Un día perfecto para morir: estadounidense asaltó un hotel de la Cuauhtémoc, luego se quitó la vida

Craig Winfred Knowles, de 25 años, ingresó lentamente al hotel y subió al primer piso hasta llegar a la caja de cambio de moneda y valores. Esto sucedió...

Carlos Álvarez / La Prensa

  · viernes 5 de abril de 2024

Fotos Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca "Mario Vázquez Raña"

En uno de los dramas más insólitos e inexplicables y dolorosos de la década de los años sesenta del siglo pasado, un acaudalado joven estadunidense -quien de un momento a otro sería llevado a combatir en Vietnam- asaltó a una cajera del hotel María Isabel, ubicado en la colonia Cuauhtémoc.

Al concluir el atraco, salió a toda prisa llevando en su poder 30,500 pesos; luego, perseguido, logró llegar hasta su departamento -que se ubicaba a dos cuadras adelante del hotel-; y cuando la policía lo iba a capturar, se dio un balazo en la cabeza.

El cuerpo quedó tendido cuan largo era, todavía aferrándose al botín y con los ojos perdidos en el recuerdo de su esposa con quien había contraído matrimonio apenas hacía 20 días antes.

La señora Knowles se encontraba en aquellos momentos -justamente el martes 20 de febrero de 1968- en un salón de belleza, ignorando que la muerte la estaba separando de su cónyuge, y sólo tuvo una vaga idea de lo sucedido hasta que varios agentes del Servicio Secreto llegaron hasta donde se encontraba y le contaron los trágicos hechos que comenzaron con el atraco y concluyeron con el suicidio.

Como de los 30,500 únicamente se recuperaron 25,200 pesos, la señora Knowles aceptó pagar lo que se perdió inexplicablemente, según dijo el gerente del hotel María Isabel.

¿Qué sucedió?

Los hechos ocurrieron más o menos así: alrededor de las 10:20 horas, el estadunidense Craig Winfred Knowles, de 25 años, ingresó lentamente al hotel y subió al primer piso hasta llegar a la caja de cambio de moneda y valores.

Se desconocía hasta ese momento si el occiso había trazado un plan o cómo había tomado esa resolución tan extraña. Fue incomprensible para todos; una incógnita sin respuesta o al menos una respuesta obvia.

Aquella caja estaba formada por un local de cuatro metros de largo por dos de ancho, con un mostrador de madera enfrente; y comunicaba con un pasillo por medio de una puerta angosta y delgada.

Sobre el pasillo se ubicaban las cajas de seguridad de las cuales disponían los huéspedes mediante el correspondiente pago de alquiler. Por la puerta delgada y angosta, Craig llamó a la joven cajera Elvia Meza Celis y le dijo que quería alquilar una de aquellas cajas de seguridad.

De acuerdo con Elvia, esto fue lo que ocurrió:

-Cuando me solicitó la caja, yo accedí porque ya conocía al señor, pues había estado hospedado aquí con su esposa. No desconfié y lo seguí por el pasillo hasta donde está la caja 17.

De repente, sacó una pistola y dijo en inglés que no gritara ni hiciera ningún movimiento sospechoso. “Deme todo el dinero, especialmente billetes de 50 y 100 pesos”, dijo. La voz le temblaba mucho a Craig, lo mismo que la mano que sostenía el arma.

Yo sentí mucho miedo a la muerte y abrí a medias la puerta que da al mostrador. Tras la puerta se quedó el gringo joven, apuntándome.

Frente al mostrador ya había un matrimonio norteamericano, los Sounverville y a señas les hice entender que me encontraba en apuros. Al principio, no me entendían y me decían que les cambiara unos dólares por moneda nacional.

Yo creo que mi cara y mis ademanes los impresionaron y, por fin, se dieron cuenta de todo. Discretamente, se alejaron mientras yo tomaba el dinero que había -unos 30,500 pesos- y lo entregaba a Craig.

Sé que se llama así.

Luego, el asaltante se guardó el dinero en su saco y me dijo, otra vez, en inglés que me tirara al suelo y no me moviera durante tres minutos si no quería morir. Pero como el piso del hotel María Isabel está alfombrado, no me percaté si el asaltante se fue a la carrera. Yo creo que pasó como medio minuto y como no oí ruidos me puse de pie y ya no vi a al señor Knowles.

Cuando me estaba apuntando, quería saltar el mostrador sin darle el dinero, pero no me atreví. Es una experiencia que no deseo a nadie.

Luego supe que el matrimonio Sounverville, que por cierto pagó su hospedaje y se retiró inmediatamente, había avisado a los empleados administrativos, quienes salieron a perseguir a Craig. Yo creo que se equivocó y me asaltó, en la creencia de que yo era cajera principal. Afortunadamente, no había mucho dinero.

La huida

Algunos de los testigos de la huida, entre ellos el gerente del hotel, dijo que Craig bajó a tumbos los escalones que hay de la caja a la planta baja y salió a toda prisa a Paseo de la Reforma, enfiló hacia Río Guadalquivir hasta llegar a Río Nilo, pues hasta ahí lo había seguido y lo vio entrar a un edificio con la letra “I”, seguramente para ocultarse en su departamento.

Cerró la puerta del edificio con llave, y aunque el gerente del hotel intentó detenerlo, el escurridizo asaltante lo amenazó con la pistola para evitar que se acercara más e intentara abrir o detenerlo o capturarlo.

Pudo ser que mientras escapaba con el dinero entre sus ropas, se le hubiera escurrido la parte faltante del botín recuperado, dijo el gerente.

Su respiración agitada, la mirada absorta; parecía como que en Craig el arrepentimiento comenzara a paralizarlo como un veneno. Estuvo varios minutos encerrado en su departamento, jadeando, quizá imaginando un final inesperado. Era eso o ir a la guerra en Vietnam; quizá imaginó la idea de ir a la cárcel en otro país y no le pareció descabellado, así podría eludir el lío en el que su país lo comprometía sin concesiones.

A los pocos minutos llegaron otros de sus perseguidores, que para entonces ya eran varios, y ante el inminente devenir, Craig se pegó un tiro en la sien derecha.

Se desplomó junto a una pared y su cabeza no llegó al suelo, sino que quedó detenida por un relieve del muro.

Por ese departamento, donde pensaban estar seis meses, iban a pagar 3,200 pesos mensuales de renta. Más tarde manifestó el gerente que la señora no sabía nada de la situación, porque se encontraba en un salón de belleza.

Elizabeth Bowens, es decir, Mrs. Knowles o viuda de Knowles ya en ese momento, de 26 años, dijo en la Jefatura de Policía que Craig había sido llamado a filas en su país, con miras a enviarlo pronto a combatir en Vietnam.

En el departamento se encontraron 25,200 de los 30,500 pesos que robó Craig Winfred Knowles. El dinero estaba en una bolsa de plástico rosa, escondida en un clóset. También había muchas joyas de Elizabeth Bowens y se dijo que como casi todo era de oro, esmeraldas y perlas, las alhajas valían no menos de 75,000 pesos de la época.

Declara Elizabeth Knowles

La joven contó que ella y Craig Knowles se casaron a principios de febrero de 1968 y que él -originario de Huntsville, Alabama, Estados Unidos- era vendedor de bienes raíces y ganaba mucho dinero, por lo que no tenía necesidad de robar o asaltar.

Ella provenía de una familia de buenas costumbres de Carolina del Norte, donde conoció al que sería su futuro esposo y quien, para ese entonces, parecía estar dispuesto a ir a Vietnam y no le se veía nervioso o al menos ella no percibió nunca algún indicio sobre su aversión por la guerra.

Craig Knowles, aquella mañana dejó un recado:

8:30 horas. Buenos días, querida. No vendas acciones porque me enojaré. Trae nuestra ropa limpia. Hay que estar temprano en el aeropuerto. ¿Por qué no esperas a ir a la peluquería en casa?

Yo estaré en Los Pirules, hasta las 11:00 horas. Luego iré acortarme el cabello en el María Isabel. Ve si Potters puede coser una bolsa en el saco verde. Adiós, te veré pronto.

¡Te quiero…! ¡Te quiero…!

Elizabeth también recordó que llegaron en viaje de luna de miel:

-Nos hospedamos los días 5, 6 y 7 en el hotel María Isabel, de donde salimos tras pagar 1,118 pesos de hospedaje y alimentos. Alquilamos el departamento “D” en la calle Río Nilo 60.

Hoy por la mañana fui al salón de belleza, pues hoy teníamos que salir de viaje a Estados Unidos para que yo conociera bien a su familia -dos hermanas, un hermano y sus padres- y para que él recibiera más órdenes del ejército.

Luego la señora Knowles dijo que pensaban volver a México, porque tenían permiso por seis meses como turistas. Luego, posiblemente él iría a Vietnam.

(El alto mando comunista, al ver frustrada su primera ofensiva para apoderarse de Saigón, se había propuesto arrasar la capital survietnamita antes de que terminara febrero de 1968, corrían rumores -febrero 20- de un inminente asalto de los vietcongs, al tiempo que se oía el cañonazo de la artillería y los bombarderos de la aviación en las afueras de la ciudad. Luces de bengala iluminaban el cielo y se escuchaban claramente las explosiones en el centro de la ciudad, informaba Edwin Q. White, corresponsal de la Associated Press).

Elizabeth fue llevada luego de la Jefatura de Policía, a la séptima delegación, pues los hechos habían sucedido en la colonia Cuauhtémoc. Y hasta aquel lugar acudió el vicecónsul de la embajada estadunidense, Richard H. Luchesa.

La pistola con la que se mató de un solo tiro era nueva, calibre .22, de los que se conocían como modelo “vaquero”, aunque con seis orificios en los costados para guardar allí tantos cartuchos como se fueran a utilizar.

Días antes habían conversado un poco sobre el futuro, aunque no pensaban tener hijos de inmediato, esperaban que la guerra no durara demasiado para demorar un deseo que todo matrimonio, como el que ellos soñaron, deseaba.

Craig había demostrado ciertas cualidades que inspiraron la confianza de Elizabeth, que fue lo que finalmente la hizo enamorarse de él. Recordaba que, aunque reservado en el trato con los demás, a ella siempre la trató con una genial desenvoltura.

Sus conversaciones nunca fueron más allá de las charlas en las que se planea un futuro rodeado de una familia numerosa en una gran casa alejados del ruido de las grandes urbes. La guerra no era particularmente un tema en el que se detuvieran a polemizar.

Él le había confesado que no era un gran creyente en las causas bélicas y que más bien prefería que el conflicto se solucionara a través de las negociaciones, siempre y cuando su país ganara sin importar el costo.

Por su parte, Elizabet Bowens, una chica más bien alegre y festiva, cayó ante los encantos de Craig, aunque también tenía que ver el hecho de que una gran fortuna se vislumbraba en su futuro.

Unos días antes, Elizabeth llamó a sus padres para contarles cómo transcurrían las cosas entre ella y su esposo. Lo cierto es que su compromiso y matrimonio sucedió muy rápido y ninguno de los dos tuvo tiempo de conocer a sus respectivas familias, pero como Craig era más o menos conocido en ciertos círculos por sus actividades, los padres de Elizabeth no dejaron de preocuparse.

Incluso le recomendaron que postergara la boda y que se tomara el tiempo necesario para conocerlo más a profundidad. Algo no estaba bien con ese muchacho, decían los padres de Elizabeth.

Aquella mañana se levantó tarde y notó que Craig había salido, posiblemente muy temprano, porque le había dicho que quería recorrer un poco la ciudad. Aprovechó para llamar a sus padres, quiso contarles que todo aquello por lo que se habían preocupado no tenía la más remota importancia porque hasta ese momento todo había transcurrido de maravilla y ella estaba fascinada con la vida marital.

Craig Knowles caminó sin evitar comparar ambas ciudades, la suya y esa por la que caminaba tan lejana y recóndita, pero al mismo tiempo igual. Los rostros de sus compatriotas y su rostro de turista en medio de un millón de lugareños ya sin rostro.

Fue inevitable que comenzara a cuestionarse. Por qué se había ido. Por qué postergar su incursión en la guerra. La inevitable guerra. Incluso si quisiera la paz, tendría que declarar la guerra a alguien por principios. Siempre el que tiene la macana más grande, domina. Las palabras que le había dicho su padre y a éste su padre.

Su vida había sido monótona. Sólo ir a Vietnam podría elevarlo al grado al que aspiraba. Héroe, gran hombre, valiente. Pero no quería morir, después de todo, por eso se había casado, para estar más presente en la vida.

Elizabeth encendió un cigarro, caminó hacia la mesa de noche donde estaba el cenicero y luego se apoltronó en el sillón. Descolgó el teléfono y pidió hablar de larga distancia, le dio el número a la operadora y esperó.

Al cabo de unos minutos, saludaba a su mamá.

-¡Betty! -exclamó Mrs. Bowens-. Qué alegría que llames… Espera, déjame llamarle a tu padre.

Elizabeth había olvidado que a su madre le gustaba llamarle como siempre le había dicho desde niña. Y escuchó que gritaba “¡James…, James, ven, pronto; es Betty…, es Betty.

Elizabeth le dijo a su madre que todo transcurría sin problemas, pues Craig lo había planeado todo tan bien y parecía haber olvidado el otro tema.

-Pero Betty -le replicó Mrs. Bowens-, ya ves lo que dijo el doctor. Por qué no lo llevas a ver a un doctor por allí donde se encuentran, seguro hay doctores, buenos doctores.

Pero Elizabeth se quedó pensando en otras cosas y le dijo que trataría de ver si encontraba algo, pero en realidad lo que quería decirle era que todavía estaban en la Ciudad de México y que ya en unos pocos días, quizás en unas horas, estarían de vuelta en casa. Regresarían a Huntsville a pasar unos días con la familia de Craig y si todo seguía como hasta entonces, iría a visitarlos a más tardar en un mes o menos.

Mrs. Bowens continuó con sus dudas sobre su yerno. Le dijo a Elizabeth que bien habrían podido ir de vacaciones a California o Nueva York, o a Europa, y que le gustaría que en verdad llevara a su marido a ver a un doctor; que le hiciera caso en eso al menos.

-Sí, ma, lo haré, no te preocupes, pero Craig está bien, su ánimo es estupendo.

Craig continuó su caminata. Sabía que al regresar al departamento con su esposa sería el fin. Entonces no habría marcha atrás. Volverían a su país y de ahí se presentaría en el ejército para volver a marcharse.

Metió la mano en el saco. Quería encender un cigarro, pero su mano se topó con el arma. Metal frío entre la tela. Cómo podía haber olvidado que la llevaba encima.

Enfiló hacia su departamento, ya sabía lo que iba a hacer. Pero justo antes de llegar a la puerta, sin darse cuenta, un niño se le cruzó en el camino y, aunque pudo esquivarlo, hizo un ademán como si lo hubiera alcanzado a rozar con sus grandes brazos.

Se disculpó, pero la creatura ya había emprendido la carrera nuevamente y sólo pudo ver cómo se alejaba.

Entró y comenzó a preparar todo, tanto mentalmente como físicamente. Hizo las maletas, preparó los pagos pendientes. Y, respecto al otro tema, los agentes consideraron que se trató de un juego que se salió de control. Sobre todo, porque él no se veía en la necesidad de recurrir al atraco, y menos a mano armada, para obtener lo que siempre tuvo, lo que ya tenía.

Repasó mentalmente la topografía del María Isabel. Ya había estado en ese lugar, sabía cómo estaba la distribución de los muebles. Otro punto importante que debió considerar, fue que su casa quedaba demasiado cerca como para correr y esconderse allí; aunque al mismo tiempo también muy cerca como para no creer que alguien se daría cuenta de su fechoría.

El día trágico, Craig limpió con esmero su arma. Revisó que tuviera las balas suficientes, aunque solo ocuparía una. Todo estuvo listo. Se despidió de Elizabeth y se fue.

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El regreso a la guerra

El cuerpo de Craig sería autopsiado y, posteriormente, llevado a la tierra que lo vio nacer, donde quedaría en un cementerio elegido por sus padres y hermanos.

Cuatro agentes de la Policía Judicial acompañaron a Elizabeth Bowens al aeropuerto, de donde salió para Huntsville, Alabama.

La señora demostró entereza, llevaba una minifalda y se cubría con un abrigo amarillo; como única muestra de luto lucía medias negras de seda.

No quiso hacer declaración alguna relacionada con los hechos del hotel María Isabel. Se fue a Estados Unidos en el vuelo 904 de Eastern Air Lines.

Las investigaciones realizadas por la Procuraduría de Justicia del Distrito en torno a la personalidad del estadunidense Craig Winfred Knowles, autor del asalto al hotel María Isabel, revelaron que dejó como única heredera a su esposa Elizabeth Bowens, aunque en el documento de entrada a México, Craig anotó que era soltero.

Además, se supo que el asaltante y suicida también se dedicaba a actividades políticas, era propagandista oficial del Partido Republicano en los estados de Alabama y Carolina del Norte, EU.

Se dijo que Elizabeth era su segunda esposa, ya que de acuerdo con algunas investigaciones, se tuvo noticia de que previamente había contraído nupcias con Carol Evelyn Cooper, con quien había procreado a Cooper Craig Knowles, aunque de pronto todas las investigaciones cesaron por una orden directa que nadie supo de quién o de dónde.

Algunas personas creían que Craig mentía en ocasiones hasta en documentos oficiales, pero su último deseo -que hizo constar en un papel firmado por él- fue que Elizabeth se quedara con todas sus pertenencias.

Nunca se confirmó oficialmente que el estadunidense tuviese miedo de morir en Vietnam y sus parientes señalaron que tenía suficiente dinero como para no hurtar y menos a mano armada en un país ajeno al suyo. La misteriosa forma de proceder se la llevó Craig a la tumba.


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