Los habitantes de la Ciudad de México -antes era simplemente el Distrito Federal- solían mirar alrededor y pensar que vivían en una gran urbe; no muy chica, pero bien arreglada y con pretensiones.
Aunque quizás algunos llegaban a confundirse entre lo grandiosa y lo grandota de la ciudad; eso sí, todos concordaban en que había visto mejores días, pero nunca imaginaron que vivirían el peor de su vida y el que cambiaría para siempre el rostro de la gran urbe.
Aquella mañana del 19 de septiembre de 1985, por sorpresa y desprevenidos tomó a los ciudadanos y a la propia ciudad un temblor de inusitadas proporciones. Se afirma que fue un sismo de 8.1 grados en la escala de Richter y que duró al menos 120 segundos, pero se sintió como si hubiera caído, no una, sino muchas bombas atómicas... y la estela de muerte y destrucción así lo constataron.
Lo cierto es que hasta antes de las 7:00 horas todo transcurría con aparente normalidad. Muchos salían rumbo al trabajo; los estudiantes acudían a la universidad o al colegio.
Las madres amas de casa quizá cosían o bordaban, mientras esperaban que la plancha se calentara o quizá preparaban el desayuno y besaban a sus hijos o esposos para despedirse, dándose la bendición y deseándose suerte.
Algunos no volverían a casa y otros, que sí regresaron, fue para encontrarse con que ya no tenían una, pues se había venido abajo; y entre las ruinas tal vez quedó sepultado un padre, un hermano, un amigo, alguien.
La primera oleada de pánico
El noticiero matutino, a las 7:19 horas anunció el peor terremoto en la historia del entonces DF. Todavía no se sabía en ese momento, pero la cifra de víctimas ya se acumulaba sobre las calles y se cree que tras la sacudida habría ascendido a 15 o 20 mil muertos (lo que nunca se sabrá con precisión), de acuerdo con la secretaria de Desarrollo Urbano y Vivienda, Laura Itzel Castillo.
Y tan sólo fueron segundos que duraron minutos que se prolongaron horas y luego días que devastaron una ciudad desde su centro.
“Esto que ve usted aquí -dijo un sobreviviente del primer golpe del 19 de septiembre de 1985- no es más que rastrojo de lo que fue”. Y frente a la vista, edificios caídos o dañados y proezas de sujetos valientes y la ayuda de las multitudes, aunque la tragedia fue grande y el golpe anímico horrendo, pues la brutalidad de las imágenes terribles dejó su huella indeleble en la memoria, pero ante todo se demostró la solidaridad de un pueblo que en más de una ocasión se ha levantado de una desventura y ha reconstruido o construido una ciudad sobre otra.
Antes de ese aciago día, los capitalinos creían que no había cielo más azul que el que se alcanzaba delimitado por los cerros, ni el aire era tan limpio a pesar de los autos, y no había casas más elegantes que las que hasta antes del temblor se desmoronaban de viejas.
Tras la sacudida, la admiración sería por la sociedad unida y su capacidad de generar soluciones al instante, ya con una cadena de manos, trayendo y llevando picos y palas; o brindando palabras de consuelo, donando medicamentos y herramientas, compartiendo la comida o llevándose a alguien de regreso a su casa.
Los sobrevivientes, ensimismados y sin entender por qué había caído una especie de flagelo divino, peregrinaban ansiosos de acá para allá, buscando de qué sostenerse, donde parecía que no quedaba piedra sobre piedra, ni siquiera la vista podía asirse de algo en medio de la destrucción.
Pero si bien es cierto que la ciudad se derrumbó físicamente, también lo hizo en relación con los servicios, pues se suspendió la electricidad debido al daño que sufrieron cinco subestaciones de la CFE; y con el desplome de las centrales telefónicas de Victoria y San Juan, la comunicación telefónica quedó interrumpida dejando al país casi en silencio y aislado del resto del mundo.
Y lo mismo ocurrió con Televisa, al derrumbarse su torre maestra y gran parte de sus instalaciones. Por lo cual las transmisiones quedaron prácticamente abiertas a través de la radio y de las estaciones estatales.
¡Silencio sepulcral en el DF!
Y lo mismo ocurrió con Televisa al derrumbarse su torre maestra y gran parte de sus instalaciones. Por lo cual, las transmisiones quedaron prácticamente abiertas a través de la radio y de las estaciones estatales.
El pánico era palpable en las estaciones del Metro, que también suspendió el servicio; y en las calles la gente desamparada lloraba, rezaba o gritaba. Y sobre las avenidas, largas hileras de autos varados: la urbe paralizada y muchas personas lejos de casa emprendieron el éxodo a pie para volver a adonde alguien tal vez los esperaba.
Las sirenas de las ambulancias rompían la monotonía de la desdicha. Policías y bomberos trabajaban arduamente dirigiéndose de un lado a otro. Y pese a la magnitud del desastre, el Plan DN-III (“de ayuda a la población en caso de desastre”) no se aplicó y nadie se explicó por qué, cuando más fue necesario.
Aquella mañana del 19 de septiembre, apenas después de la primera sacudida de pánico, el presidente de la República afirmó en un mensaje: “La verdad es que frente a un terremoto de esta magnitud, no contamos con los elementos suficientes para afrontar el siniestro con rapidez, con suficiencia”. Y luego se le escuchó decir: “que todos hagan lo que tienen que hacer, que cuiden sus intereses y auxilien a sus semejantes. Que todos vayan a sus casas”.
Rastrojo de lo que fue...
Por la tarde del día 19, el parque del Seguro Social albergaba los féretros que ya para entonces cubrían el campo; y para prevenir epidemias se llevaron los restos a la fosa común del cementerio de San Lorenzo Tezonco.
No sólo creció el número de fallecidos, sino que a la trágica lista de la hecatombe se acumularon los edificios derruidos en las colonias Morelos, Tepito y Guerrero, así como en las fábricas de ropa de San Antonio Abad; y, por otra parte, los hospitales de Oncología, Traumatología, Obstetricia, Ginecología y Pediatría en el Centro Médico.
Entonces se creyó en la posibilidad de una calma frágil, cuando el doctor Ismael Herrera, del Instituto de Geofísica, afirmó que no temblaría de nuevo.
El presidente continuó inspeccionando las zonas de desastre y anunció que los recursos del gobierno de la república eran suficientes para hacer frente a la emergencia.
Ya por la noche, decenas de miles temían volver a sus casas a dormir, de tal modo que se instalaron en parques o camellones y en las banquetas o en donde se sintieran seguros.
Septiembre 20: estela de muerte
A veinte horas de haberse iniciado una de las peores tragedias que estremecieron el país, los grupos de rescate luchaban incansablemente por sacar de entre los escombros a cientos de personas que quedaron atrapadas al derrumbarse edificios, comercios, hoteles y casas habitación.
Para remover toneladas de cemento, varilla, ladrillos, estructuras metálicas y mobiliario, fue necesario recurrir al uso de palas mecánicas, plantas de soldadura, pinzas hidráulicas, picos, palas y cientos de manos voluntarias para llevar a cabo las labores de rescate y recuperación.
También, por otra parte, se improvisaron ambulancias en vehículos particulares para trasladar heridos o ropa y medicamentos recaudados hasta donde se requiriera. Pero, sobre todo, sobresalió la titánica lucha por recuperar a los sobrevivientes que permanecían sepultados en vida a lo largo de toda la ciudad, que esperaban ser auxiliados y atendidos médicamente.
Gritos, voces nerviosas y desesperación entre los voluntarios y socorristas de las diversas unidades de emergencia se esparcían a través del ambiente desolador, pero era la angustia la que los movía a buscar entre los escombros, pues se tenía la certeza de que aún había sobrevivientes por quienes todavía se podía hacer algo.
En las zonas de derrumbes permanecían estoicamente elementos de la policía preventiva, ejército, ambulantes y socorristas, ya que se contaba con la esperanza de que pronto se pudiera despejar todo el escombro de los sitios donde anteriormente había construcciones, y bajo las cuales habían quedado cientos de personas atrapadas.
La información se esparcía despaciosamente y resonaba el nombres de lo que había sido vivienda y ahora era como si se tratara de nuevos cementerios: el Hotel Regis, el edificio Conalep de Balderas, Televisa, el Centro Médico, el Hospital Juárez, el edificio Nuevo León en Tlatelolco, la Secretaría de Trabajo en la calle Río de la Loza, la Secretaría de Comunicaciones, el Multifamiliar Juárez, la Secretaría de Comercio, la Secretaría de Marina...
El encabezado de La Prensa: “DESTRUCCIÓN”, acompañado por la información gráfica y de sus reporteros, daba testimonio de lo ocurrido. Y este rotativo además informaba que se interrumpían las labores y se suspendían las clases en la UNAM y en la Secretaría de Educación Pública.
Por otra parte, también comunicaba sobre otro punto de gran movimiento, el cual lo constituyó la esquina de Eje Central y Victoria, donde el edificio marcado con el número 41 se derrumbó y donde hasta la media noche se había combatido por sacar a medio centenar de víctimas.
Asimismo, en el Hotel Principado, donde se encontraban hospedados los elementos del Resguardo Aduanal que fueron comisionados para limpiar de falluca Tepito, el fuego continuaba a pesar de la labor de los tragahumo por sofocarlo, ya que aún había indicios de sobrevivientes.
En la colonia Valle Gómez se logró rescatar a 35 estudiantes de la secundaria número 89, quienes habían quedado atrapados luego de un derrumbe ocurrido hacia las 18:00 horas del 19 de septiembre.
Para esta tarea fue fundamental la colaboración de los radioaficionados, quienes representaron un puente entre los puestos de socorro y los elementos que trabajaban directamente en los sitios que habían sido dañados.
Hecatombe, la tragedia se recrudecería al doble
La catástrofe que se vivió a las 7:19 horas del 19 de septiembre será imborrable para quienes presenciaron el exterminio de añosos edificios que, en su caída, sepultaron a miles de mujeres, hombres, niños, compatriotas y extranjeros. Lo que parecía que iba a ser un buen día, se convirtió a partir de esa hora en el día más negro que recuerde la zona metropolitana.
A partir de entonces, se desató la visión de que la Ciudad de México se encuentra en una trampa; y las dudas emergieron: ¿en dónde nos hemos instalado, a quiénes le hemos confiado la seguridad de nuestras viviendas, cuáles son las verdaderas condiciones de los sistemas de drenaje, de abastecimiento de agua?
Queda claro, eso sí, la vulnerabilidad de la megalópolis. Cientos, miles de personas se percataron de las fragilidades de la ciudad, del gobierno. Antes del 19 de septiembre, los capitalinos compartían algunas certidumbres sobre la ciudad: estaba sobrepoblada y no garantizaba los servicios elementales (el agua, la luz, la seguridad pública, y los transportes fallaban de continuo).
Y todavía no pasaba lo peor, ya que a pesar de sostenerse entre ruinas, algunos edificios más todavía no colapsaban del todo, pero lo impensable estaría por ocurrir horas más tarde.
Hedor a muerte entre las ruinas
En los momentos en que los habitantes de la Ciudad de México apenas asimilaban la tragedia, decenas buscaban con el llanto en el rostro a sus familiares debajo de los escombros y el pueblo se organizaba para ayudar a los afectados, la fuerza de la naturaleza volvió a sacudirlos. Eran las 19:36 horas del 20 de septiembre, los ciudadanos todavía cargaban el dolor a cuestas, cuando una fuerte réplica de 7.2 grados Richter los tomó de nuevo por sorpresa. Entonces la destrucción volvió a ceñir su estela sobre ellos.
El pánico se apoderó de miles de personas, quienes corrían, gritaban, lloraban, buscaban un refugio donde sentirse a salvo. El caos reinó en las calles, acompañado de las luces y los sonidos de las sirenas rojas y azules de las patrullas y las ambulancias. Si el panorama con el primer temblor ya era trágico, esta nueva percutida trajo desesperanza.
Se derrumbaron 60 edificios más, los cuales despedían espesas capas de polvo, como si fueran grandes bestias moribundas. A esa hora, eran miles los cadáveres sin rescatar y, muchos de los que todavía gritaban y pedían ayuda debajo de los escombros, con la fuerte réplica sus vidas se apagaron por completo; entonces un terrible olor a muerte inundó la ciudad.
Al siguiente día, La Prensa a diez columnas titulaba: “PAVOROSO” e informaba sobre los nuevos cementerios, saldo trágico ocasionado por las dos grandes convulsiones de la tierra: Centro Médico, Hospital Juárez, Televisa Chapultepec, Multifamiliar Juárez, Edificio Nuevo León en Tlatelolco, Hotel Regis, Secretaría de Comercio, Conalep Balderas, Secretaría del Trabajo y el Edificio Leche; en todos ellos, fallecieron decenas de personas.
Las colonias más afectadas fueron principalmente las céntricas: Doctores, Tepito, Merced, Juárez, Tabacalera, Niños Héroes, Roma, Condesa, Santa María la Ribera, Narvarte, Tránsito (entre las avenidas Tlalpan y San Antonio Abad), el Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco, donde se vino abajo el edificio Nuevo León, entre otras.
Por si fuera poco, la tragedia no llegó sola a la gran urbe, pues provocó el corte de energía eléctrica en varias colonias, el servicio de agua potable no existía, tampoco el de telefonía y las fugas de gas causaron decenas de incendios en las zonas ya de por sí, devastadas. Ante tal panorama apocalíptico, muchas familias abandonaron sus casas, algunas con lo poco que pudieron sacar y otras, prácticamente con lo puesto, y acamparon donde pudieron: en las calles, parques, camellones y en improvisados albergues. Otras, caminaron por la ciudad para llegar al domicilio de algún familiar que los pudiera arropar. Su deambular se convirtió en un funesto exilio.
La ciudad quedó en devastación
Pero ante la desolación y el desmoronamiento, no sólo humano sino de los servicios y las seguridades citadinos, ¿dónde quedó la responsabilidad del gobierno? ¿Qué acciones tomó para ayudar a la población vulnerada por completo?
La realidad es que tanto el gobierno local como el federal se vieron rebasados y padecieron de una parálisis contemplativa. Reflejo de ello, fue el mensaje que dio el entonces Presidente de la República Miguel de la Madrid, el día 20 por la mañana, antes de que se presentara la réplica del temblor por la noche, quien en cadena nacional televisiva señaló: “No salgan de sus casas, quédense ahí, ¿a qué van a los sitios del desastre? No contribuyan a la confusión. No se muevan”. El juicio del gobierno fue: si nosotros no podemos hacer nada, por qué ustedes lo hacen. O quizá pensó: ¿Cómo lo hacen?
Sin embargo, en la mente de los ciudadanos, algo quizá más que el raciocinio les dijo que tenían que actuar, y hacerlo de inmediato. Quizá, simplemente fue el instinto de supervivencia el que los impulsó a moverse.
Entonces, nunca fue mejor la desobediencia civil que en esos momentos. Los habitantes no soportaron ver a su ciudad y semejantes lacerados de la manera más inesperada y contundente, así que salieron a las calles a ofrecer su ayuda.
Como si fueran un gran ejército, hombres y mujeres acudieron a las zonas de los derrumbes a organizar brigadas de rescate. Varios sin pensarlo se subieron a aquellas montañas de cascajo y de objetos sin sentido para tratar de moverlos y rescatar a las personas que quedaron atrapadas bajo los escombros. Algunos médicos y enfermeras se ofrecieron para atender a los heridos e instalaron puestos de socorro. Los vecinos aportaron la herramienta que podían: palas, barretas, picos, lámparas, cinceles, zapapicos, lo que contribuyeron se volvió de mucha ayuda.
Mientras las amas de casa preparaban la comida para los voluntarios, otra brigada se encargaba de conseguir víveres, algunos más instalaron albergues y refugios para los damnificados.
Y surgió lo inesperado, se dio una fusión de clases sociales donde se podía ver a jóvenes de barrios populares y de la UNAM o la Ibero trabajando de manera coordinada en la remoción de escombros, o chavos banda junto a abogados, médicos, comerciantes, burócratas y obreros, quienes se organizaron para rescatar cuerpos, apagaron incendios, facilitaron el paso de las ambulancias y vigilaron para evitar los actos de rapiña.
En este encuentro de ciudadanos de toda índole, no se olvidarán jamás las imágenes del tenor Plácido Domingo, quien junto con los vecinos de Tlatelolco, trabajaron durante largas jornadas en el rescate de cadáveres, donde entre los muertos se encontraban unos tíos y primos suyos y pudo recuperar sus restos cuatro días después.
En cada ciudadano imperó un sentimiento ético por ayudar y eso movió a los contingentes con gran vigor, cada minuto que pasaba era valioso para salvar vidas. Miles de ciudadanos con sus aportaciones se convirtieron en héroes anónimos.
Hubo ciudadanos que colaboraron con sus camiones y camionetas para reclutar a voluntarios por toda la ciudad. En uno de esos vehículos se subió Héctor Méndez, quien le dijo a su esposa: “Ya sabes donde tenemos nuestro dinerito ahorrado, donde están los papeles de la casa y las alhajas, si ya no regreso ya sabes qué hacer con ellos. Yo me voy a ayudar a la gente, porque es lo que me dicta mi responsabilidad como ciudadano”, le dio un fuerte abrazo y partió a las zonas del desastre. En los trabajos de rescate en la zona colapsada de Tlatelolco conoció a otros civiles, como a Luis Alva y Juan Calos Soria y así fue como se hicieron topos, buscando vida en medio de la muerte. Desde ese momento, “El Chino” como le apodaron, y sus compañeros han viajado por todo el mundo para salvar vidas y son unos de los rescatistas más reconocidos en todo el planeta.
El día 21 de septiembre por la tarde, el Parque del Seguro Social, por los rumbos de la Colonia Narvarte, se convirtió en una gran morgue. Miles de cuerpos cubrían el campo de beisbol y hasta ahí llegaban también toneladas de bloques de hielo para retardar su descomposición. Hacia ese lugar, acudió gran número de personas con la esperanza de encontrar a sus deudos, algunas lo consiguieron, otras salieron abatidas.
Hasta ese día, las cifras oficiales calculaban más de 2 mil fallecidos, 40 mil personas que habían perdido sus hogares, más de 4 mil desaparecidos, 16 escuelas públicas dañadas, 23 inmuebles de gobierno, 45 cines, 3 deportivos y más de 100 edificios particulares con severas afectaciones en sus estructuras.
El director del Instituto Mexicano del Seguro Social, Ricardo García Sáinz, informó que estaban derruidos los hospitales de Oncología, Traumatología, Obstetricia, Ginecología y Pediatría del Centro Médico Nacional; así como también el Hospital Juárez, donde decenas de recién nacidos habían quedado sepultados por los escombros.
Aunque con el paso de las horas se perdía la esperanza de encontrar con vida a esos bebés, el milagro ocurrió.
Catastrófico
El lunes 23 durante la madrugada, los voluntarios que trabajaban removiendo escombros escucharon los llantos de un infante, entonces el médico Luis Arturo Chávez, quien laboraba en ese hospital y contribuía con las labores de rescate, se asomó por un pequeño hueco y vio a un bebé aprisionado entre los bloques de cemento y los barrotes de su pequeña cuna, a su lado yacía su madre muerta. Se trataba de Jesús Francisco Rodríguez, quien había nacido el 15 de septiembre y se encontraba en el área de cuneros cuando vino la tragedia. Él presentaba múltiples fracturas, grietas en su piel, hipotermia, pero estaba vivo. Horas después lograron sacarlo y también a varios recién nacidos más, entre aplausos y llanto de los presentes fueron trasladados a distintos hospitales. Hoy, Jesús tiene 33 años, es abogado, y conocido como uno de los “bebés milagro”.
Por otra parte, el papel de los medios de comunicación fue definitivo. La radio y la prensa escrita difundieron de manera más fiel y objetiva las repercusiones de la tragedia. Incluso, en las primeras horas varios reporteros se convirtieron en voluntarios. En alguna medida lograron atenuar el dolor, angustia e histeria de los ciudadanos mediante su información, situación que, por ejemplo, la televisión explotó de manera grotesca. Además de que durante las primeras horas, la principal cadena televisiva: Televisa, se quedó sin señal. En los siguientes días retomó el discurso oficialista, minimizó la catástrofe, resaltó que no había pasado nada y se limitó a defender el Mundial de Futbol, que se realizaría al año siguiente. Durante la inauguración de la justa deportiva en el Estadio Azteca, el Presidente Miguel de la Madrid fue abucheado por el pueblo, en protesta por la inepta respuesta del gobierno ante el desastre.
Del jueves 19 al domingo 22 de septiembre, los voluntarios civiles tuvieron el control de las zonas devastadas e incluso, de la ciudad. A pesar del caos y de la desorganización supieron solucionar los problemas sobre la marcha con un alto grado de eficiencia. Y, quizá, cuando la mayoría del trabajo sucio ya estaba hecho por los ciudadanos, intervino el gobierno. Pero lo hizo fiel a su estilo: desvinculado de las clases sociales.
El regente de la ciudad, Ramón Aguirre, por órdenes del Presidente, emitió el día 23 la consigna de “normalización”, y con autoritarismo, ingresó al Ejército a las zonas colapsadas para resguardarlas, a pesar de que en la mayoría de ellas, había aún muchos cuerpos sin rescatar. A la ciudadanía se le trató con indiferencia: “Su misión está cumplida. Pueden irse a sus casas, no se les necesita, ya no se les necesitará”. El gobierno echó mano de la maquinaria para limpiar los escombros, decenas de personas exigieron a las autoridades más tiempo para rescatar a sus familiares. No se los concedieron.
Con el paso de los días el saldo oficial del sismo fue de más de 20 mil muertos, 4 mil desaparecidos, más de 120 edificios colapsados, por lo menos 60 colonias afectadas, decenas de heridos y más de 100 mil personas damnificadas. Cabe mencionar que el sismo también dejó daños considerables en Ciudad Guzmán, Jalisco, Zihuatanejo, Guerrero y varios municipios del Estado de Michoacán.
Durante los siguientes tres meses, el pueblo y las organizaciones civiles manifestaron su descontento con el gobierno, tanto de la Ciudad de México como con el federal.
No hubo semana que no se presentaran manifestaciones en las afueras de la Residencia Oficial de Los Pinos, en el Zócalo capitalino o ante el Antiguo Palacio del Ayuntamiento.
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Costureras, médicos, enfermeras, vecinos de las distintas colonias afectadas, obreros, entre muchas otras organizaciones, exigieron al gobierno justicia y que se comprometiera con dar soluciones ante las terribles secuelas que dejó el sismo del 19 de septiembre. Ante tal presión el gobierno tuvo que ceder y la sociedad consiguió que se cumplieran y respetaran sus derechos más fundamentales.
Por si fuera poco, 32 años después, como si fuera una pesadilla recurrente, el 19 de septiembre de 2017, a las 13: 14 horas, un nuevo sismo sembró el pánico y la tragedia en la Ciudad de México y en los Estados de Oaxaca, Puebla, Guerrero y Michoacán. El saldo fue al menos en la urbe capitalina de más de 500 muertos.
Ante esta triste página en la historia de nuestro país y en particular de nuestra querida Ciudad de México, el sismo del 19 de septiembre de 1985 transformó en todos los sentidos la vida de miles de capitalinos. El gobierno se vio obligado a crear instrumentos institucionales para afrontar una tragedia de tal magnitud. Los ciudadanos, nos dimos cuenta de que organizados y unidos somos capaces de salir adelante, por más fatal que sea el escenario.
El temblor de 1985 fue una de las peores tragedias en la historia de la Ciudad de México y sus habitantes. Nos dejó una herida imborrable en la piel y en la memoria. Fue la prueba de fuego en la que los ciudadanos demostraron su voluntad, solidaridad, unión y capacidad para salir adelante. La sociedad le dejó en claro al Estado que pudo avanzar sin él, y después lo obligó a asumir su responsabilidad. Con sus limitaciones y alcances, la ciudadanía rescató y levantó de las cenizas a una Ciudad de México que estaba diagnosticada como moribunda.
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