gran orador, pero el lenguaje fluido, habitual de los hombres, lo habría dominado. Tú, sin embargo, me negaste ya pronto la palabra, tu amenaza: ‘¡No contestes!’ y aquella mano levantada me han acompañado desde siempre”, se puede leer en el escrito.

Su relación para Kafka se basaba en el miedo, él mismo lo dice al empezar la carta: “Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener medianamente presentes cuando hablo”.

Otra cosa que Kafka siempre reclamó, fue la educación judía que su padre le impartió, la cual se contradecía en más de un sentido con sus acciones, que no debían ser cuestionadas, menos cuando el propio Kafka se interesó por conocer a fondo aquella religión, cuyos estudios le resultaban “repugnantes” a su progenitor.

“Esa repugnancia’ (aparte de ir dirigida, ante todo, no contra el judaísmo, sino contra mi persona) sólo podía significar que tú reconocías inconscientemente la poca consistencia de tu judaísmo y de mi educación judía, que no querías en absoluto que te lo recordaran y que a esos recuerdos respondías con odio declarado”, escribe el autor de “La metamorfosis”.

En el texto aparece también la madre de Kafka, como una restauradora de su ánimo en oposición a las humillaciones recibidas por su padre, aunque sólo a escondidas de este.

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Varios críticos coinciden en que la distancia entre la obra de Kafka y su vida fue tan minúscula que incluso el insecto más pequeño parecería un gigante. Pero, si es así, ¿cómo habrían sido entonces los días de aquel escritor que sigue siendo referente de la literatura universal, incluso en nuestros días? ¿Llenos de miedos y una extraña y constante sensación de debilidad, como en “La Metamorfosis”? ¿Una acosada existencia de insatisfacciones, perseguida por laberínticos caminos, como en “El castillo” o “El proceso”?

Lo cierto es que nadie debió conocer esta carta de la que trata nuestro estante, pues era un texto personal que se encontraba junto al resto de su obra que según su voluntad debía ser destruida, pero su amigo, el editor Max Brod, al final hizo público aquellos documentos, que hoy consideramos, ya sea ficciones o testimonios, clásicos indispensables para las culturas occidentales modernas. ¿Alta traición o un gran favor para la literatura universal? Mejor que cada lector decida.

Para el escritor Franz Kafka, la relación con su padre fue un total tormento, origen de varios de sus traumas. Esto lo sabemos por una misiva que le escribió, la cual se puede leer —entre otras muchas ediciones—bajo el sello de Alianza Editorial, con el título “Carta al padre y otros escritos”. Un texto crudo, lleno de furia, en el que Kafka reprocha duramente a su padre, un comerciante de seda y artículos textiles, de quien no recuerda haber recibido una sonrisa, pero sí constantes críticas, regaños y descalificaciones.

“La imposibilidad de unas relaciones pacíficas tuvo otra consecuencia, en el fondo muy natural: perdía la facultad de hablar. Seguramente tampoco habría sido nunca un gran orador, pero el lenguaje fluido, habitual de los hombres, lo habría dominado. Tú, sin embargo, me negaste ya pronto la palabra, tu amenaza: ‘¡No contestes!’ y aquella mano levantada me han acompañado desde siempre”, se puede leer en el escrito.

Su relación para Kafka se basaba en el miedo, él mismo lo dice al empezar la carta: “Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener medianamente presentes cuando hablo”.

Otra cosa que Kafka siempre reclamó, fue la educación judía que su padre le impartió, la cual se contradecía en más de un sentido con sus acciones, que no debían ser cuestionadas, menos cuando el propio Kafka se interesó por conocer a fondo aquella religión, cuyos estudios le resultaban “repugnantes” a su progenitor.

“Esa repugnancia’ (aparte de ir dirigida, ante todo, no contra el judaísmo, sino contra mi persona) sólo podía significar que tú reconocías inconscientemente la poca consistencia de tu judaísmo y de mi educación judía, que no querías en absoluto que te lo recordaran y que a esos recuerdos respondías con odio declarado”, escribe el autor de “La metamorfosis”.

En el texto aparece también la madre de Kafka, como una restauradora de su ánimo en oposición a las humillaciones recibidas por su padre, aunque sólo a escondidas de este.

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Varios críticos coinciden en que la distancia entre la obra de Kafka y su vida fue tan minúscula que incluso el insecto más pequeño parecería un gigante. Pero, si es así, ¿cómo habrían sido entonces los días de aquel escritor que sigue siendo referente de la literatura universal, incluso en nuestros días? ¿Llenos de miedos y una extraña y constante sensación de debilidad, como en “La Metamorfosis”? ¿Una acosada existencia de insatisfacciones, perseguida por laberínticos caminos, como en “El castillo” o “El proceso”?

Lo cierto es que nadie debió conocer esta carta de la que trata nuestro estante, pues era un texto personal que se encontraba junto al resto de su obra que según su voluntad debía ser destruida, pero su amigo, el editor Max Brod, al final hizo público aquellos documentos, que hoy consideramos, ya sea ficciones o testimonios, clásicos indispensables para las culturas occidentales modernas. ¿Alta traición o un gran favor para la literatura universal? Mejor que cada lector decida.

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