Violenta racha de asaltos sufría el gremio de taxistas en la Ciudad de México hace 64 años, cuando los trabajadores del volante vivían atormentados ante las fatídicas noticias que daban cuenta de la suerte de sus compañeros.
En 1959, los investigadores se encontraban ante una maraña de pistas e hipótesis en torno al crimen del taxista y militar Humberto Tello Brun. Era un caso de tipo pasional, decían...
Se informó que, por la espalda, de un tiro a boca de jarro, el chofer de un taxi “cocodrilo” fue asesinado durante la madrugada del sábado 9 de mayo de 1959, en las orillas de Tlalnepantla.
La víctima se trató de Humberto Tello Brun, que fue teniente del Ejército y dueño y conductor del auto Plymouth 58, placas 1-06-40.
Tello, informó la policía, fue victimado cuando en un desesperado intento por eludir a su adversario hizo un rápido viraje en una calle e incluso se subió a la acera con todo y carro. El automóvil, con las luces encendidas, fue encontrado en medio de un terreno sembrado de alfalfa en la colonia San Nicolás Industrial, de Tlalnepantla, Estado de México.
Allí, recostado sobre el asiento delantero, estaba el cuerpo sin vida del robusto chofer, tal como relataron a las autoridades los trabajadores que lo encontraron a las 3:30 horas.
Aun parecía pronto para aventurarse a establecer un móvil del crimen, no obstante, la policía consideró que no se trataba de un asalto, pues Tello fue contratado para una “dejada” cuando ya había encerrado el carro en una gasolinera.
Por tal circunstancia, según la hipótesis policiaca, el tipo que lo contrató indudablemente se dejó ver por el velador del establecimiento y este único detalle hizo dudar a los sabuesos.
El viernes 8 de mayo, alrededor de la medianoche, Tello fue a encerrar su auto en la esquina que conformaban Constantino y Felipe Villanueva, colonia Peralvillo, donde se guardaban alrededor de 40 autos de alquiler.
Como era costumbre, Tello Brun pidió al velador de la gasolinera, Manuel Bello, que le llenara el tanque de gasolina y le lavara el coche. Después procedió a encerrarlo en el lugar de costumbre y lo cerró perfectamente. Vestido todavía con su traje de chofer, enfiló hacia la salida para dirigirse a descansar a su casa.
Justo cuando se retiraba el teniente, comentó el velador, llegó un individuo desconocido, alto, de chamarra y pantalón de casimir claros, y se dirigió a Tello pidiéndole que lo llevara al Puente de Guadalupe, cerca de Tlalnepantla.
Se enfrascaron un poco en una breve discusión por la tarifa del viaje, pero al parecer llegaron a un acuerdo, porque el taxista regresó por su vehículo, pero como si tuviera un mal presagio, el militar invitó al velador a que los acompañara, prometiéndole que regresarían en breve.
Pero el desconocido se negó y dijo que el velador no podía acompañarlos porque tenía que recoger a otras personas que lo esperaban en las cercanías del Monumento a La Raza y no cabrían en el taxi. De tal suerte que el desconocido y Tello Brun abordaron el auto y se fueron, supuestamente con rumbo hacia la Calzada Vallejo.
Nadie supo más de la suerte del taxista, sino hasta las 3:30, cuando dos trabajadores de la empresa Cameron vieron el coche con las luces encendidas en un predio baldío. Se acercaron para mirar en el interior y notaron que el chofer se encontraba recostado sobre el asiento, aparentemente dormido.
No obstante, cuando se acercaron más, notaron que en el asiento y en las ropas del desafortunado había manchas hemáticas, por lo que de inmediato dieron aviso a la policía.
Según se infirmó en el parte policial, cuando fue localizado muerto el teniente, el taxímetro marcaba 12.30 pesos como importe de la “dejada”. Pero otros choferes opinaron que Tello debió ir a otro sitio antes de llegar a Tlalnepantla, porque el precio hasta allá era menor.
Tello Brun, escribió el reportero de LA PRENSA, debió recibir el balazo disparado a boca de jarro, en la espalda.
A finales de 1959, el cuarteto de terror que asoló la capital
Además, decían los detectives, “los ladrones no contratan los carros en presencia de extraños, para evitar su identificación en un caso de asalto a mano armada, por ejemplo”.
Por otra parte, en 1959 “no se acostumbraba utilizar cartuchos norteamericanos calibre .38”.
Según las deducciones, el asesino viajaba en la parte posterior del Plymouth y no se podía creer que había matado a una persona para quitarle unos cuantos pesos, pues le dejó otra suma.
Jesús Tello Núñez dijo en la Cruz Roja de Tlalnepantla, que Humberto Tello Brun era su hijo, teniente, comisionado en la Sección Quinta de Intendencia de la Secretaría de la Defensa Nacional. Estaba casado con Lourdes Fernández y tenían dos hijos; residían en Cantón 148, Colonia Romero Rubio.
Por la mañana, el taxi era tripulado por el progenitor del militar, por la tarde lo hacía el infortunado Humberto.
Los agentes del Servicio Secreto creían en 1959 que ignorado “rival en amores” podía ser el criminal, ya que la esposa del taxista era muy hermosa y capaz de despertar una pasión, sin mala fe de su parte. Es decir, suponían los agentes, que “un enamorado de la señora bien pudo creer que jamás se fijaría ella en sus pretensiones, mientras existiera el teniente, a quien Lourdes Fernández adoraba”.
Los medios de información señalaron al día siguiente que “los investigadores se encontraban ante una maraña de pistas e hipótesis en torno al crimen del taxista y militar Humberto Tello Brun”.
Sin embargo, según la policía, todo iba por buen camino “y no sería extraño que de un momento a otro se conociera el móvil del asesinato y la identidad del o los autores materiales del homicidio”.
Al respecto, una “nube de sabuesos” trabajaba incansablemente y ataba cabos desde el momento en que Tello Brun fue contratado en la gasolinería de las calles Felipe Villanueva, Colonia Peralvillo.
Al parecer, la policía contaba con una pista que seguía con gran empeño, en relación con pistoleros queretanos que operaban bajo el patrocinio de un ex político de aquella entidad, quien entonces vivía en el Estado de México.
De comprobarse lo que sospechaban las autoridades policiacas, el caso prometía revelar cosas sensacionales y arrojaría a la luz pública nombres de personajes influyentes...
Choferes contra la ola sangrienta
Mientras tanto, un grupo de veinte choferes de ruleteo dijo: “la impunidad de los asaltantes ha llegado al colmo”, estamos en manos del hampa”, nuestras vidas se encuentran en constante amenaza”.
Las declaraciones las hizo un grupo de 20 conductores del servicio de alquiler que visitaron la redacción de LA PRENSA para hacer llegar a las autoridades competentes un proyecto para solucionar la ola de sangre que había cobrado muchas vidas de taxistas.
Y, por otra parte, también se quejaron de la policía, que no había aclarado ni uno solo de los homicidios cometidos contra sus compañeros, y por su falta de capacidad para proteger no a los choferes y mucho menos a la ciudadanía.
También había sido una mentira la promesa que habían hecho las autoridades, respecto a que se haría una depuración de los elementos corrompidos y, simultáneamente, se contrataría a nuevo personal. Pero nada fue así y quedó demostrado con la muerte del taxista Tello Brun.
La solución que proponían los choferes era, según ellos, muy sencilla pero, eso sí, algo costosa. Y fue Adrián Hernández, quien encabezaba al grupo de ruleteros, el que explicó en qué consistía el asunto. Se trataba de implantar un sistema de radioteléfonos en los taxis con la central, para que en cuanto los manejadores tomaran pasaje, de inmediato informaran a la central el lugar donde abordaba el pasaje, la ruta y el destino, así como el tiempo aproximado.
Finalmente, pidieron también los taxistas que en cuanto se pusiera en práctica el servicio de radiotelefonía en los taxis, se ordenara que cuatro patrullas establecieran un servicio coordinado, para que pusieran un cerco en cuanto un taxista pidiera auxilio, con el fin de interceptar al o los delincuentes.
Sin saberlo, los choferes de aquella época se estaban anticipando a lo que en el futuro serían las plataformas de taxi por aplicación, en las que ahora apreciamos esos postulados que ellos proponían.
Pero quizás lo único que necesitaban en aquel entonces, más que los radioteléfonos, era que la policía hiciera su trabajo con prontitud.
Tello Brun, militar no dudó de los crímenes
Precisamente, la ola de crímenes era sabida a la perfección por el militar Humberto Tello Brun y era otro detalle que no pasaba por alto el Servicio Secreto: ¿por qué aceptó dar un último servicio aquel sábado en la madrugada, a sabiendas de que los asaltos sangrientos menudeaban?
Y no sólo cometió el error de dejar al velador Manuel Bello, sino que, a pesar de que el desconocido y principal sospechoso del asesinato dijo que “debían recoger otras personas -desconocidas también- por el Monumento a La Raza”, el manejador no desconfió nunca.
Obviamente Lourdes Fernández, la hermosa viuda, no pudo aportar datos sobre la presunta existencia de un apasionado por ella, pues jamás dio oportunidad a extraños siquiera de entablar conversación alguna.
La carrera criminal de los marachoferes
Pormenorizado relato de sus asaltos y crímenes hicieron a la policía Salvador Iniestra Becerril, Leonardo Vélez Trujillo, Felpe Paniagua Medina y Fernando González, los cuatro jovenzuelos que formaban la pandilla que asesinó a tres ruleteros.
Como lo informó con precisión y en exclusiva LA PRENSA, tras una acuciosa investigación se logró la captura del cuarteto de matachoferes, que desde principios del año 1959 se convirtió en el terror de la sociedad capitalina.
Convictos y confesos de los tres asesinatos que perpetraron, además de tener en su historial tres asaltos a mano armada a choferes, dos más a administradores de hoteles, tres robos de automóviles particulares y varios asaltos y robos a gasolineras de las carreteras del interior de la República.
En una reunión sostenida con el jefe de la policía del entonces Distrito Federal, Luis Cueto Ramírez, se conoció la cadena de delitos que cometieron los asesinos, asaltantes y prófugos de la ley y la justicia.
Indicó Cueto que los criminales reconocieron todas sus fechorías y que la noche del 4 de junio de 1959 dio fin a las preliminares y se dio conocimiento para que fueran reconocidos por testigos o agraviados. Y ninguno negó culpabilidad, sentenció el feje de policía.El último asalto cometido en la ciudad, cuando despojaron de su automóvil al licenciado Saúl Varela, fue la pista que sirvió de guía a los agentes del Servicio Secreto.
Desde ese momento, se siguieron los pasos de los asaltantes, teniendo conocimiento de que en una gasolinería de la carretera México-Querétaro cometieron un asalto y, posteriormente, llevaron a cabo otros en ese mismo rumbo, ya que viajaban hacia Guadalajara.
Los dos primeros en caer fueron Salvador y Felipe, quienes viajaban en el Playmouth del 62 con placas de Tamaulipas. Y, una vez detenidos, según el testimonio de los policías, confesaron sus crímenes y dieron datos suficientes para lograr la captura de los otros dos miembros del grupo criminal.
En el auto había un casquillo calibre .38, manufactura americana. El proyectil -que probablemente atravesó el tórax del manejador Tello Brun-, rebotó en el botón de cambio de luces y llegó hasta el asiento posterior.
De acuerdo con las primeras hipótesis, el caso era por venganza o de tipo pasional, ya que el robo quedó descartado al encontrarse dinero, plumas, mancuernillas, en los bolsillos del ahora occiso.
Viaje al más allá
Durante el desarrollo de los asesinatos a que fueron sometidos, se declararon culpables de las muertes de los ruleteros Raúl Morales González, Adolfo Castro Hernández y Humberto Tello Brun.
En el informe proporcionado por el jefe policiaco, Cueto Ramírez, se explicó que por lo que se refiere a la muerte de Morales González, muerto en Presidente Mazarik a finales de abril de aquel año del 59, los culpables fueron Salvador, Leopoldo y Felipe; en aquella ocasión, el “cocodrilo” placas 11269 fue encontrado con las luces encendidas, el motor en marcha y la víctima presentó una lesión en la espalda causada por una bala.
El crimen contra el otro conductor de taxis, Castro Hernández, fue perpetrado por Leopoldo, Paniagua y González. El automóvil fue encontrado en la carretera México-Querétaro como a 50 metros de la barda de la plaza El Toreo.
El asesinato se consumó en forma cobarde y alevosa, ya que el chofer fue amordazado y echado a la cajuela, donde por falta de oxígeno murió asfixiado.
Unos días después, sobre la Calzada Camarones tres sujetos abordaron el “cocodrilo” placas 10-64-0. Se trató de Vélez, Paniagua y González. Confesaron que después de haberle dado muerte, abandonaron el choche en Tlalnepantla, puesto que su objetivo era pasar por la gasolinera y dar el golpe sin que el taxista se diera cuenta para que después él mismo los llevara lejos de allí a un lugar seguro.
El mismo día en que asesinaron a Raúl Morales, detuvieron el Playmouth modelo 1958 que circulaba por Paseo de la Reforma a la altura de la Glorieta de la Diana, y ahí dos individuos lo abordaron como a la una de la mañana y pidieron que los llevaran a la colonia Anzures.
El plan era asesinar al chofer y llevarse el automóvil, pero por una casualidad fortuita, el chofer logró salvarse. Así llevaban operando ya varios meses, y no sólo atacando a choferes de taxis, sino asaltando gasolineras, tiendas, todo aquello de cuanto pudieran sacar provecho.
Tal como ocurrió el 15 de mayo del 59, cuando llegaron a la armería El Venado alrededor de las 17:00 horas. Actuaron como clientes, pidieron que les mostraran algunas pistolas, las revisaron y, después, con éstas cometieron el asalto, llevándose el dinero y las armas. A días siguiente asaltaron los hoteles El Mirador y Progreso, amenazaron a los administradores y les quitaron sus pertenencias y el dinero que tenían en sus cajas. Según algunos testigos, los criminales iban a bordo de un “cocodrilo” que, al parecer, era robado.
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Maleantes con antecedentes
Los criminales tenían entre 18 y 24 años y todos, salvo uno, contaban con antecedentes penales; unos por asalto a mano armada (en sus intentos previos de asalto a taxistas), otros por asalto a negocio.
Pero debido a que la lista de sus crímenes ya era extensa y se estaban tomando muy en serio la labor de robar y asesinar, la policía no tuvo otra salida más que investigar y dar con los maleantes.
Por ello siguieron las pistas y fueron armando el rompecabezas sobre cada golpe que había dado esta peligrosa banda de facinerosos, hasta que finalmente dieron con los nombres de los posibles sospechosos y se dieron a la tarea de aprehenderlos.
Leopoldo y Fernando fueron detenidos cuando trataban de huir de la policía; Velez Trujillo iba con destino a Ciudad Juárez, donde vivía su padre, y González Valle llegaba a Torreón cuando en la terminal del autobús fue detenido por agentes del Servicio Secreto.
Luego de enfrentar los cargos que pesaban sobre ellos, se retractaron de algunas cosas, sobre todo de los asesinatos, porque las condenas para esos delitos eran de muchos años; no obstante, los robos y las amenazas que habían hecho las ratificaron. También dijeron que habían sufrido golpizas por parte de los agentes y que debido a ello declararon lo que les habían indicado.
Sin embargo, su retractación carecía de fundamento, siempre que para los actos que habían cometido había un testigo o más que declaraba haberlos visto en cierto momento con las víctimas.
Por tal motivo, no les quedó más que mantener la primera versión de su declaración, en la que afirmaban que a Tello Brun sólo querían quitarle el choche para utilizarlo en sus otros golpes, y que al principio parecía que todo fluiría de acuerdo con su plan, pero como Tello amenazó con acudir a la policía, no pudieron dejar cabos sueltos y lo asesinaron.
Todo por querer hacer un servicio más, sólo consiguió un viaje sin retorno del más allá.
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