Terror en las alturas: tormenta sorprende a montañistas en el Iztaccíhuatl; hubo 11 muertos

De acuerdo con la investigación del reportero Jesús Figueroa Ballesteros, el domingo 4 de febrero de 1968, 64 jóvenes empezaron la ascensión de la “rodilla” del Iztaccíhuatl, aunque imperaba el mal tiempo y amenazaba llegar una borrasca de nieve

Carlos Álvarez / La Prensa

  · viernes 18 de octubre de 2024

Fotos Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca "Mario Vázquez Raña" y La Prensa

LA PRENSA dio cuenta de honda tragedia ocurrida en 1968 donde treinta jóvenes montañistas fueron sorprendidos por una tormenta en el Iztaccíhuatl; once de ellos murieron congelados, el resto pudo ser auxiliado por brigadas especiales de la Cruz Roja Mexicana.

La noticia corrió como reguero de pólvora en el mundo del deporte y la sociedad misma, que estaba impresionada por la suerte de aquellos jóvenes.

Se escribió entonces que Miguel Mayorga, uno de los excursionistas atrapados por la nieve, se le consideraba difunto, pero se recuperó al recibir respiración artificial y masajes, así como medicamentos. Aquel joven había vuelto a nacer, como un milagro en su destino.

De acuerdo con las investigaciones del reportero Jesús Figueroa Ballesteros –quien murió en cumplimiento de su deber dos años después del drama en “La Mujer Dormida”- el domingo 4 de febrero de 1968, 64 jóvenes del Club Alpino, Instituto de Ciencias de Guadalajara, Jalisco, empezaron la ascensión de la “rodilla” del Iztaccíhuatl, aunque imperaba el mal tiempo y amenazaba llegar una borrasca de nieve.

El sacerdote jesuita, Luis Hernández Prieto, guiaba a los alpinistas. A la mitad del camino, 33 de ellos decidieron regresar a Tlamacas, pues consideraron dificilísimo el ascenso, por el viento huracanado y la nieve que caía.

A las 17:00 horas del domingo citado, el grupo de 31 excursionistas se enfrentó en la cumbre del volcán con fuerte tempestad que los obligó a detenerse por algunos momentos.

La mayoría votó por el regreso, pero no fue sencillo. El vendaval los cegó e hizo a muchos perder el rumbo y a otros rezagarse, relataba Figueroa Ballesteros hace casi ya 50 años.

A varios atrasados los sorprendió la muerte entre la nieve. Estaban a 4,000 pies de altura, según cálculos de los expertos. Otros pudieron unirse y bajar en grupo hasta el albergue Esperanza López Mateos, el más alto en la cumbre. Pero de los 31 sólo algunos pudieron encontrar refugio, los demás quedaron estancados, atrapados en la nieve del volcán.

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Espectacular rescate

Al amainar la tormenta, al día siguiente, los excursionistas más descansados se dirigieron en busca de sus compañeros rezagados, mientras el sacerdote jesuita Domingo Silva partía hacía Altzomoni, en busca de auxilio. A través del radio partió entonces un angustioso llamado para salvar a los alpinistas. Y hasta ese momento la situación era confusa, porque se creía que la mayoría de los 30 jóvenes que habían quedado en la cima, estaba sin vida.

Dos transportes militares, tres helicópteros de la Fuerza Aérea Mexicana y más de 20 ambulancias de la Cruz Roja se dirigieron hacia las faldas de la montaña para iniciar una ascensión y llegar con ayuda para los deportistas jaliscienses. En transportes militares arribaron 40 soldados enviados por la Defensa Nacional para socorrer a los alpinistas.

En tanto que a los pies de la montaña se integraban las brigadas de rescate, los helicópteros realizaron varios vuelos sobre la zona donde se suponía estaban atrapados los jóvenes. Infructuosamente se intentaron varios aterrizajes, pero el viento y la nieve floja lo impidieron.

Varios de los jóvenes extraviados habían salido del albergue tratando de rescatar los cadáveres. El capitán piloto aviador Óscar Molina, tripulante del helicóptero 1103, localizó al grupo de búsqueda y le arrojó un bulto con 50 kilogramos de cobijas, medicinas y alimentos.

Los excursionistas estaban con las piernas casi congeladas sobre un picacho que hubiese podido caer en cualquier momento, sólo con el aire que producían las hélices del aparato.

Retornó a su base en Río Frío y ahí el doctor Luis Gallardo, del Socorro Alpino, se ofreció a ir al lugar, debidamente equipado.

Para entonces el viento había cesado un poco y se hizo posible que el médico se arrojase desde poca altura hacia la nieve blanda, a poca distancia del grupo excursionista atrapado. Momentos más tarde, tras el helicóptero de Molina, llegó el del capitán Luis Pineda, transportando a los 4 elementos del Club Alpino de México, que imitaron la acción del doctor y se arrojaron sobre la nieve.

El auxilio siguió llegando a través de los helicópteros y otros cuatro miembros del Club Alpino colaboraron inmediatamente ellas tareas de rescate. En una escena dramática, podía apreciarse desde el aire a los jóvenes extraviados, postrados junto a los cuerpos de sus compañeros muertos durante la tormenta. En su relato a las brigadas de rescate, los excursionistas pintaron un panorama de angustia y muerte. Muchos de ellos, que no pudieron llegar al albergue, relataron cómo se les fueron helando las extremidades inferiores, mientras hacían desesperados intentos por continuar la marcha en descenso, hacia la salvación.

Despeñados y sepultados

"¡Se abrió la Gloria!” exclamaron todos cuando observaron volar sobre ellos a los helicópteros federales; supieron que la ayuda no tardaría en llegar y ya no desesperaron. Posteriormente, el dolor en sus piernas congeladas los hizo gritar y los socorristas no se daban abasto para atender a los jóvenes accidentados. Se esperaba para la 1:00 de la madrugada la llegada de más socorristas y se comenzaron a coordinar las labores de rescate para trasladar a los lesionados, tarea que se esperaba realizar a las 5:00 de la mañana si la tormenta amainaba.

Entre los grupos de voluntarios fue señalado el guía como causante de la tragedia, pues se atrevió a llevar a jóvenes inexpertos en escalamiento a sitios del Iztaccíhuatl tan escarpados que es difícil retornar.

Además, tenía el conocimiento de que las condiciones del tiempo eran malas, máxime que el Servicio Meteorológico de la Secretaría de Agricultura y Ganadería, había anunciado nevadas y vientos fuertes.

En su mayoría los excursionistas eran integrantes de las mejores familias de Guadalajara; los angustiados parientes comenzaron a llegar a las instalaciones de la Cruz Roja capitalina en Polanco.

En el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, Roberto Olivares, uno de los organizadores de la trágica excursión, dijo que en realidad el grupo se componía de 70 miembros y que afortunadamente más de 30 elementos habían retornado a Tlamacas.

También estaba ahí el padre de los gemelos Julio y Carlos Olavarría, señor Víctor Olavarría, quien comentó que de la torre de control le habían informado que sus hijos estaban a salvo, pero casi congelados y que los iban a trasladar en un camión del Ejército Nacional a la Ciudad de México.

La Cruz Roja expresó mediante su central de radio que los 11 cadáveres serían llevados a la capital de la República pasado el mediodía del martes 6 de febrero de 1968.

Esa ocasión, uno de los sobrevivientes relató la forma en que murieron sus compañeros y amigos. La visibilidad era tan escasa que no se veía a tres metros. Hubo una tormenta eléctrica y de nieve que los sorprendió cuando descendían de la cumbre y fue entonces que “varios estudiantes se despeñaron y otros se refugiaron en cuevas. Muchos tenían golpes contusos y dolorosos; 11 no soportaron temperaturas de hasta 20 grados bajo cero”.

Lucha contra el tiempo

Tras intensa lucha contra la furia de un tiempo inclemente–escribió Jesús Figueroa Ballesteros – y después de trasponer numerosos obstáculos, se logró rescatar de las nieves del Iztaccíhuatl los cuerpos de los once estudiantes del Instituto de Ciencias de Guadalajara que murieron trágicamente.

Aquel lunes, desde temprano, se inició la labor de rescate y después de 5 horas de camino, las brigadas de auxilio pudieron llegar hasta el albergue donde se encontraban casi congelados varios excursionistas.

El panorama que encontraron las brigadas era impresionante. Los cadáveres de los once jóvenes quedaron regados en un área de 300 metros. Unos, despeñados, y otros, casi sepultados bajo gruesa capa de nieve.

Dieciocho estudiantes estuvieron a punto de correr la misma suerte que sus once desventurados condiscípulos y estaban hambrientos, sin cobijas, sujetos a las inclemencias del tiempo.

A las 21:00 horas del lunes, los grupos de Alta Montaña de la Cruz Roja, Socorro Alpino y Exploradores de Occidente, llegaron hasta el albergue Esperanza López Mateos, el más elevado del Iztaccíhuatl, donde se encontraban los alpinistas sobrevivientes.

Noche negra, faltaban ocho cuerpos

Los tres grupos comenzaron a descender hasta el refugio El Iglú; durante el camino hacia el albergue República de Chile, se descubrieron tres cadáveres casi cubiertos por la nieve.

En el descenso los elementos de rescate se enfrentaron a otra tormenta de nieve, la caminata era sumamente peligrosa. Al llegar a El Iglú solicitaron alimentos reconfortantes y medicinas, cosas que fue imposible enviarles por el mal tiempo. Los socorristas disolvieron nieve en rudimentarias estufas para proporcionar agua caliente a quienes se encontraban extenuados.

Pasada una noche negra y con la ayuda de 34 elementos del Batallón de Fusileros Paracaidistas, comenzó la búsqueda de los 8 cuerpos que faltaban.

Todos fueron encontrados como a una distancia de cincuenta metros del albergue. Tres cadáveres estaban juntos, como si los muchachos hubieran querido protegerse entre sí contra la tempestad eléctrica y de nieve.

Dos cuerpos fueron localizados en el fondo de una grieta como de 20 metros de profundidad; otro más junto a una peña con el rostro cubierto, pero el abdomen expuesto a la intemperie. Otros dos difuntos se hallaban bajo gruesa capa de nieve.

En el transcurso de la mañana fueron llevados los once cuerpos inanimados a tiendas de campaña entre Altzomoni y La Joya.

Milagro a 20 grados bajo cero

El reportero Salvador Arreguín, comisionado por LA PRENSA en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, explicó que prácticamente se estableció un puente aéreo desde La Joya hasta el sitio donde estaban los accidentados excursionistas.

El capitán piloto aviador Rafael Rivera Fernández, quien con su copiloto Rafael Garibay, voló en el helicóptero 1135 de la FAM, explicó al diarista que en virtud de que los aparatos aterrizar sobre la empinada pendiente de la montaña cubierta de nieve, realizaron un vuelo de “libélula”, que consiste en permanecer en vuelo estático a sólo un metro de altura del risco donde se sostenían trabajosamente los alpinistas atrapados.

Los motores de los helicópteros se sostenían en movimiento, mientras los cadáveres y los heridos eran subidos por el copiloto a la aeronave.

El helicóptero se despegaba de la montaña e iniciaba el descenso hasta llegar a la plataforma de La Joya, en donde los heridos eran inmediatamente subidos a las ambulancias para recibirla atención médica necesaria.

Esta operación la practicaron además el capitán Óscar Molina Ramos y copiloto Luis Pineda Escamilla, así como el capitán Gabriel García Villegas, en los helicópteros 1103 y 1104, respectivamente.

El rescate se realizó en medio de un violento viento del norte, a más de 4,000 pies de altura, con una temperatura aproximada de 20 grados bajo cero, en la cima del volcán Iztaccíhuatl.

Los cuerpos de los once excursionistas que murieron congelados en la cumbre del volcán, partieron hacia Jalisco, durante la noche del martes 6 de febrero de 1968, en un avión de Petróleos Mexicanos, fletado especialmente a petición del gobierno jalisciense.

A las 22:15 horas cuatro potentes motores acallaron con su ruido los sollozos de numerosos familiares de los jóvenes excursionistas que en forma trágica perdieron la vida.

En su recorrido por las calles capitalinas, las ambulancias formaron un imponente cortejo fúnebre que partió a las 21:00horas del hospital de la Cruz Roja. Los vehículos encendieron sus focos rojos, marcharon a paso lento y con la sirena en silencio, en sentida manifestación de duelo por los excursionistas abatidos por una tormenta eléctrica y de nieve en aquel volcán.

Desde antes de la partida del avión de Pemex, un viento glacial azotaba los rostros de quienes estuvieron presentes en la triste despedida de los once seres que ofrendaron su vida en aras del deporte. Las ambulancias estacionadas en batería a un lado de la aeronave, volvieron a prender sus focos rojos en señal de doliente adiós. Después, imperó el silencio.

Había un presagio fatal, luego el cielo se cerró

Anonadado por la tragedia, el sacerdote Luis Hernández Prieto, director del Club Alpino del Instituto de Ciencias de Guadalajara, relató a Jesús Figueroa Ballesteros que durante los doce años que llevaba -hasta 1968- al frente de los excursionistas, “era la primera vez que ocurría una desgracia así”.


Explicó que el viernes 2 de febrero de aquel año, como a las 21:00 horas, salieron de Guadalajara con el fin de escalar el volcán.

Como un presagio, comentó, “el autobús donde viajaban sufrió desperfectos mecánicos, por lo que se retrasó la llegada al punto de ascenso”.

-Llegamos en la madrugada del domingo. Los muchachos se veían alegres. Desayunaron muy contentos y antes de su partida oficié una misa.

A las 7:00 de la mañana, 64 alpinistas empezaron la ardua ascensión al volcán. Los jóvenes iban equipados tanto en abrigo como en alimentos; además, llevaban un radio-enlace.

Al frente iban cuatro guías, todos ellos seminaristas y con gran experiencia en el deporte de montaña.

Cada hora se recibía comunicación de los jóvenes, parecía que iban a correr con suerte porque el tiempo era bastante bueno.

Durante el camino los muchachos noveles en el alpinismo se iban regresando a medida que sus fuerzas no les respondían; así pasaron varias horas y como a las 3:00 de la tarde el tiempo cambió radicalmente.


Pero aun así treinta alpinistas siguieron su viaje para llegar hasta el “pecho” de “La Mujer Dormida”. Dos horas después el cielo se cerró y empezó a caer una fuerte tormenta eléctrica con nieve. Más adelante la comunicación se hizo difícil, pero todavía alcanzaron a decir los muchachos que se habían desviado de la ruta al albergue Esperanza López Mateos.

El mismo domingo se perdió todo rastro de los alpinistas. En la madrugada se obtuvo el apoyo de la Cruz Roja y Socorro Alpino. Miguel Mayorga estaba extenuado pero vivo, “creíamos que había muerto”.

Archibaldo Lancaster llegó al albergue y pudo sobrevivir, pero su sentido de la amistad y el compañerismo lo obligó a salir para prestar ayuda a sus amigos extraviados, y también falleció.

El grupo de alpinismo jalisciense tenía 12 años de fundado y había escalado las montañas más importantes del Canadá, Estados Unidos, parte de Sudamérica y todas las de la República Mexicana.

Al volcán Popocatépetl lo habían escalado 19 ocasiones, 18 el Iztaccíhuatl, 7 el Pico de Orizaba, 4 el Nevado de Toluca y 25 veces el Nevado de Colima, por ejemplo.

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Lo volverían hacer, dijeron

Sobrevivientes a la tragedia del Iztaccíhuatl y familiares de algunos jóvenes que murieron congelados en el volcán, exculparon totalmente a los guías que comandaban la expedición. Todos atribuyeron la desgracia a la fatalidad imprevisible de verse afectados repentinamente por una racha de mal tiempo que frustró las esperanzas de descender a los refugios con bien. Fue en la cima y poco antes de iniciar el descenso, cuando los alcanzó plenamente la racha de mal tiempo que originó a la postre la tragedia.

Los gemelos Julio y Javier Olavarría, de 13 años de edad, dijeron a LA PRENSA que es mentira que el guía Rafael Moreno hubiese tenido culpa de lo acontecido. Uno de los deudos, Jorge Lancaster, pariente de Archibaldo Lancaster, dijo que de ninguna manera responsabilizaba de las fatales consecuencias a los guías, quienes eran personas de franca solvencia y tenían en su haber la trayectoria más limpia que guía alpino había tenido jamás.

El superviviente y guía, estudiante Óscar Sarabia Vargas, relató al corresponsal extranjero (de Time y Life), Bernard Diederich, que “iban bajando cuando, a las 16:00 horas se desencadenó la ventisca”.

-En cinco minutos todas las veredas, así como las huellas de nuestra ascensión, quedaron totalmente cubiertas por la nieve. Seguimos al guía Rafael Moreno y pasamos una cuerda de mano, para mantenernos unidos, pero sin atarnos, por temor que alguien cayera y arrastrase a los demás.

Como a las 20:00 horas nos detuvimos porque no se veía. Y luego nos enteramos que estábamos a 7 metros de un precipicio y a 250 del albergue Esperanza López Mateos. Rafael nos pedía que no durmiéramos. Durante la tempestad el viento alcanzó velocidades hasta de 30 kilómetros por hora. Nos quitamos las gafas empañadas por la nieve y se nos formaron bolas de hielo en las cuencas de los ojos. Teníamos el cabello congelado, rígido, como si fuese de madera. Francisco Fernández del Valle se despeñó, quizá cegado por la ventisca. Comenzamos a congelarnos. Otro compañero se precipitó por el farallón. Otros no reaccionaban a los masajes. La temperatura debía estar a 20 o 30 grados bajo cero. Amainó la tempestad a las 4:30 de la mañana. Miguel Mayorga estaba medio loco. Luego se cayó Archibaldo, aunque yo no lo vi caer.

Un desesperado saltó y cayó de frente, me miró un instante y rodó cuesta abajo hasta unos 30 metros de distancia. Corrí y lo encontré ya muerto. Otros estudiantes estaban angustiados y deliraban.

A los difuntos les quitamos los “spikes” y los envolvimos en frazadas para evitar que algún golpe les desfigurara el rostro. Y si alguien preguntara si seríamos capaces de repetir la aventura, le responderíamos que sí. Iremos a plantar once cruces en los lugares donde murieron nuestros compañeros”.

Y así quedó documentada en LA PRENSA esta fatídica aventura que hace ya casi 50 años cobró la vida de once alpinistas y el rescate de sus compañeros a través de arriesgadas valerosas operaciones por aire en la imponente “Mujer Dormida”. Sirva esta crónica a modo de homenaje a todos ellos y a sus salvadores.

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