En 1958 fue asesinado Antonio Zimbek González, atleta reconocido que triunfó en la carrera de 200 metros, nado de pecho, en los Juegos Centroamericanos de 1950.
Un año después, su progenitora se suicidó, inconforme con el destino de su hijo, debido a lo que ella juzgó como “la injusticia mexicana”, pues suponía que las autoridades habían beneficiado al homicida.
Las tragedias ocurrieron en 1958 (crimen) y 1959 (muerte voluntaria), según nuestros archivos policiacos.
Durante cuatro días fue detenida la información inicial, dado que la agresión se registró el viernes 7 de noviembre de 1958 y no fue sino hasta el hasta el miércoles 10 cuando se dio a conocer lo siguiente:
Cobardemente fue agredido por sus tres cuñados, mientras su mujer los acompañaba a la hora cruel en que se puso fin a la vida de un hombre. En tanto dos de ellos sujetaban a la víctima, el otro balaceó a quemarropa a su cuñado.
Los sangrientos sucesos fueron presenciados a corta distancia por la madre del militar y una amiga de ambos que en ese momento se encontraba de visita en la casa de la familia Zimbek González.
Pese a la agresión directa a balazos, la victima logró sobrevivir, puesto que fue llevado a bordo de un automóvil particular al Hospital Militar, donde dejó de existir unas horas más tarde. Y hasta ese lugar llegó el agente del Ministerio Público para levantar el acta correspondiente y dar fe del cadáver.
El crimen ocurrió entre el 7 y el 8 de noviembre frente al número 19-B de la calle Batalla de Celaya, colonia Militar, Lomas de Sotelo.
Aquel día como a las 21:30 horas, la esposa del capitán, Cristina Peña Reguera, quien se había separado de él desde hacía seis meses, llegó al domicilio de Antonio, acompañada de sus hermanos José, El Güero y El Pirris, quienes tocaron en la puerta del domicilio de su cuñado, en tanto que la mujer gritaba que le abrieran.
Posiblemente, un presentimiento lo obligó a responder que dejaría entrar a Cristina, siempre y cuando lo hiciera sola.
La respuesta indignó a los tres hermanos, quienes respondieron airadamente con insultos y luego uno gritó: “No abres porque eres un cobarde y un…”
Divorcio en trámite
El capitán Antonio Zimbek González, miembro del Estado Mayor Presidencial, se casó con Cristina en 1951, de cuya unión nacieron tres niñas, que a la fecha de los sucesos fatídicos contaban con seis, cuatro y dos años.
Sin embargo, el matrimonio no funcionó, ya que entre los esposos había diferencias irreconciliables, las cuales derivaron en conflictos constantes, hasta la separación.
Aquellas desavenencias conyugales, se dijo en aquel entonces, surgieron por el comportamiento de Cristina, quien unos cinco meses antes promovió un juicio de divorcio, en el mes de junio, aunque lo había perdido, debido a que lo basó en hechos y declaraciones falsas.
Poco antes, la mujer solicitó al titular del juzgado en donde se ventilaba el juicio, que le permitiera irse a vivir con su madre y, al serle resuelta favorablemente su petición, con alevosía saqueó la casa que compartían como familia y, además, se llevó a las tres niñas sin que la autoridad así lo hubiera decidido aún.
Después, envió a las niñas fuera de la ciudad, en tanto que ella se mudó con sus hermanos en la calle Ciencias 98, departamento 26, colonia Escandón. Y cuando Antonio llegó a su casa y vio que Cristina se había llevado todos los muebles, presentó una denuncia en la Novena Delegación.
Pasaron tres días de la denuncia y entonces fue cuando Cristina se presentó en la casa de Batalla de Celaya. Durante la entrevista que sostuvieron, Cristina le pidió una nueva oportunidad a Antonio para reconciliarse y comenzar de nuevo.
Pero Antonio era un sujeto meticuloso y no solía fiarse a la primera, por eso, redactó un escrito en el cual se sentaban las bases sobre las cuales la aceptaría de regreso y después fijaron como plazo el día previo al crimen para que ella resolviera si aceptaba o no las condiciones impuestas por Antonio.
De todo lo anterior, se pudo deducir que la respuesta de Cristina fue totalmente negativa. “Ni muerta regresaría contigo”, pensó acaso, pero el muerto fue el otro.
Forcejeó antes de morir
Un día después -cuando el capitán pensó que Cristina había rechazado las condiciones, pues nunca recibió respuesta- fue asesinado.
En efecto, la mujer llegó al domicilio de Lomas de Sotelo, acompañada de José, El Güero y El Pirris, quienes tocaron a la puerta. José fue quien preguntó por Antonio, en tanto que su hermana pedía que la dejaran entrar.
-¡Cristina, puedes entrar, pero tú sola! -contestó el militar.
-¡No abres porque eres un cobarde y un…! -repuso uno de los cuñados.
Antonio, al escuchar los insultos, abrió la puerta, momento que aprovecharon El Güero y El Pirris para tomarlo de los brazos y sacarlo a la calle, donde lo golpearon sin piedad. No obstante, a pesar de la agresión, intentó defenderse y forcejeó con sus verdugos, pero…
Su cuñado José Peña Reguera sacó la pistola y para evitar que se les escapara, lo acribilló a tiros; fueron cinco las balas disparadas a quemarropa.
El joven Fernando Peña Reguera, “El Pirris”, se entregó a la policía y supuestamente dijo: “soy el único culpable, mis hermanos José y Ricardo ni siquiera estuvieron presentes, no quise matarlo; le asesté un cañonazo y se me fue un tiro. Estaba golpeando a mi hermana y trataba de estrangularla”.
Lo anterior fue reiterado ante el comandante Demóstenes Núñez Olvera y los agentes Moisés Martínez Aldana, Pastor Ordóñez y Juan Manuel Montiel, de la Policía Judicial del Distrito.
-Todo lo demás es mentira y especulación... Fui yo solo y únicamente disparé una bala. Íbamos a ver a mi cuñado, porque horas antes había estado en nuestra casa, llevándose a la hija mayor de mi hermana, Cristina Peña Reguera. Por eso fue todo.
En ese momento, se presentó una disyuntiva para la policía, puesto que había dos versiones irreconciliables de los testigos; por una parte, la madre del occiso y, por otra, la de los hermanos del supuesto asesino.
La señora María Elena González Murúa, madre del occiso, dijo haber sido testigo presencial y su versión era totalmente contraria.
Dijo que José Peña Reguera y sus hermanos El Güero y El Pirris fueron con Cristina hasta la casa.
-Ella quería entrar y tocaron con fuerza para que se le abriera. Mi hijo les gritó que sólo permitiría el paso de ella, sola. Su respuesta indignó a los tres hermanos y le dijeron que era un cobarde… Ante la injuria, Antonio salió y fue atacado por los tres. El Güero y El Pirris lo sujetaron de los brazos, pero él se defendió. Fue cuando José le disparó cinco tiros.
Trascendió en aquel entonces que, extrañamente, algunos diaristas procuraron no dar a conocer los resultados de la autopsia, que habría arrojado clara luz en torno al número de balazos, puesto que la madre de Zimbek afirmó que habían sido cinco tiros, pero el asesino dijo que fue un balazo y, además, accidental.
Relato de Fernando
Fernando no opinó lo mismo. Declaró que tenía 23 años y se desempeñaba como chofer de un camión repartidor de gas. Además, sostenía económicamente a su madre, Cristina Reguera viuda de Peña, con quien vivía en Ciencias 95, interior 26, colonia Escandón.
Tenía seis hermanos: José, Fidel, Cristina, Manuel, Amelia y Ricardo, ninguno de los cuales superaba los 35 años y ninguno era soltero más que él.
Cristina se había casado con el nadador y capitán del Ejército, Antonio Zimbek González, con quien tuvo tres hijas: Patricia, Leticia y Nora. Cristina siempre trabajó, incluso cuando vivió al lado del militar deportista. Era supervisora de mercados y se compró una camioneta para utilizarla como transporte escolar. Su marido no le daba dinero, pues no salía de las carreras de caballos.
Hacía como siete meses y medio que Cristina había promovido el divorcio y aunque estaba en trámite, se mudó a vivir junto con sus tres hijas a la casa materna, en donde también vivían sus hermanos.
Cristina le contó a la familia que Antonio la golpeaba y una vez hasta quiso “meterse” con la sirvienta que tenían. Cuando llegaba tomado era peor, pues solía armar escándalo.
Fernando dijo que, por culpa de un abogado, un tal Fragoso, habían perdido el caso, ya que era un litigante penal que no podía llevar los juicios civiles; pero recomendó a Cristina esconderse y no dar la cara.
Sin embargo, por orden del juez, las niñas habían quedado bajo la custodia de su abuela materna, Cristina Reguera viuda de Peña. No obstante, el militar deportista había dicho que le iba a quitar a las menores, “sólo por hacerle un mal”, sólo por eso.
El viernes 7 de noviembre cumplió su promesa.
-Cuando llegué a la casa -dijo Fernando Peña Reguera-, supe todo. Cristina y mi madre estaban ausentes. Mis sobrinas se quedaron con la empleada particular. Antonio llegó con su madre y aprovechó el momento en que salía un albañil para meterse. Usando la fuerza se llevó a Patricia, la mayor; y Nora, su hermanita menor, hasta se desmayó por la impresión.
En el auto de mi hermano Ricardo llevé a Cristina a la comisaría de Tacuba. Quiso levantar un acta contra su esposo, pero el Ministerio Público no le hizo caso. Entonces le dije que fuéramos a buscar a mi cuñado, para pedirle que devolviera a la niña. Sabía que estaba armado y por ello le pedí una pistola a mi amigo Ricardo Brito, quien tiene un negocio de ropa en Miguel Ángel 25.
Llegamos a la calle Batalla de Celaya sólo mi hermana y yo. Es falso que hubieran ido con nosotros mis hermanos José y Ricardo. Cristina llamó a la puerta y el capitán le dijo desde el interior que sólo la dejaría entrar a ella; yo le dije que también quería hablar con él.
Cuando abrió la puerta, Cristina y Antonio comenzaron a discutir sobre la niña; él le decía algo de un plazo, no sé qué… Allí estaba la madre del militar, Elena González. Apareció Patricia y vino hacia mí, abrazándome de las piernas. Mi hermana me gritó que me la llevara y no esperé más. Corrí con Patricia y la dejé en el auto de Ricardo. Al regresar me di cuenta que Antonio golpeaba a mi hermana y la sujetaba del cuello, quise intervenir en su defensa y ella volvió a gritarme: “¡Déjame, llévate a mi hija, ella es lo único que importa!”
Llevaba la pistola, escuadra calibre .32 en la mano. Quise darle un cañonazo para que soltara a mi hermana. Llevaba cartucho cortado y al dar el golpe se me fue el tiro, así lo maté. No hice más disparos, eso es mentira.
No supe más, en ese instante no podía escuchar y me zumbaba la cabeza. Al verlo caer eché a correr, dejando a mi hermana y a su hija; no sé qué fue de ellas...
Llegué a Mixcoac, hasta la calle de Andrea de Castagne, donde vive mi hermano Ricardo -continuó Fernando su narración-; le entregué las llaves de su coche, que había dejado abandonado y le platiqué todo. Después huí de nuevo, anduve vagando por las minas de Tacubaya. Cuando leí los periódicos, resolví presentarme y vine a la Procuraduría de Justicia del Distrito. Ya había devuelto la pistola a mi amigo Ricardo Brito.
Soy el único culpable, mi hermano José, a quien acusan del crimen, estaba en Puebla cuando sucedió el homicidio.
La señora Elena González de Zimbek insistió en que José Peña Reguera fue el matador de su hijo Antonio Zimbek González, pues ella había estado presente y era difícil creer que mintiera si lo había presenciado todo.
Para el 11 de noviembre de 1958, Fernando Peña se encontraba recluido en la Cárcel Preventiva, en tanto que José estaba prófugo de la Justicia.
El reportero de LA PRENSA postuló lo siguiente, con base en la evidencia expuesta hasta entonces. Primero, no quedaba claro si solamente acudieron al domicilio Fernando y Cristina puesto que, en las versiones expuestas por los testigos, se estableció que éste se lío a golpes con Antonio, pero luego Fernando corrió al auto por una pistola y regresó para abrir fuego contra el militar.
De lo anterior -que parecía tener cierta verosimilitud, pero no coherencia-, el reportero del diario de las mayorías apuntó que quizá Fernando había declarado todo cuanto se había asentado para proteger a José, el verdadero asesino, de acuerdo con la declaración de la madre de Antonio. Y la suposición cobraba un poco de fuerza, debido a que Fernando era el único soltero de su familia, en tanto que José tenía esposa e hijos, y por eso no podía ir a la cárcel y dejar en el abandono a sus hijos y esposa.
Por lo tanto -y esto pareció fundamental-, era imperioso abrir una averiguación sobre la verdadera responsabilidad de cada uno de los actantes para determinar quién fue el verdadero asesino.
Pero como si incidentalmente trataran de apoyar la versión de la señora González, los hermanos Peña no se presentaron en la Procuraduría para aclarar las acusaciones.
El 31 de enero de 1951, todavía continuaba el proceso de Fernando; en tanto que de José no se tenía noticia sobre su paradero.
No obstante, ese mismo día le tocó comparecer a la hija mayor del matrimonio Zimbek González, quien también aportó datos inconciliables de acuerdo con las versiones previas de los testigos presenciales.
Reiteró que solamente su madre y su tío Fernando habían acudido a la casa de su padre, y que él junto con su abuela paterna comenzaron a golpear a su madre, hecho por el cual su tío regresó al coche y sacó de la cajuela una pistola con la cual mató a su padre para defender a su mamá.
Sobre su tío José, dijo que hasta donde sabía, el día de los hechos se encontraba fuera de la ciudad. Pero destacó en la comparecencia que cuando la niña no sabía qué decir o no recordaba lo que tenía que decir, era el abogado quien la instruía sobre su declaración.
Y no fue sino hasta el 29 de diciembre de 1960 cuando se dictó sentencia al asesino del militar y, un año después, la Sexta Sala Penal confirmó una pena de cuatro años de prisión contra Fernando Peña por presuntamente ser responsable de la muerte del capitán Antonio Zimbek.
Por su parte, el agente del Ministerio Público pidió en sus conclusiones de 20 a 40 años de prisión para Fernando Peña, al considerarlo responsable del delito de homicidio con las calificativas de premeditación, alevosía y ventaja.
Sin embargo, para la sentencia dictada no hubo contrarréplica, ya que los deudos del capitán Zimbek, es decir, su madre, también había fallecido en una determinación fatídica de suicidio.
Fue solo un abogado, Alfredo Méndez Barraza, quien formuló un voto particular en contra de la que consideró una benigna sentencia de solamente cuatro años de prisión, aunque nadie lo tomó en cuenta.
Prendió el anafre y esperó su fin
Abrumada por el dolor -se informó el 2 de noviembre de 1959-: “La señora Elena González Murúa, madre del deportista Antonio Zimbek González, asesinado por uno de sus cuñados, se suicidó en su domicilio”.
El estrujante drama “fue causado por la desesperación que se apoderó de la señora González, al saber que el homicida del capitán Zimbek estaba en libertad -merecida porque no era responsable, fue su hermano José el que disparó los proyectiles mortales y tuvo lugar después de una reconstrucción de hechos que hacía unos días llevó a cabo un juez penal”.
La afligida mujer residía por temporadas, desde la muerte de su hijo, en su apartamento de la Avenida Horacio, número 542, en Polanco.
La señora decía que ante sus ojos cayó asesinado su vástago por José Peña Reguera, no Fernando. Pero lamentaba también que Cristina Peña Reguera denunció el intestado y los bienes de Antonio Zimbek estaban pasando a su poder, sin importar que fuese hermana del homicida.
Fuertes emociones habían perturbado a la señora Elena, de hecho, el exesposo de ella, Antonio Zimbek Vázquez, había hecho un trato con ella, para cambiar los muebles de Horacio 542 a otro domicilio, para evitar el embargo precautorio e “injusto” que se temía, para favorecer a la viuda Cristina Peña.
La cita era para las 11:00 de la mañana. Antonio Zimbek padre, llevaba transporte especial y encontró un cuadro terrible, pues su exesposa estaba sin vida, tendida sobre una cama, muerta por las emanaciones de monóxido de carbono, que se desprendían de un anafre que la misma Elena prendió para suicidarse.
El anafre estaba caliente aun cuando Zimbek Vázquez corrió en busca de ayuda. Una ambulancia de la Cruz Roja llegó poco después, pero el médico de a bordo lo único que pudo hacer fue confirmar el deceso de la señora, calculándolo a las 12:00 de la noche del sábado 31 de octubre de 1959.
Al parecer, doña Elena llegó a su departamento alrededor de las 8:00 horas, tomó un baño, se vistió con sus mejores galas: un vestido de noche azul pálido, y se puso sus joyas; después, sin prisa, escribió cuatro cartas póstumas (cuyo contenido completo no fue dado a conocer por la policía), una dirigida a su exesposo, a quien pedía perdón y le suplicaba que hiciera saber a su hija Elena, quien residía en Los Ángeles, California, que había muerto de un síncope cardiaco.
Adjunto a tal carta, había un billete de mil pesos e instrucciones sobre el funeral que quería que se le hiciera.
Las otras tres cartas las dirigió Elena a otras tantas amistades, de las que se despedía tiernamente y les rogaba hicieran todo lo que estuviera a su alcance para que el asesino de su hijo fuera castigado.
-Yo ya he muerto mil veces desde que murió Tony (capitán Antonio Zimbek González), por lo tanto, la vida no tiene para mí ningún atractivo fueron las últimas frases que escribió la señora, según peritajes de criminalística.
Después de firmar los documentos, según la policía, “prendió fuego al carbón del anafre, se recostó en la cama y esperó la muerte, en medio de una recámara elegante y herméticamente cerrada para que no escapase el tóxico fluido”.
El señor Zimbek padre dijo que ninguna duda tenía en cuanto a las firmas y letra manuscrita de doña Elena, a quien había notado totalmente deprimida desde noviembre de 1958, cuando se le ocurrió acompañar al capitán para apoderarse momentáneamente de su hija mayor, cuya custodia legal sería cedida indudablemente a su progenitora, Cristina Peña Reguera.
Además, consideraba lógico el sacrificio de Fernando Peña Reguera, “El Pirris”, quien era el único soltero de la familia y trató de proteger a su hermana y hermanos, puesto que los demás estaban casados y tenían hijos a quienes mantener.