La vida es una ruleta en la que todos los personajes a veces están arriba, luego abajo y, en un momento dado, se precipitan hacia el infinito de la espiral vertiginosa del destino. A María Concepción Corral le pasó algo insólito, desde el punto de vista de la causalidad.
Se sabe que vivía cómodamente en su lujoso departamento de la Avenida Juárez número 83, a unos cuantos metros de la Alameda Central. Su vida, aparentemente, era cómoda y desahogada; sin embargo, estaba llena de amargura por las constantes infidelidades de su esposo, un acaudalado polaco llamado Leonel K. Dalkowitz, que se había instalado en nuestro país hacía largo tiempo.
El extranjero llegó a México a finales de los años veinte, cuando Emilio Portes Gil fue presidente interino de la república. Con el paso de los años, se nacionalizó, pero quizá no por sentirse parte de la idiosincrasia del mexicano, sino que su fin consistía en enriquecerse, ya que había visto una gran oportunidad para hacer dinero sin preocuparse demasiado por el después.
Como hombre de negocios, siempre impuso una imagen pulcra e incólume, dedicado pero decidido. Por otra parte, en cuanto a su vida personal, pasaba más bien como subrepticiamente y poco o nada se sabía de él , salvo que a su esposa la trataba con demasiada tiranía.
Le mete cinco balazos por infiel
De acuerdo con las versiones de los reporteros de aquella época, “la pisoteaba moralmente”. Pero su mansedumbre tuvo un límite y ese llegó el miércoles 9 de diciembre de 1942, cuando, cansada de tanta humillación, le reclamó por haberla abandonado precisamente en su cumpleaños, pues aquel día ella había planeado una magnífica celebración, pero como suele decirse, la dejó vestida y alborotada.
Previo al abandono o huida del marido, el matrimonio sostuvo una acalorada discusión en la que Dalkowitz “intentó golpearla con una horma zapatera” para callarla; no obstante, no contaba con que su esposa respondería en defensa a su agresión, la cual consistió en asestarle cinco balazos que lo privaron de la vida en forma instantánea.
Lo del ataque con la horma de madera se tomó como declaración desesperada de la autoviuda, quien posiblemente se dejó llevar por la angustia y los celos, pues su esposo tenía una “amiga íntima”, joven y hermosa.
Como recuerdo de su aventura -como se verá más adelante, era “algo más que sólo pasajero”-, el magnate llevaba siempre en su cartera un mechón rubio de su hijito con la segunda mujer (a la que supuestamente no conocía la agresora) y ese “personal recuerdo”, fue el detalle ínfimo que finalmente la hizo enfurecer.
Todos creerían que a su funeral asistirían las más variadas personalidades, ya que en vida mantenía tratos con éstas; no obstante, en la capilla ardiente hubo un cuerpo, tres coronas y unos cirios. Sala desierta. Sin amigos, sin afectos que rindieran el homenaje postrero.
En el pasado, cuando Dalkowitz vivía, todos lo buscaban obsequiosos, era él el millonario dadivoso; empero cuando dejó de existir, se alejaron huyendo de la posibilidad de que los fotógrafos fijaran en sus placas una amistad que pudiese levantar suposiciones. Su fama no era la más respetable.
En otro lugar, la autoviuda empezaba a recorrer el purgatorio al que la condenaba el homicidio. Pronto iría a prisión, lejos de su vida opulenta y desdichada.
Por su parte, Carmen Mathey Davis, la otra mujer con quien Dalkowitz había mantenido una doble vida, dijo que María Concepción Corral mentía al decir que no la conocía, ya que constantemente era víctima de las agresiones de ésta, quien sabía que, antes de morir, su marido ya tramitaba el divorcio para vivir definitivamente con la atractiva amante.
María Concepción era originaria de El Rosario, Sinaloa, sencilla y alegre, e hija de acaudalada familia. En 1922 se casó con el polaco llegado a nuestra patria con el nombre de Leonel K. Dalkowitz. Y la señora Concepción Corral entregó dinero suficiente a Leonel como para que hiciera grandes y jugosos negocios con altos personajes de México y Estados Unidos.
¿Quién era Leonel K. Dalkowitz?
El drama fue el epílogo de una vida de sufrimientos. El extranjero fue uno de esos hombres cuya nacionalidad se establece con aquel lugar que pueda proporcionarles oro o, más precisamente, su nacionalidad es el oro.
Por tal motivo, vio nuestro país propicio para sus ambiciones y se hizo mexicano, de conveniencia, naturalmente. De tal suerte comenzó su carrera bajo la sombra, quizás al margen de la ley. Era un hombre audaz y sin escrúpulos; elegante y, tal como se decía en aquel entonces, un verdadero “hombre moderno de presa”.
Por donde pasaba, tiraba el dinero, por decirlo de algún modo, y todos parecían hacerle reverencia y abrirle el camino. Poderoso caballero es don dinero, según se dice en esos casos.
Ya bien afianzado en México y con negocios en distintas partes, parecía haber fincado relaciones con personajes de la administración pública, con quienes llevaba a cabo negocios o quizás sería más preciso decir “negocitos”.
Si bien la suerte le había sonreído por mucho tiempo, también era cierto que en cualquier momento esa misma suerte sería su lápida. Se lo relacionó o equiparó con un aventurero famoso, oriundo, como él, del Este europeo. Se trataba de un sujeto famoso a quien conocían como Stavinsky, “el hombre que devoró en diez años la mitad de todo el ahorro francés”.
Como aquel personaje, nuestro Dalkowitz trabó amistad con altos personajes y, al igual que aquel, recibió los saludos y las inclinaciones amables de los más encopetados figurones; asimismo, hizo regalos espléndidos a unos y sobornó a otros con su talonario de cheques siempre preparado, tal como lo hiciera el célebre Stavinsky.
Por su parte, para la policía, Dalkowitz fue un “coyote” de alto nivel, que traficó con cascos de acero para el ejército mexicano en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Esos cascos resultaron ser de cartón, fácil camino para taladrar cabezas de nuestros soldados.
Pero el caso no pasó de lo mero anecdótico, aunque en círculos muy estrechos, donde incluso era una verdad velada que la elite lo protegía. De tal manera, se sentía intocable que llegó a firmar innumerables y jugosos contratos donde él era el único beneficiado al cien por ciento.
Derivado de sus relaciones económicas, se dio el lujo de fundar sociedades de financiamiento turbio. Hizo figurar en las presidencias, algunas veces hombres que le servían por un sueldo y otras hombres que no existían.
Y a raíz del atentado que por poco le cuesta la vida al entonces presidente de la república, Pascual Ortiz Rubio, el dadivoso millonario le regaló un automóvil blindado con el fin de que pudiera ir de Chapultepec a Palacio Nacional sin molestias.
El vehículo especial lo compró Dalkowitz en Estados Unidos y, probablemente, perteneció a uno de los gánsteres más peligrosos del vecino país, de acuerdo con las costumbres de los años veinte, particularmente en Chicago.
Se afirma que la Secretaría de la Defensa Nacional recibió tanques de guerra tramitados por Dalkowitz. Además, contrató por 17 millones de pesos (en tiempos de la Segunda Guerra Mundial), la entrega de cuatro dragas (máquinas para limpiar de fango y arena los puertos de mar, los ríos, etcétera) y no entregó ni una.
Finalmente, el escándalo adquirió tal magnitud, que el aventurero omnipotente tuvo que abandonar el país por órdenes del general Calles. Durante cinco años Dalkowitz vivió en San Antonio, Texas.
Pero el polaco había tomado sus precauciones y puso a buen recaudo su dinero. Vivió en la opulencia y siguió nadando en el mundo de los negocios hasta conseguir de nuevo la entrada a México, previa promesa de cumplir los contratos que antes no cumplió y que en 1942 seguía incumpliendo.
Para que su semejanza con el defraudador Stavinsky fuera completa, le faltaba la mujer bella y arrogante, que deslumbrase a los incautos con el fado de su opulencia.
Dalkowitz y sus otras mujeres
La mexicana con la que contrajo matrimonio (María Concepción Corral) no poseía esas cualidades. Ella era una mujer dulce, buena y fiel, sencilla en su forma de vestir y que escondía su mirada tras grandes anteojos.
Según los que la trataron, no era la “mujer de lujo” necesaria para tales exhibiciones. Y como la mexicana sólo quería entender de honestidad, sencillez y de cosas simples, Dalkowitz buscó compensación fuera de las tapias matrimoniales.
El aventurero importó más adelante, de Estados Unidos, una señora con la que “se había casado” en la nación vecina, Carmen Laathan Villanueva, nombre que sería modificado posteriormente por los apellidos Mathey o Davis.
Carmen era una señora a cuyo nombre hubo falsos documentos de matrimonio. La atractiva mujer había nacido el 22 de noviembre de 1912. Entró en 1935 a nuestro país, era casada y ostentaba la nacionalidad americana. Se hospedaba en el Hotel Ritz y posteriormente en el Edificio Condesa.
Con la hermosa joven, el magnate se exhibía. Bella, arrogante y elegantísima era Carmen Mathey, con la cual el millonario Dalkowitz tuvo un hijo rubio; sobre esta relación eran las reclamaciones de María Concepción.
Vivía con Carmen más que con su esposa y la hija adoptiva de ambos, Leonela. Y por si fuera poca la desventura de María Concepción Corral, apareció la tercera mujer entre las que había cortejado Dalkowitz: Marta Magallón, quien estuvo casada con Antonio Vargas, hombre conocido en círculos sociales de los cuarenta.
Pero la esposa despreciada no se resignaba. Quería a su marido. No vivía sin su presencia, porque las ausencias de éste eran pasadas junto a la rival odiada.
Y en el edificio de departamentos de Avenida Juárez 83, rodeada de lujos que para nada servían, sentía la esposa abandonada que el veneno de los celos hacía discurrir por sus venas fuego en lugar de sangre.
Cumpleaños sangriento
Llegó el día de su onomástico. Tenía ya 40 años. Aquel día especial no podía la rival afortunada arrebatarle al esposo. Se preparó la fiesta, se adornó la señora e hizo lo mismo con el hogar y su hijita Leonela... ¡vana ilusión!
La pobre mujer plantada esperó hasta altas horas de la noche; sobrevino la discusión acalorada, quiso pegarle Dalkowitz con una horma zapatera, según la defensa de María Concepción Corral, y la señora tomó la pistola y puso epílogo al drama con cinco disparos que le robaban para siempre al hombre amado, pero que la libraban también de humillaciones y desprecios.
El primer informe lo recibió a las 6:00 de la mañana Salvador Cavaría, quien fungía como oficial secretario del agente investigador del Ministerio Público en la Sexta Delegación.
Anotaron que el departamento estaba ricamente amueblado. Los aposentos tenían una suave iluminación, especialmente el despacho de Dalkowitz.
El cadáver fue encontrado en la recámara, muy cerca de la puerta que comunica con la sala. En la mano derecha “sostenía” una horma de madera. ¿Cómo podía sostenerla después de recibir varios balazos de grueso calibre…? Misterios de la defensa.
Los forenses explicaron que todas las heridas eran “mortales de necesidad”. Entonces, ¿por qué pretendía darse crédito a una circunstancia ilógica? Nadie aferra una triste horma zapatera después de sufrir cinco crueles perforaciones de bala.
En fin, la señora Corral confesó haberle dado muerte a Leonel. “Teníamos dificultades desde hacía tres años”. (La verdad es que el estafador casi nunca llegaba a su casa, tenía varias amantes y le gustaba asistir a casas de escándalo).
El Colt .38 tenía la carga quemada. Al parecer, sólo un tiro había fallado la señora, quien no sólo sabía disparar con revólver sino con fusil. Se había tardado para actuar.
La detenida reconoció que no hubo testigos de la supuesta agresión con la horma de madera, “pero yo no me atrevería a mentir”. Pero sí se atrevió la señora a jalar del gatillo hasta agotar los cartuchos.
En la cartera de Dalkowitz se encontró un mechón de cabellos rubios que no pertenecieron a su amiga joven sino al hijito que había procreado con ella. Concepción Corral sufrió un ataque de nervios cuando vio el mechón y dijo que desde el principio “le había comentado a la secretaria de Leonel, señorita Rosa Elena Luján Rodríguez, que había matado al magnate”.
El doctor José Rojo de la Vega había realizado la autopsia correspondiente en el Hospital Juárez y dijo que cualquiera de los disparos hubiera resultado mortal para Leonel T. Dalkowitz.
Envían a María a Lecumberri
Tras una noche no confortable en la Sexta Delegación, Concepción Corral fue enviada a Lecumberri, Juzgado Octavo de la Tercera Corte Penal, ante el juez Gilberto Suárez Arvizu.
La señora Corral fue visitada en prisión por el licenciado Emilio Portes Gil, “pero no para defenderla, sino para saludarla, porque era amiga de muchos años”, según se explicó.
Pero la protección de Portes Gil hacia Dalkowitz salió a relucir en las investigaciones. Resultaba innegable el uso del nombre del político para todo. Dalkowitz decía que era “su gran amigo”. Y cuando todavía no se llevaban a Estados Unidos los restos del polaco, comenzó a descorrerse todo el misterio que encubría su verdadera identidad, que no era otra que la de un traficante internacional cuya vida inquieta se epilogó en un drama casero que se generó, indudablemente, al color de intereses económicos.
Muchos políticos trataban de asegurar, de alguna manera, los adeudos que tenía con ellos Dalkowitz; otros personajes pretendían borrar todo vestigio de convivencia en los fabulosos negocios que se realizaron al amparo de un “bluff” deslumbrante.
Lo que era un hecho es que el hombre había venido a menos en materia de negocios, pues no contaba ya con las influencias necesarias que en otro tiempo se le brindaron para que consumara las más turbias operaciones.
Dalkowitz operaba con el dinero de diversa gente, inflando siempre las operaciones (en la cuestión de las dragas, alteró el precio en 500,000 dólares), lo que le permitía obtener ganancias cuantiosas que inteligentemente repartía en forma equitativa entre funcionarios y políticos que le ayudaban.
Quienes conocieron la vida del polaco, dijeron que su decadencia empezó en 1937, cuando la empresa Winchester fusiles y cartuchos le desconoció la representación que años atrás le había dado; entonces, a duras penas, Dalkowitz logró que la empresa Colt, de Hatfaid, Connecticut, lo siguiera autorizando como representante en México.
Y en los últimos años los negocios no marchaban bien para el polacomexicano, a decir de Rosa Elena Luján, secretaria de Dalkowitz. Los fraudes del polaco fueron descendiendo de monto, llegando al extremo de arrancar cantidades a sus propios empleados, entre otros, al tenedor de libros que conservaba 6,000 pesos oro, los que entregó a su jefe sin recibir nunca el pago.
A su cocinero, el oriental de nombre Rafael Woo, le adeudaba más o menos 5,000 pesos de sueldo y otro señor de apellido Goroztieta demandaría en su momento a Dalkowitz.
María habría intentado suicidarse
El Reforma Athletic Club, donde asistían hombres de negocios, era atractivo para el polaco Dalkowitz, pues quería relacionarse más en los altos círculos sociales. Pero fue rotundamente rechazado por su vida aventurera.
Entonces levantó suntuoso edificio frente al Reforma y ordenó colocar iniciales en relieve, en una especie de monumento fúnebre, para molestar a los del Athletic Club.
Aquella residencia fue durante años lugar de reunión de influyentes pero inescrupulosos políticos, quienes jugaban tiro al pichón, nadaban en la alberca, jugaban tenis y bebían whisky escocés, hasta que el “coyote” de alto nivel comenzó a hipotecar sus propiedades. Muchos de sus acreedores se quedaron sin poder cobrarle.
Leonel T. Dalkowitz había comprado un rancho en Villa Madero al político Silvano Barba González y la propiedad pasó a ser de Carmen. El rancho se denominaba Las Alteñas. También tenía el polaco un departamento en Ámsterdam 303, esquina con Celaya. Más tarde se comprobó que Concepción Corral estaba perfectamente enterada de la existencia de Carmen y en algunas ocasiones pretendió agredirla.
Dos días antes de asesinar a Leonel Dalkowitz, la señora Corral había arrojado del rancho Las Alteñas a Carmen Mathey, indignada la primera porque el aventurero consorte había llevado a su amiga a vivir a la finca que legalmente pertenecía a la esposa ofendida.
De acuerdo con un acta levantada en la Decimotercera Delegación, la señora Mathey vivió por largas temporadas en la propiedad, que luego se demostró, era de la señora Corral. Por cierto, era tan popular el “coyote” polaco que una noche, cuando se encontraba con su esposa en el cabaret El Patio, se acercó a la mesa el gran lidiador de toros Alberto Balderas, quien invitó a bailar a la señora Corral y fue agredido por Dalkowitz a puñetazos.
Finalmente, se dijo que la sinaloense María Concepción Corral había intentado suicidarse, arrojándose por un balcón del despacho de Leonel T. Dalkowitz, un día en que creyó no soportar más tiempo las infidelidades de su esposo. El suicidio fue evitado por el propio defraudador y su socio, Goroztieta.
María pasó 70 días encarcelada
El cuerpo de Dalkowitz fue abandonado varios días en la morgue. Su cadáver embalsamado fue enviado a San Antonio, Texas, por instrucciones de los hermanos del aventurero victimado.
El 19 de febrero de 1943, la mujer engañada, cegada por la afrenta y los celos, que mató a su marido, salió libre después de pasar 70 días en Lecumberri, mediante una caución de 2,000 pesos, impuesta por el juez Gilberto Suárez.
No es la primera ni será, desgraciadamente, la última. Y, sin embargo, el suceso produjo el estruendo de lo sensacional en la sociedad de 1942.