El jueves 17 de septiembre de 1959, LA PRENSA informó que una joven mujer mató a su esposo ante la mirada aterrada sus hijos; la víctima era un ingeniero que minutos antes amenazó con darle una golpiza a su cónyuge.
Y cegada por el terror que le produjo ver cómo la sombra de su esposo crecía ante ella con los ojos encendidos de rabia mientras se aproximaba amenazante con expresión criminal, le vació el cargador de la pistola, segándole la existencia.
De esa forma trágica, escribió el reportero del diario de las mayorías, quedó epilogado un día de descanso que había transcurrido en medio de alegría y dicha por parte del ingeniero Gilberto Wilkins Zapata, el victimado, y su esposa, Amada Gamiz de Wilkins, su victimaria.
El escenario del crimen fue la casa que habitaba el matrimonio, ubicada –inicialmente, según se publicó los primeros días del crimen- en la calle José de Teresa número 15, en San Ángel Inn. La tragedia se desarrolló alrededor de las 10 de la noche en presencia de los dos hijos del matrimonio, quienes presas del terror quedaron enmudecidos por el espanto de ver a su padre desplomarse agonizante al recibir la ráfaga de balazos.
Un instante después del asesinato, la señora avisó a la Cruz Roja y al Servicio de Patrullas y, con voz entrecortada, dijo: "¡Acabo de balacear a mi marido! ¡Vengan pronto por favor!".
Al rendir su declaración ante el agente del Ministerio Público de Villa Obregón, la señora relato cómo sucedió la tragedia, tras el impulso de sentir el miedo cuando vio a su marido que pretendía maltratarla o quizás hasta matarla, como en anteriores ocasiones había sucedido.
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Gilbertó acusó a Amada de ser coqueta
Sucedió que el día previo a la mortal jornada, muy temprano en la mañana el matrimonio Wilkins se dirigió al pueblo de Texcoco con el objeto de pasar un día de descanso, para lo cual invitaron a un amigo de la familia, Antonio Zamora y a su hija Laura.
Después de deleitarse con el paisaje y pasar momentos agradables, el matrimonio con su amigo regresaron a la capital. Empero en el trayecto, se suscitó una discusión, debido a que Amada tenía deseos de comprar una olla, cosa en la que no estuvo de acuerdo el ingeniero.
Después de dejar a Antonio Zamora en su domicilio, los señores Wilkins continuaron discutiendo en forma cada vez más acalorada, dirigiéndose duros reproches. El ingeniero reclamó a su mujer por hacer amistad con desconocidos, diciéndole que era una coqueta y, en suma, mostrándose excesivamente celoso.
Ya a las puertas del domicilio, Amada bajó del vehículo, y, según se estableció en la primera versión, llevaba su bolsa y la pistola de su marido, que se le había caído accidentalmente en el asiento del automóvil.
Se percató que Gilberto se notaba “congestionado” por la ira, y entonces sintió un gran temor de que la golpeara, como en anteriores ocasiones lo había hecho. Sin tiempo de reflexionar, impulsada por el terror, Amada disparó la Colt 38, una y otra vez, hasta agotar la carga del arma.
Cuando la ambulancia de la Cruz Roja llegó al lugar de los hechos, recogió agonizante al ingeniero, quien terminó por fallecer en el trayecto al hospital. Acto seguido, llegaron patrulleros, quienes trasladaron a la Delegación de Villa Obregón a la señora Amada Gamiz.
El matrimonio cumplía cuatro días de haberse casado cuando aconteció la escaramuza; aquellos breves paseos que habían decidido dar no muy lejos de la ciudad, eran una forma de festejar su luna de miel.
Amada Gamiz enloda la memoria de su víctima
Amada Gamiz trató de salvarse a toda costa, según informó el reportero de LA PRENSA el viernes 18 de septiembre de 1959. Para ello empezó a echar lodo a su víctima, a quien abatió a tiros en el interior de su lujosa residencia de José Teresa número 15, en San Ángel.
De acuerdo con la información que la que contaba el periódico que dice lo que otros callan, Amada decidió poner fin a tiros a la vida de su marido golpeador y abusivo, con lo cual se convirtió en la séptima autoviuda de aquel año. Sin embargo, familiares, vecinos y las mismas sirvientas de la autoviuda, declararon lo opuesto, pues según lo que relataron, los esposos eran felices y el ingeniero siempre salía fuera de la ciudad acompañado por toda su familia.
Contrariamente a lo que la asesina declaró, la fámula Elvira Fernández, quien llevaba muchos años como cocinera en la residencia de los Wilkins, hizo saber que Amada era una mujer de carácter irritable y que a ello se debían los disgustos con el profesionista.
Explicó también que los esposos salieron muy temprano de la casa rumbo a Texcoco, de donde regresaron poco después de las 21 horas. El ingeniero iba un poco tomado, pero ella no escuchó los insultos que la autoviuda dijo que le profirió antes de que abriera fuego contra él.
Por su parte, Amada tras la reja de la cárcel de Coyoacán exclamó:
Me daba una vida de infierno; ya no podía soportar más
Y según su primera declaración, el fenecido habría dicho como últimas palabras, antes de ponerle el pecho a las balas: “¡Perdóname por todo el mal que te hice!” Frase repetida también en el juzgado de San Ángel ante el juez Ordóñez y el fiscal Huicochea, tras rendir su declaración preparatoria.
Durante la diligencia, la conyugicida hizo amplio relato de los hechos que precedieron a la tragedia y señaló que su marido, cuando salía a carretera, le daba a guardar a ella el arma, por lo que en esa ocasión también así lo hizo y Amanda guardó la pistola en su bolso de mimbre.
Sin embargo, en este punto no estuvo de acuerdo con lo que declaró Antonio Zamora, quien junto con su hija acompañó al matrimonio en su paseo por Texcoco, Apizaco, Tlaxco, Chignahuapan y Zacatlán, ya que aquél afirmó que el hoy occiso llevaba el revólver guardado en la cintura del lado izquierdo, pues se la vio cuando en el primer poblado bajaron del automóvil para comer.
Vida de infierno
Así calificó su existencia al lado del profesionista desaparecido, la autoviuda.
-Después del incidente que sostuvimos por una olla que yo quería comprar para una amiga de apellido Ahedo, durante todo el tiempo que duró el paseo, Gilberto me echó en cara mis acciones pasadas -señaló la acusada.
La homicida dijo que su marido era sumamente celoso y que la amenazó con matarla si algún día lo engañaba, ya que él “no creía en la justicia ni en los jueces” y por ello cobraría cualquier agravio con su propia mano.
Agregó Amada que cuando terminó el paseo y llegaron a su casa, ella bajó del automóvil a sus dos hijos, y al entrar en la casa trató de guardar la pistola en el ropero; entonces, el ingeniero, muy disgustado, se abalanzó sobre su ella para golpearla.
Todo sucedió en unos segundos. La esposa, que resignadamente había soportado vejaciones y maltratos, se resolvió y, empuñando el revólver, apuntó a su marido. Dijo que para amedrentarlo simplemente, pero en esos momentos se produjo una detonación y luego otra y otra y otra hasta contar cinco en total. El ingeniero se desplomó herido de muerte, al tiempo que decía:
-¿Qué has hecho, mamita? Perdóname por todo el mal que te hice.
En sus declaraciones, la autoviuda aseveró que no recordaba cuántos disparos hizo, “ya que sólo una vez oprimió el gatillo”.
Su versión sobre ese particular era inaceptable, en virtud de que forzosamente jaló del arma tantas veces como detonaciones se produjeron, tomando en cuenta que se trató de un revólver y no una pistola automática.
El amigo que acompañó a la pareja protagonista de la tragedia al paseo reveló que cuatro días antes del crimen, el ingeniero Wilkins y su victimaria contrajeron matrimonio eclesiástico.
Además, señaló que el exfuncionario era un individuo iracundo, peligroso y muy impulsivo, y que durante el día de campo al que fue invitado, se dedicó a insultar a Amada, quien resignadamente aguantaba los insultos, que visiblemente disgustado amenazaba a la mujer con que: “Pagarás muy caro el desaire de la mañana”.
El miedo grave y la legítima defensa fueron los argumentos que la pareja de defensores de la autoviuda esgrimieron en el caso para salvar a la mujer, quien durante el tiempo que duró la diligencia permaneció tras las rejas del juzgado, serena, tranquila y sin inmutarse.
De acuerdo con Alfredo Mora Flores, reportero de LA PRENSA, las diligencias se efectuaron con celeridad, a tal punto que para el domingo se publicó en el diario de las mayorías: “¡La autoviuda número siete, Amada Gamiz de Wilkins, quedó bien presa!”
Alrededor de las 14:20 horas y tras acalorada y prolongada diligencia a la que acudió voluntariamente la madre del extinto ingeniero Gilberto Wilkins Zapata, el juez dio a conocer a la conyugicida el auto de formal prisión dictado en su contra.
Resignada ante la resolución sin inmutarse y recargada en la reja de prácticas, Amada escuchó cabizbaja la voz del secretario del juzgado, quien dio lectura a la determinación del juez, en medio de la expectación de varias mujeres parientes, amigas y vecinas de la inculpada, así como de algunos curiosos que acudieron a presenciar el desenlace del escandaloso suceso.
-Gracias, licenciado -fue todo lo que pudo decir la homicida al terminar la lectura del documento y estampar su firma.
La asesina, al hablar con LA PRENSA, poco antes de conocer la decisión del funcionario judicial, dijo categóricamente:
No creo que vaya a ser puesta en libertad, pero sea cual fuere el fallo, viviré siempre para mis hijos...
-Maté porque verdaderamente me tenía atemorizada -continuó diciendo-. Aunque no es como se ha dicho, que mi matrimonio fue una vida de infierno; no, las dificultades surgían cuando él se exaltaba. Estoy arrepentida.
Y agregó:
-Desde luego, fue una cosa que yo nunca hubiera querido hacer; mejor hubiera deseado que él me matara. Mi marido me doraba sobre todas las cosas, pero nunca un amor monstruoso; su lema era: “La desconfianza es la madre de la seguridad. Confío en ti, pero no en los hombres.”
En esos momentos, terció el secretario del juzgado para entregar a Amada la boleta número 109, partida 468/59, en la cual se leía claramente la leyenda siguiente: “Bien presa”.
Dueña de sí misma y sin alterarse, dijo al reportero que su marido tenía celos patológicos y que como ella desde joven había sido muy bonita y tenía buen cuerpo, él la maltrataba al grado de dejarle cicatrices en la cara; también la obligaba a usar ropa de talla más grande para que en esa forma ocultara sus formas y, gráficamente hizo notar que el traje de dos piezas color azul acero, con cuello sobre puesto, de piqué blanco, que llevaba, le quedaba grande de la cintura, ya que era de talla más grande.
A pesar estar tras las rejas, Amada daba la impresión de asistir a la diligencia como simple espectadora, excepto cuando su suegra, la octogenaria profesora Elena Zapata viuda de Wilkins, lanzaba reproches y recriminaciones, pues se había presentado de manera espontánea como testigo de cargo para injuriar a la acusada y tratar de hundirla.
La casa de la loba
La diligencia que había dado inició a las 11 horas atrajo gran número de curiosos que querían conocer el veredicto del juez. Pero cuando estaban listos para dar comienzo a la sesión, irrumpió en la sala la anciana Elena Zapata viuda de Wilkins, madre de la víctima.
-Señor juez -dijo la octogenaria, con voz enérgica-, por algunos periódicos me enteré que va a ser puesta en libertad Amada Gamiz, y no puede ser. Por eso me presento sin haber sido llamada, para evitar que se cometa una injusticia.
Iracunda y temblorosa, la viejecita señaló hacia la reja de prácticas, tras la cual estaba recargada su nuera, y gritó:
-¡Esa mujer es muy sucia, cochina, gastadora, derrochadora y sinvergüenza!
Hizo notar la señora que a Amada le gustaban mucho los perros y que se pasaba la vida abrazándolos y besándolos, descuidando a sus hijos, a quienes además aconsejaba a que divulgaran entre sus amiguitos y vecinos que su casa era la "casa de la loba", y, según doña Elena, esos consejos eran para "desprestigiar la respetabilidad del esposo".
Frenética y sin poder contenerse a pesar de las indicaciones de los funcionarios, la anciana, que perdió su único hijo, buscando tras los gruesos cristales de los antejos y a voz en cuello gritó a la conyugicida: "¡Es usted una perversa!"
Al escuchar los reproches que le hacía la madre de su víctima, Amada reaccionó como fiera herida y frunciendo el ceño y apretando los dientes al mismo tiempo que echaba el pecho hacia adelante y se aferraba a los barrotes de la reja, vociferó: "Miente, no está diciendo la verdad!"
-Yo nunca he dicho que mi marido era malo: era bueno. ¡Me adoraba, me adoraba con celos patológicos! -arguyó la detenida.
-¿Y por eso lo mato? -preguntó la anciana profesora.
La asesina guardó silencio por breves segundos y reaccionando afirmó:
-Ella (señalando a Elena Zapata viuda de Wilkins) era la sombra negra de nuestro matrimonio, desde nuestro noviazgo. Comprendo que la señora me quiera hundir; se trata de su hijo.
La madre del occiso repuso inmediatamente:
-No quiero hundirla, sino que dejarla en libertad es una corrupción, porque cualquier mujer podrá matar a su marido; es una asesina y una infame, mi hijo era excesivamente cumplido.
Exasperada, la octogenaria testigo de cargo golpeaba con ambos puños el escritorio de la secretaria, quien a medida que transcurría la diligencia, iba asentando las declaraciones en el acta.
Un poco teatral, Amada se defendía de las acusaciones que le lanzaba su suegra.
-No trato de enlodarlo –afirmó-, si alguien lo quería, era yo. Y el odio que usted me tenía era porque yo lo amaba y él me amaba sobre todas las cosas... sobre todas las cosas… Así era en su amor, violento, y mire las cicatrices que me dejó.
Viendo a la madre del hombre que asesinó como a su peor enemiga, Amada volvió a la carga y expresó:
-Una ocasión la agarró del cuello y le dijo: "No te metas, déjame con mi mujer". Otra vez, a usted la aventó su hijo y me dijo que si hubiera tenido un cuchillo la hubiera despedazado.
La ancianita, que a todo trance defendía al su difunto hijo, se reveló para gritar desesperadamente:
-Mentira, yo me resbalé al hacerme hacia atrás.
Con suma habilidad, intervino el defensor para preguntar si había tenido miedo y sin querer se prestó responder:
-Es que pudiera ser que violento hiciera algo. Tenía miedo porque era un amor enorme el que tenía por esa mujer, cuya conducta jamás me gusto desde que era novia de mi hijo.
Después, la madre de Gilberto relató que desde que tenía 11 años, ella enviudó y, desde entonces, luchó por formar a su hijo y que se labrara un porvenir, ya que lo quería mucho en virtud de que era único y por eso la contrariaba la “forma tempestuosa” de las relaciones de Amada y su vástago.
Añadió que sintió por la asesina desprecio y mala voluntad desde un principio, ya que era indigna de su hijo.
Por otra parte, hizo notar que no quería mucho a sus dos nietecitos, porque no quería a la madre de ellos, aunque siendo hijos de Gilberto, pensaba en ellos y quería ayudarlos en lo que pudiera. Asimismo, protestó airadamente cuando su nuera señaló que la víctima decía que así era su carácter, ya que su mestizaje y descendencia de piratas, cuáqueros y vikingos, lo obligaban a ello.
Cerca de las 14 horas, declararon tres testigos, quienes hasta hacía cuatro meses fueron vecinos del matrimonio Wilkins.
Los tres coincidieron en que el ingeniero era de carácter violento, y que como ellos eran los únicos que tenían teléfono en el rumbo, Amada iba a su casa a utilizar el aparato, siendo una ocasión que en la casita donde conferenciaba la mujer, se acercó el marido de la vecina.
Amada salió corriendo y Gilberto trató de echarle el auto encima; ella se escondió tras de un árbol y el profesionista descendió del vehículo y a empellones hizo subir a su esposa al asiento trasero. No obstante, para el fiscal, la defensa manejaba a los testigos.
Certificado de autopsia
En él se asentó que el cadáver de Gilberto Wilkins Zapata presentaba siete heridas producidas por proyectil de arma de fuego, que la muerte se la causó una anemia aguda por hemorragia externa consecutiva a la herida que lesionó dos vasos femorales del muslo derecho, herida clasificada de mortal; que las otras son de las que no ponen en peligro la vida y dos de ellas causaron fracturas.
Parecía ser que nada más podría hacer Amada y que su único futuro estaba tras las rejas. El jueves 1 de octubre de 1959 se informó que la homicida trataba de frenar el curso del caso o desviarlo para generar dudas. Todo con tal de salir de prisión y evitar una larga condena.
Para ello se valió de una estrategia alterna, que consistió en deslegitimar su matrimonio. En ese sentido, el millonario Pedro Portillo Cárdenas, testigo de cargo en el proceso que se instruyó a la autoviuda Amada Gamiz, fue señalado por como un individuo falso y mentiroso.
Durante una diligencia que tuvo lugar en el juzgado mixto de primera instancia, de San Ángel, compareció el acaudalado industrial.
Voluntaria y espontáneamente se presentó ante el juez para coadyuvar como testigo de cargo, quien entre otras cosas manifestó que ignoraba las circunstancias en que se desarrolló el matrimonio de los esposos Gilberto Wilkins Zapata y Amada Gamiz de Wilkins.
Pero, la conyugicida al enterarse de las revelaciones del amigo de su extinto marido, se revolvió como fiera herida y tronó contra el acaudalado gerente de la negociación de Inmuebles Insurgentes, S. A.
En efecto, Amada Gamiz, encarcelada en la prisión de Villa Obregón, enfáticamente dijo que el testigo dolosamente falseó la verdad al manifestar que ignoraba lo relacionado con el matrimonio de ella y su víctima, que fue simulado y en el cual intervino el propio Portillo Cárdenas en complicidad con un abogado apellidado Ortega, quien suplantó la personalidad del juez civil.
-Ese señor es un falso y mentiroso, porque se prestó para una burda farsa que ahora niega -exclamó la uxoricida.
Decidida a desenmascarar al acaudalado industrial y a ponerlo en evidencia, hizo hincapié en que su matrimonio fue falso porque lo prepararon el occiso, Portillo Cárdenas y un licenciado Ortega.
Explicó que el millonario prestó su departamento de soltero para que se efectuara el "casamiento". Según dijo la conyugicida, todo eso lo pudo saber de boca de su propio marido, quien claramente le confesó que todo había sido una farsa y que sus amigos colaboraron para engañarla, simulando todo y desempeñando bien su papel. Sin embargo, el testigo de cargo insistió en que desconocía ese hecho, pero los defensores de la asesina de su marido, al parecer contaban con el testimonio de varias personas para robustecer lo dicho por Amada y hacer caer por tierra la versión del millonario.
Por lo que de resultar así las cosas, Portillo Cárdenas se vería seriamente complicado, ya que probablemente sería acusado de falsedad en declaraciones judiciales.
Cómo asesinó la autoviuda
Aparentemente, resignada, aunque tranquila y dueña de sí misma, Amada Gamiz, durante la prolongada recreación de los hechos en el lugar del crimen que se llevó a cabo el viernes 2 de octubre de 1959, explicó la forma en cómo se registraron los hechos que terminaron con la muerte de su esposo.
Sólo en un instante en que empuñó el arma para decir cómo disparó contra su marido, simuló romper en sollozos.
A las 12:48 horas dio principio la diligencia de inspección judicial y reconstrucción de hechos en la casa de José de Teresa 15, colonia Altavista, con la presencia del juez, los secretarios, el fiscal y los peritos en balística.
En el segundo piso de la casa se ubicaban las habitaciones donde ocurrió la tragedia. Todo estaba en desorden, había suciedad, polvo, y se advertía el descuido total que reinaba. En lo que respectaba a la pieza donde se consumó el crimen, se advertía un charco de sangre ya seca, cerca de la puerta del baño, y en el piso se encontraban tres casquillos de bala, un collar de perlas falsas y algunos cosméticos de Amada, así como monedas de cobre, un cuadro manchado de sangre en el respaldo, una almohada también sucia y un vaso roto.
A medida que iba recordando las acciones de la noche del 16 de septiembre, Amada se mostraba serena y también “un poco teatral”, según relató el reportero de LA PRENSA.
Dijo que cuando iba a abrir el closet -donde había un piolet nuevo, dos carabinas 30-30 y ropas- para guardar la pistola, su marido penetró a la habitación en forma amenazante, con el semblante descompuesto y levantándose las mangas de la camisa.
-Tuve miedo, esa era la señal de que me golpearía -explicó.
Después volvió a repetir las frases que se cambiaron en el sentido de que uno y otro ya estaban cansados de soportar esa situación, y que en el momento en que empuñaba la pistola para amedrentarlo, se le “fue” un tiro con dirección a la puerta de la recámara y, luego, cerró los ojos.
Como el terror la llevara a oprimir fuertemente el armar, según dijo, sonaron varios disparos más. Amada explicó que en realidad apuntaba al suelo, pero como ya lo apuntó LA PRENSA, su marido recibió hasta siete tiros en el cuerpo y fue precisamente el que penetró en el muslo derecho, seccionándole la femoral, el que le causó la muerte.
-Abrí los ojos cuando ya no se movió la pistola y vi que mi esposo caminaba hacia mí. Estiró los brazos como tratando de tomarme de los hombros y no pudo hacerlo, rodó por el piso -comentó la procesada.
Hizo notar que mientras salía desesperada es busca de un médico, su hijita colocó una almohada bajo la cabeza de la víctima.
Así concluía la diligencia y el veredicto en su contra parecía desfavorecer un futuro con sus hijos, pues luego de la reconstrucción de los hechos regresó a prisión, donde permaneció por algún tiempo, siempre con la intención de salir pronto.
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Lo cual ocurrió en noviembre de 1960, cuando quedó en libertad, tomando en cuenta que la sentencia de año y un mes de prisión que le había decretado el juez, lo había cumplido precisamente el 13 de octubre pasado, por lo que se dio como compurgada la pena.
A pesar de haber recuperado su libertad, la viuda de Wilkins y el agente del Ministerio Público apelaron la sentencia del juez, y el caso pasó a la Octava Sala del Tribunal Superior de Justicia.
El juez dijo que la pena era leve en contra de Amada, porque para los efectos de la condena, el homicidio con exceso de legítima defensa era equiparable al imprudencial.
Fue precisamente esa circunstancia de considerar el exceso de legítima defensa lo que permitió a la autoviuda recuperar su libertad.
El juez se fundó, al dictar sentencia, en el dictamen rendido por los peritos de psiquiatría, quienes al examinar a Amada Gamiz dijeron que "sufrió una locura transitoria”.
La asesina alegó siempre la legítima defensa como motivo de su defensa, aduciendo que su marido trató de matarla, y que ella “solamente le ganó la delantera”.
Cierto que perdió un año de su vida en prisión, al cabo del cual pudo regresar con sus hijos. Recordó que su luna de miel estuvo marcada por la fatalidad, cuando lo único que deseaba era celebrar su unión marital, pero lo único que recibió a cambio tras la boda fue un funeral al que ni siquiera pudo asistir para despedirse del hombre que amo y mató.
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