/ viernes 25 de octubre de 2024

Mientras dormía, Conchita mató a su marido golpeador

Concepción Rosales Durán vivió 20 años de violencia y abusos de Alfredo Castañeda

“Concepción Rosales Durán ya no pudo más... las tremendas golpizas que le daba su esposo llegaron al límite; todo el dolor y resentimiento acumulados por años la llevaron a vaciarle la carga de la pistola”, lo anterior era informado por el reportero, Juan Nieto Martínez, el domingo 23 de febrero de 1969.

Luego, empaquetó el cuerpo y su sobrino lo arrojó a una zanja de la carretera León- Lagos de Moreno. Vestida de negro, muy tranquila -según Nieto Martínez-, Concepción Rosales Durán, de 42 años de edad, dijo que pensaba entregarse a las autoridades una vez que se repusiera de la última golpiza que le dio su esposo, pero los agentes de la Policía Judicial la ubicaron junto con quienes la ayudaron en el crimen.

Salomé Salas Rosales, chofer de autobuses Clasailla, fue quien cargó el cuerpo empaquetado de su tío y a bordo de uno de los automóviles del comerciante, lo llevó a la carretera León-Lagos de Moreno y lo arrojó a una zanja.

Otro de los involucrados en el caso del empaquetado fue Benito Juárez Elizalde, compadre del desavenido matrimonio, en cuya casa se encontraba oculta la autoviuda con sus siete hijos. El comandante Carlos Casamadrid Miranda, del segundo grupo de la Policía Judicial del Distrito, informó que las detenciones se realizaron en la calle Sánchez Colín número 10, colonia Ahuizotla, Estado de México.

Cansada de las humillaciones, mató a su esposo

El matrimonio formado por la señora Concepción Rosales y Alfredo Castañeda era a la vista de todo el mundo, hasta antes de la tragedia, como el de una pareja ejemplar. Habían procreado siete hijos, todos menores de 15 años en 20 largas primaveras de casados.

Era el año de 1969, el último de una década llena de prosperidad y progreso en general para el país. Un decenio con claroscuros, pero con evidentes avances, sobre todo en lo concerniente a la configuración de la Ciudad de México.

El señor Alfredo Castañeda, oriundo de León, Guanajuato, conoció a Conchita, como le decían sus padres y hermanos muy joven. Él atendía una tienda de semillas que su padre tenía en el centro de esa ciudad. Ella, acudía al negocio con frecuencia para hacer los mandados indicados por su madre. Ahí se conocieron, él se esforzaba por despachar a Conchita cada vez que ella iba, hasta que un día se atrevió a invitarla a pasear y le propuso que fueran novios. Después de unos días, Concepción aceptó.

Fue cuestión de meses para que Alfredo y Concepción decidieran casarse, estaban muy enamorados y pensaron que era tiempo de formar un hogar. Pronto vino el primer hijo, y casi sucesivamente el segundo. Con el paso de los años, el padre de Alfredo le heredó la tienda de semillas, un negocio que por aquellos años le redituó buenas ganancias.

Así pues, en el hogar de la familia Castañeda Rosales no padecían carencias económicas, por el contrario, Alfredo logró establecer otros negocios en Jalisco y en el entonces Distrito Federal, donde incluso compró una casa en la calle de Doctor Gálvez, en la Colonia Doctores. Viajaba constantemente para cerrar algún trato, parecía un padre amoroso con su esposa e hijos, pero lo cierto es que la realidad detrás de los muros de su casa era otra.

Alfredo Castañeda vestía con gabardinas, sombrero y solía fumar habano, parecía más un gánster que empresario. Cuando se reunía con otros socios daba rienda suelta a su gusto por la bebida y entonces, una parte oscura de su personalidad afloraba. Llegaba a casa poseído por el alcohol y se ponía violento con su familia. Otras veces invitaba a sus amigos a beber a su domicilio y se amanecían tomando. Pero durante esos convivios, encerraba a su esposa y a sus hijos en sus cuartos. A ella le ordenaba atender a sus amigos y la humillaba frente a ellos. Por cualquier insignificancia arremetía a golpes contra Concepción y sus hijos, los insultaba y denostaba a su antojo.

Después de que se le pasaba la borrachera, venían los remordimientos y la cruda moral. Alfredo les pedía perdón y trataba de reconciliarse con ellos haciéndoles regalos, pero sin darse cuenta, estaba acabando con la armonía de su hogar y el amor de sus seres queridos.

Concepción y sus niños se acostumbraron a esa absurda e hiriente lógica y pasaron los años así, vinieron más hijos y a veces eran felices y muchas otras padecían los maltratos del padre de familia, porque según lo dicho por ella: “Alfredo era buen padre y nos quería mucho, pero cuando tomaba se transformaba y era el demonio”.

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Concepción guardaba odio en el corazón

Los años siguieron su curso, el matrimonio vivió bajó las apariencias de ser una familia feliz, las borracheras de Alfredo también fueron más recurrentes y la mala vida que dio a su familia infectó de odio el corazón de Concepción, quien a pesar de todo, no se atrevió a separarse de su violento esposo.

En 1968, Alfredo vendió su tienda de semillas en León y montó una de abarrotes en su domicilio de la Colonia Doctores, sin embargo, el negocio no prosperó debido a que derrochó el dinero en sus juergas.

A principios de febrero de 1969, Alfredo y Concepción hicieron un viaje al Distrito Federal y regresaron a León el día 13 donde descansaron unas horas, “pues hicieron el viaje a bordo del auto del comerciante”.

Al mediodía llegó a su casa su cuñado, Blas Castañeda de la Vega, para pedirle dinero prestado a su esposo, ya que pensaba cambiar su taller a la ciudad de Guadalajara, Jalisco.

Los dos hermanos comenzaron a beber, lo hicieron durante toda la tarde, festejando el encuentro familiar, pero ya muy entonados, Alfredo propuso a su hermano contratar un mariachi para amenizar más la noche, pero antes de ir por los músicos, encerró a Concepción y a los niños en su recámara.

Después de unos minutos, Alfredo y Blas regresaron con el mariachi y dos vecinas jóvenes: Julia y Claudia, a quienes invitaron al convivio. Al compás de la música, cada quien tomó a su pareja, cantaron, brindaron y eufóricos se entregaron al goce.

Mientras tanto, Concepción le gritaba desesperada a Alfredo que le abriera la puerta del cuarto, éste, enfadado la sacó a jalones y le ordenó que les sirviera algo de tomar a los músicos.

Concepción, fastidiada de los maltratos desobedeció la orden de su esposo y les gritó a las dos mujeres y a los mariachis que se fueran de su casa, entonces Alfredo se cegó de furia y golpeó a su mujer: primero dos bofetadas que hicieron que Concepción cayera al suelo, después arremetió contra ella a patadas. En ese momento los músicos, las dos mujeres y Blas huyeron de la casa, ninguno se atrevió a ayudar a Concepción. Los niños, encerrados en uno de los cuartos, lloraban y suplicaban a su padre que ya no la golpeara.

Cuando Alfredo se cansó de machacar a su esposa, destrozó algunos muebles y finalmente, se recostó en uno de los sillones de la sala, donde se quedó dormido, anestesiado por la bebida.

Tras una brutal golpiza, Conchita se decidió

Molida a golpes, con varios moretones en el rostro y cuerpo y sangrando por la boca y la nariz, Concepción se levantó como pudo y llevó a sus siete hijos a sus respectivas habitaciones, después, aturdida por la golpiza, se quedó dormida.

Conchita despertó de su letargo, le dolía todo. Se levantó, salió de su recámara, observó el reloj en la pared, eran las 2:20 horas. Después, los ronquidos de Alfredo la hicieron voltear a verlo, estaba ahí, dormido en el sillón, los ruidos que salían de su nariz y boca eran grotescos y el olor a alcohol llenaba la sala. No le quitaba la mirada de encima, lo recorrió de pies a cabeza, sintió que sus heridas le dolían aún más, así que de pronto un odio se apoderó de ella.

Con pasos firmes se dirigió a su cuarto, en el clóset de su marido buscó entre las ropas y encontró una pistola que tenía guardada, la tomó y regresó a la sala, su respiración se aceleró, las lágrimas se desbordaron de sus ojos, pero no había vuelta atrás; puso el cañón del arma justo entre la frente y donde comenzaba la nariz de Alfredo y jaló el gatillo. Su cónyuge se estremeció bruscamente, pero Concepción volvió a disparar hasta vaciar toda la carga de la pistola en la cara de Alfredo.

Después puso su oído en el pecho de la víctima para cerciorarse de que ya no latiera su corazón, lloraba desconsolada y pronunció:

¡Ahora sí, maldito, se acabó, ya no volverás a lastimarnos!

Se condujo a las habitaciones de sus hijos, pues pensó que se habrían despertado por el estruendo de las detonaciones, sin embargo, estos seguían dormidos.

Entonces procedió a esconder el cuerpo de su torturador. Así que lo arrastró hasta el baño, ahí lo despojó de las ropas y lo envolvió en una colchoneta, lo aseguró con unos lazos y lo escondió dentro de un mueble donde guardaban toallas y objetos de aseo personal. Acto seguido, se dispuso a limpiar los rastros de sangre que habían quedado esparcidos, y después se fue a recostar al lado de sus hijos, pero no pegó ojo por el resto de la madrugada.

Muy temprano por la mañana, dijo a sus hijos que su padre tuvo que irse a atender unos negocios en Guadalajara y que lo alcanzarían allá, así que les pidió que se prepararan para hacer el viaje. En realidad, Concepción estaba pensando qué hacer con el cadáver de Alfredo.

Con lágrimas en los ojos, la mujer confesó el crimen

Para su fortuna, alrededor de las 10:00 de la mañana, su sobrino Salomé Salas Rosales llegó de improviso a su casa, el motivo fue pedirle 500 pesos prestados para sacar su licencia de manejo. Concepción le dijo que no se preocupara, se los prestaría, pero antes tenía que hacerle un gran favor.

Repentinamente, Concepción comenzó a llorar y confesó todo a su sobrino. Con lágrimas en los ojos le narró la manera en cómo había dado muerte a su marido y dónde tenía escondido su cadáver. Salomé, lejos de sorprenderse se alegró:

-¡Ese hijo de la chingada les daba una vida de infierno! ¡Qué bueno que le diste su merecido! Pero ahora hay que deshacernos del cuerpo. No te apures, yo te voy a ayudar tía -dijo su sobrino

Esa misma noche, mientras su tía y sobrinos estaban en Guadalajara, Salomé sacó el cuerpo empaquetado de su pariente, lo cargó sobre la espalda para colocarlo en el asiento posterior del automóvil Chevrolet y luego enfiló hacia la carretera que va a Guadalajara y tras avanzar a buena velocidad durante una hora, se detuvo al lado del camino y arrojó el cadáver a una zanja. Luego regresó con calma, encerró el auto en el garaje y abordó un autobús hacia la ciudad de México y no volvió a ocuparse más del asunto, hasta que fue detenido por la Policía Judicial de Distrito.

Al día siguiente, 15 de febrero del 69, la Policía Federal rescató el cadáver de la víctima e inició las investigaciones correspondientes.


El sábado 22 de febrero de aquél año, la Policía Judicial dio con el paradero de la señora Concepción Rosales Durán, de 42 años y su sobrino Salomé Salas Rosales, quienes se encontraba en un domicilio ubicado en la calle Sánchez Colín número 10, en la colonia Ahuizotla, en el Estado de México, donde vivía un compadre suyo de nombre Benito Juárez Elizalde.

Los agentes policiacos les mencionaron que deseaban hacerles algunas preguntas, con respecto a la muerte del señor Alfredo Castañeda y los trasladaron a las oficinas de la corporación en el entonces Distrito Federal.

"¡Yo lo maté y lo empaqueté!"

En aquellos tiempos fue secuestrado y muerto el ingeniero petrolero Mario Vadillo Ballares, en Salamanca, Guanajuato. Al descubrirse el cuerpo del comerciante empaquetado, a un lado de la carretera León-Lagos de Moreno, la policía leonesa llevó ante el cadáver a la viuda del profesionista victimado y ella “lo reconoció” como uno de los sujetos que a punta de pis- tola sacaron de su casa a su esposo.

Pero era difícil creer tal versión, porque la señora Rosales dejó casi irreconocible, a balazos, al comerciante en semillas, quien, además, llevaba varios días a la interperie cuando fue descubierto su cadáver. Concepción Rosales Durán negó que su esposo tuviera que ver con el asesinato del ingeniero Vadillo.

Ante los agentes judiciales, Concepción no pudo negar más su crimen:

-¡Yo lo maté y lo empaqueté! -dijo consternada-. Mi esposo me daba una vida de infierno. Se emborrachaba seguido, me golpeaba, humillaba delante de sus amigos y a mis hijos también los maltrataba. Varias veces tuve que ir al médico a causa de las heridas que me provocaba con sus golpizas y en varias ocasiones, me amenazó con la pistola con la intención de matarme.

Después narró con voz entrecortada cómo ocurrieron los hechos; la forma en cómo su cónyuge la había golpeado aquella noche, y después de que se fueron sus invitados y el mariachi, tomó la pistola y se la vació en la cara a Alfredo, cuando éste dormía profundamente, a causa de la borrachera.

Luego señaló cómo empaquetó el cuerpo de su pareja en una colchoneta y al siguiente día, le confesó todo a su sobrino, quien accedió a ayudarla deshaciéndose del cadáver.

Mencionó que a su compadre Benito Juárez Elizalde no le había contado nada, sino que él, viajó hasta la ciudad de León para invitarlos a los 15 años de su hija, pero ella le dijo que su esposo se encontraba de viaje en Guadalajara, arreglando algunos negocios y que lo verían en su casa de la Ciudad de México, por lo que le pidió que los trajera en su auto, pero que él ignoraba que había matado a su esposo.

Por otra parte, Salomé Salas Rosales, sobrino de Concepción y Alfredo, contó a los investigadores judiciales cómo se deshizo del cadáver de la víctima:

-Aquel día mi tía me confesó que había matado a su esposo, la verdad me alegré. Él era muy violento y daba mala vida a mi tía y primos. En alguna ocasión que mi tío se encontraba borracho, me golpeó e insultó. No sé cómo mi tía aguantó vivir tantos años a su lado.

Un policía lo cuestionó:

-¿Qué hizo con el cadáver?

-Aquel día esperé a que anocheciera, después cargué sobre mis espaldas el cuerpo envuelto de mi tío y lo metí al auto. Arranqué el coche y tomé la carretera León-Lagos de Moreno, Jalisco, después de una hora más o menos de conducir, me detuve en un paraje donde había una zanja, se me hizo un buen lugar para tirar el cuerpo y así lo hice. Me cercioré de que nadie me viera, lo saqué del auto y lo aventé a la zanja. Muy nervioso regresé a casa de mi tía, encerré el auto y me fui para Guadalajara. Días después, mi tía se comunicó conmigo y me dijo que estaba en el Estado de México, en la casa de su compadre, me pidió que me fuera con ella para que no me encontrara la policía.

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"Le di el tiro de gracia"

Antes de que fueran trasladados a la ciudad de León para rendir cuentas ante la justicia, el reportero de LA PRENSA, Juan Nieto

Martínez, entrevistó a la homicida:

-Concepción, ¿por qué mató a su esposo?

Porque Alfredo se lo merecía, nos daba una vida de infierno.

Él acabó con mi vida y la de mis hijos, a quienes pido perdón por quitarles a su padre. Sin embargo, no estoy arrepentida y Dios sabe por qué lo hice.

-¿Por qué nunca se separó de su esposo?

–Lo pensé en muchas ocasiones, pero nunca me dejó. Era un sujeto sumamente celoso, me llevaba con él a casi todos sus viajes de negocios y cuando se emborrachaba me decía que lo engañaba con otros, cosa que no era cierta y me golpeaba. Cuando bebía en casa, me humillaba delante de sus amigos y nos encerraba.

-¿Le tenía miedo a su cónyuge?

–Sí, era una persona muy violenta, estaba harta de sus golpizas, además, lo odiaba terriblemente, ya que se había convertido en mi verdugo.

-¿Había pensado matarlo?

–En realidad no se me había ocurrido, pero esa noche, después de que me propinó la golpiza, sentí un deseo incontenible de odio y venganza.

-¿Cuántos balazos le dio?

–No sé en realidad, primero disparé en dos ocasiones y al ver que mi marido trató de pararse, me dio mucho miedo y disparé nuevamente hasta agotar los proyectiles.

Concepción señaló que su sobrino Salomé Salas fue el único que la ayudó a deshacerse del cuerpo de su marido y exculpó a su compadre Benito Juárez Elizalde, quien por cierto, era agente de tránsito de la Policía del Estado de México, pues él no sabía nada del homicidio, sino solamente los había traído a esa entidad y les dio alojamiento en su casa.

El día 24 de febrero del 69, por la tarde, Concepción Rosales, su sobrino Salomé Salas y Benito Juárez Elizalde fueron trasladados a la ciudad de León, Guanajuato, para rendir sus declaraciones ante el Ministerio Público.

A la homicida le esperaba la pena máxima, debido a que cometió el crimen con todas las agravantes. Algunos abogados enterados del caso, declararon a LA PRENSA que la sola confesión de la asesina la hundiría y le darían muchos años de cárcel.

Así fue, como este caso provocó opiniones divididas de la sociedad; algunos justificaron el acto de Concepción, debido a que estaba harta de los maltratos de su esposo, pero otros opinaron que no tenía perdón y lo justo era que recibiera una condena ejemplar.

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“Concepción Rosales Durán ya no pudo más... las tremendas golpizas que le daba su esposo llegaron al límite; todo el dolor y resentimiento acumulados por años la llevaron a vaciarle la carga de la pistola”, lo anterior era informado por el reportero, Juan Nieto Martínez, el domingo 23 de febrero de 1969.

Luego, empaquetó el cuerpo y su sobrino lo arrojó a una zanja de la carretera León- Lagos de Moreno. Vestida de negro, muy tranquila -según Nieto Martínez-, Concepción Rosales Durán, de 42 años de edad, dijo que pensaba entregarse a las autoridades una vez que se repusiera de la última golpiza que le dio su esposo, pero los agentes de la Policía Judicial la ubicaron junto con quienes la ayudaron en el crimen.

Salomé Salas Rosales, chofer de autobuses Clasailla, fue quien cargó el cuerpo empaquetado de su tío y a bordo de uno de los automóviles del comerciante, lo llevó a la carretera León-Lagos de Moreno y lo arrojó a una zanja.

Otro de los involucrados en el caso del empaquetado fue Benito Juárez Elizalde, compadre del desavenido matrimonio, en cuya casa se encontraba oculta la autoviuda con sus siete hijos. El comandante Carlos Casamadrid Miranda, del segundo grupo de la Policía Judicial del Distrito, informó que las detenciones se realizaron en la calle Sánchez Colín número 10, colonia Ahuizotla, Estado de México.

Cansada de las humillaciones, mató a su esposo

El matrimonio formado por la señora Concepción Rosales y Alfredo Castañeda era a la vista de todo el mundo, hasta antes de la tragedia, como el de una pareja ejemplar. Habían procreado siete hijos, todos menores de 15 años en 20 largas primaveras de casados.

Era el año de 1969, el último de una década llena de prosperidad y progreso en general para el país. Un decenio con claroscuros, pero con evidentes avances, sobre todo en lo concerniente a la configuración de la Ciudad de México.

El señor Alfredo Castañeda, oriundo de León, Guanajuato, conoció a Conchita, como le decían sus padres y hermanos muy joven. Él atendía una tienda de semillas que su padre tenía en el centro de esa ciudad. Ella, acudía al negocio con frecuencia para hacer los mandados indicados por su madre. Ahí se conocieron, él se esforzaba por despachar a Conchita cada vez que ella iba, hasta que un día se atrevió a invitarla a pasear y le propuso que fueran novios. Después de unos días, Concepción aceptó.

Fue cuestión de meses para que Alfredo y Concepción decidieran casarse, estaban muy enamorados y pensaron que era tiempo de formar un hogar. Pronto vino el primer hijo, y casi sucesivamente el segundo. Con el paso de los años, el padre de Alfredo le heredó la tienda de semillas, un negocio que por aquellos años le redituó buenas ganancias.

Así pues, en el hogar de la familia Castañeda Rosales no padecían carencias económicas, por el contrario, Alfredo logró establecer otros negocios en Jalisco y en el entonces Distrito Federal, donde incluso compró una casa en la calle de Doctor Gálvez, en la Colonia Doctores. Viajaba constantemente para cerrar algún trato, parecía un padre amoroso con su esposa e hijos, pero lo cierto es que la realidad detrás de los muros de su casa era otra.

Alfredo Castañeda vestía con gabardinas, sombrero y solía fumar habano, parecía más un gánster que empresario. Cuando se reunía con otros socios daba rienda suelta a su gusto por la bebida y entonces, una parte oscura de su personalidad afloraba. Llegaba a casa poseído por el alcohol y se ponía violento con su familia. Otras veces invitaba a sus amigos a beber a su domicilio y se amanecían tomando. Pero durante esos convivios, encerraba a su esposa y a sus hijos en sus cuartos. A ella le ordenaba atender a sus amigos y la humillaba frente a ellos. Por cualquier insignificancia arremetía a golpes contra Concepción y sus hijos, los insultaba y denostaba a su antojo.

Después de que se le pasaba la borrachera, venían los remordimientos y la cruda moral. Alfredo les pedía perdón y trataba de reconciliarse con ellos haciéndoles regalos, pero sin darse cuenta, estaba acabando con la armonía de su hogar y el amor de sus seres queridos.

Concepción y sus niños se acostumbraron a esa absurda e hiriente lógica y pasaron los años así, vinieron más hijos y a veces eran felices y muchas otras padecían los maltratos del padre de familia, porque según lo dicho por ella: “Alfredo era buen padre y nos quería mucho, pero cuando tomaba se transformaba y era el demonio”.

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Concepción guardaba odio en el corazón

Los años siguieron su curso, el matrimonio vivió bajó las apariencias de ser una familia feliz, las borracheras de Alfredo también fueron más recurrentes y la mala vida que dio a su familia infectó de odio el corazón de Concepción, quien a pesar de todo, no se atrevió a separarse de su violento esposo.

En 1968, Alfredo vendió su tienda de semillas en León y montó una de abarrotes en su domicilio de la Colonia Doctores, sin embargo, el negocio no prosperó debido a que derrochó el dinero en sus juergas.

A principios de febrero de 1969, Alfredo y Concepción hicieron un viaje al Distrito Federal y regresaron a León el día 13 donde descansaron unas horas, “pues hicieron el viaje a bordo del auto del comerciante”.

Al mediodía llegó a su casa su cuñado, Blas Castañeda de la Vega, para pedirle dinero prestado a su esposo, ya que pensaba cambiar su taller a la ciudad de Guadalajara, Jalisco.

Los dos hermanos comenzaron a beber, lo hicieron durante toda la tarde, festejando el encuentro familiar, pero ya muy entonados, Alfredo propuso a su hermano contratar un mariachi para amenizar más la noche, pero antes de ir por los músicos, encerró a Concepción y a los niños en su recámara.

Después de unos minutos, Alfredo y Blas regresaron con el mariachi y dos vecinas jóvenes: Julia y Claudia, a quienes invitaron al convivio. Al compás de la música, cada quien tomó a su pareja, cantaron, brindaron y eufóricos se entregaron al goce.

Mientras tanto, Concepción le gritaba desesperada a Alfredo que le abriera la puerta del cuarto, éste, enfadado la sacó a jalones y le ordenó que les sirviera algo de tomar a los músicos.

Concepción, fastidiada de los maltratos desobedeció la orden de su esposo y les gritó a las dos mujeres y a los mariachis que se fueran de su casa, entonces Alfredo se cegó de furia y golpeó a su mujer: primero dos bofetadas que hicieron que Concepción cayera al suelo, después arremetió contra ella a patadas. En ese momento los músicos, las dos mujeres y Blas huyeron de la casa, ninguno se atrevió a ayudar a Concepción. Los niños, encerrados en uno de los cuartos, lloraban y suplicaban a su padre que ya no la golpeara.

Cuando Alfredo se cansó de machacar a su esposa, destrozó algunos muebles y finalmente, se recostó en uno de los sillones de la sala, donde se quedó dormido, anestesiado por la bebida.

Tras una brutal golpiza, Conchita se decidió

Molida a golpes, con varios moretones en el rostro y cuerpo y sangrando por la boca y la nariz, Concepción se levantó como pudo y llevó a sus siete hijos a sus respectivas habitaciones, después, aturdida por la golpiza, se quedó dormida.

Conchita despertó de su letargo, le dolía todo. Se levantó, salió de su recámara, observó el reloj en la pared, eran las 2:20 horas. Después, los ronquidos de Alfredo la hicieron voltear a verlo, estaba ahí, dormido en el sillón, los ruidos que salían de su nariz y boca eran grotescos y el olor a alcohol llenaba la sala. No le quitaba la mirada de encima, lo recorrió de pies a cabeza, sintió que sus heridas le dolían aún más, así que de pronto un odio se apoderó de ella.

Con pasos firmes se dirigió a su cuarto, en el clóset de su marido buscó entre las ropas y encontró una pistola que tenía guardada, la tomó y regresó a la sala, su respiración se aceleró, las lágrimas se desbordaron de sus ojos, pero no había vuelta atrás; puso el cañón del arma justo entre la frente y donde comenzaba la nariz de Alfredo y jaló el gatillo. Su cónyuge se estremeció bruscamente, pero Concepción volvió a disparar hasta vaciar toda la carga de la pistola en la cara de Alfredo.

Después puso su oído en el pecho de la víctima para cerciorarse de que ya no latiera su corazón, lloraba desconsolada y pronunció:

¡Ahora sí, maldito, se acabó, ya no volverás a lastimarnos!

Se condujo a las habitaciones de sus hijos, pues pensó que se habrían despertado por el estruendo de las detonaciones, sin embargo, estos seguían dormidos.

Entonces procedió a esconder el cuerpo de su torturador. Así que lo arrastró hasta el baño, ahí lo despojó de las ropas y lo envolvió en una colchoneta, lo aseguró con unos lazos y lo escondió dentro de un mueble donde guardaban toallas y objetos de aseo personal. Acto seguido, se dispuso a limpiar los rastros de sangre que habían quedado esparcidos, y después se fue a recostar al lado de sus hijos, pero no pegó ojo por el resto de la madrugada.

Muy temprano por la mañana, dijo a sus hijos que su padre tuvo que irse a atender unos negocios en Guadalajara y que lo alcanzarían allá, así que les pidió que se prepararan para hacer el viaje. En realidad, Concepción estaba pensando qué hacer con el cadáver de Alfredo.

Con lágrimas en los ojos, la mujer confesó el crimen

Para su fortuna, alrededor de las 10:00 de la mañana, su sobrino Salomé Salas Rosales llegó de improviso a su casa, el motivo fue pedirle 500 pesos prestados para sacar su licencia de manejo. Concepción le dijo que no se preocupara, se los prestaría, pero antes tenía que hacerle un gran favor.

Repentinamente, Concepción comenzó a llorar y confesó todo a su sobrino. Con lágrimas en los ojos le narró la manera en cómo había dado muerte a su marido y dónde tenía escondido su cadáver. Salomé, lejos de sorprenderse se alegró:

-¡Ese hijo de la chingada les daba una vida de infierno! ¡Qué bueno que le diste su merecido! Pero ahora hay que deshacernos del cuerpo. No te apures, yo te voy a ayudar tía -dijo su sobrino

Esa misma noche, mientras su tía y sobrinos estaban en Guadalajara, Salomé sacó el cuerpo empaquetado de su pariente, lo cargó sobre la espalda para colocarlo en el asiento posterior del automóvil Chevrolet y luego enfiló hacia la carretera que va a Guadalajara y tras avanzar a buena velocidad durante una hora, se detuvo al lado del camino y arrojó el cadáver a una zanja. Luego regresó con calma, encerró el auto en el garaje y abordó un autobús hacia la ciudad de México y no volvió a ocuparse más del asunto, hasta que fue detenido por la Policía Judicial de Distrito.

Al día siguiente, 15 de febrero del 69, la Policía Federal rescató el cadáver de la víctima e inició las investigaciones correspondientes.


El sábado 22 de febrero de aquél año, la Policía Judicial dio con el paradero de la señora Concepción Rosales Durán, de 42 años y su sobrino Salomé Salas Rosales, quienes se encontraba en un domicilio ubicado en la calle Sánchez Colín número 10, en la colonia Ahuizotla, en el Estado de México, donde vivía un compadre suyo de nombre Benito Juárez Elizalde.

Los agentes policiacos les mencionaron que deseaban hacerles algunas preguntas, con respecto a la muerte del señor Alfredo Castañeda y los trasladaron a las oficinas de la corporación en el entonces Distrito Federal.

"¡Yo lo maté y lo empaqueté!"

En aquellos tiempos fue secuestrado y muerto el ingeniero petrolero Mario Vadillo Ballares, en Salamanca, Guanajuato. Al descubrirse el cuerpo del comerciante empaquetado, a un lado de la carretera León-Lagos de Moreno, la policía leonesa llevó ante el cadáver a la viuda del profesionista victimado y ella “lo reconoció” como uno de los sujetos que a punta de pis- tola sacaron de su casa a su esposo.

Pero era difícil creer tal versión, porque la señora Rosales dejó casi irreconocible, a balazos, al comerciante en semillas, quien, además, llevaba varios días a la interperie cuando fue descubierto su cadáver. Concepción Rosales Durán negó que su esposo tuviera que ver con el asesinato del ingeniero Vadillo.

Ante los agentes judiciales, Concepción no pudo negar más su crimen:

-¡Yo lo maté y lo empaqueté! -dijo consternada-. Mi esposo me daba una vida de infierno. Se emborrachaba seguido, me golpeaba, humillaba delante de sus amigos y a mis hijos también los maltrataba. Varias veces tuve que ir al médico a causa de las heridas que me provocaba con sus golpizas y en varias ocasiones, me amenazó con la pistola con la intención de matarme.

Después narró con voz entrecortada cómo ocurrieron los hechos; la forma en cómo su cónyuge la había golpeado aquella noche, y después de que se fueron sus invitados y el mariachi, tomó la pistola y se la vació en la cara a Alfredo, cuando éste dormía profundamente, a causa de la borrachera.

Luego señaló cómo empaquetó el cuerpo de su pareja en una colchoneta y al siguiente día, le confesó todo a su sobrino, quien accedió a ayudarla deshaciéndose del cadáver.

Mencionó que a su compadre Benito Juárez Elizalde no le había contado nada, sino que él, viajó hasta la ciudad de León para invitarlos a los 15 años de su hija, pero ella le dijo que su esposo se encontraba de viaje en Guadalajara, arreglando algunos negocios y que lo verían en su casa de la Ciudad de México, por lo que le pidió que los trajera en su auto, pero que él ignoraba que había matado a su esposo.

Por otra parte, Salomé Salas Rosales, sobrino de Concepción y Alfredo, contó a los investigadores judiciales cómo se deshizo del cadáver de la víctima:

-Aquel día mi tía me confesó que había matado a su esposo, la verdad me alegré. Él era muy violento y daba mala vida a mi tía y primos. En alguna ocasión que mi tío se encontraba borracho, me golpeó e insultó. No sé cómo mi tía aguantó vivir tantos años a su lado.

Un policía lo cuestionó:

-¿Qué hizo con el cadáver?

-Aquel día esperé a que anocheciera, después cargué sobre mis espaldas el cuerpo envuelto de mi tío y lo metí al auto. Arranqué el coche y tomé la carretera León-Lagos de Moreno, Jalisco, después de una hora más o menos de conducir, me detuve en un paraje donde había una zanja, se me hizo un buen lugar para tirar el cuerpo y así lo hice. Me cercioré de que nadie me viera, lo saqué del auto y lo aventé a la zanja. Muy nervioso regresé a casa de mi tía, encerré el auto y me fui para Guadalajara. Días después, mi tía se comunicó conmigo y me dijo que estaba en el Estado de México, en la casa de su compadre, me pidió que me fuera con ella para que no me encontrara la policía.

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"Le di el tiro de gracia"

Antes de que fueran trasladados a la ciudad de León para rendir cuentas ante la justicia, el reportero de LA PRENSA, Juan Nieto

Martínez, entrevistó a la homicida:

-Concepción, ¿por qué mató a su esposo?

Porque Alfredo se lo merecía, nos daba una vida de infierno.

Él acabó con mi vida y la de mis hijos, a quienes pido perdón por quitarles a su padre. Sin embargo, no estoy arrepentida y Dios sabe por qué lo hice.

-¿Por qué nunca se separó de su esposo?

–Lo pensé en muchas ocasiones, pero nunca me dejó. Era un sujeto sumamente celoso, me llevaba con él a casi todos sus viajes de negocios y cuando se emborrachaba me decía que lo engañaba con otros, cosa que no era cierta y me golpeaba. Cuando bebía en casa, me humillaba delante de sus amigos y nos encerraba.

-¿Le tenía miedo a su cónyuge?

–Sí, era una persona muy violenta, estaba harta de sus golpizas, además, lo odiaba terriblemente, ya que se había convertido en mi verdugo.

-¿Había pensado matarlo?

–En realidad no se me había ocurrido, pero esa noche, después de que me propinó la golpiza, sentí un deseo incontenible de odio y venganza.

-¿Cuántos balazos le dio?

–No sé en realidad, primero disparé en dos ocasiones y al ver que mi marido trató de pararse, me dio mucho miedo y disparé nuevamente hasta agotar los proyectiles.

Concepción señaló que su sobrino Salomé Salas fue el único que la ayudó a deshacerse del cuerpo de su marido y exculpó a su compadre Benito Juárez Elizalde, quien por cierto, era agente de tránsito de la Policía del Estado de México, pues él no sabía nada del homicidio, sino solamente los había traído a esa entidad y les dio alojamiento en su casa.

El día 24 de febrero del 69, por la tarde, Concepción Rosales, su sobrino Salomé Salas y Benito Juárez Elizalde fueron trasladados a la ciudad de León, Guanajuato, para rendir sus declaraciones ante el Ministerio Público.

A la homicida le esperaba la pena máxima, debido a que cometió el crimen con todas las agravantes. Algunos abogados enterados del caso, declararon a LA PRENSA que la sola confesión de la asesina la hundiría y le darían muchos años de cárcel.

Así fue, como este caso provocó opiniones divididas de la sociedad; algunos justificaron el acto de Concepción, debido a que estaba harta de los maltratos de su esposo, pero otros opinaron que no tenía perdón y lo justo era que recibiera una condena ejemplar.

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