/ viernes 7 de junio de 2024

La viuda Miravete: Ana sorprendió a su esposo con la amante y lo ejecutó de un balazo y 17 puñaladas

Bajo la premisa de que todos mienten y que las mentiras siempre salen a la luz, la señora Miravete sorprendió a su marido con la amante: imperdonable suceso y funesta culminación

Quedó registrado en los anales de la criminalidad metropolitana un caso que escandalizó a la sociedad de 1937. Nuestros archivos reportaron un crimen que fue calificado como “pasional”, donde un acaudalado agente aduanal y político fue asesinado de un balazo en el rostro y 11 (o 17, según varias versiones) puñaladas por su mujer y dos cómplices mercenarios.

Una amiga íntima del occiso se salvó gracias a que nunca llegó para los asesinos en “el momento oportuno”; aunque ya habían cobrado por el asesinato.

La señora Ana Saavedra sorprendió a su esposo con la amante y, por ello, el homicidio del señor Miravete fue netamente pasional, aunque el balazo y las 17 puñaladas despertaron honda indignación en la sociedad, por lo que se refiere a la saña y crueldad del caso, expresó el defensor de la autoviuda Ana Saavedra, licenciado José María Gutiérrez, el 31 de diciembre de 1937, cuando se esperaba que la autoviuda, a quien se llamó La Miravete, confesara los motivos de la “ejecución”.

Lo hizo, fue condenada a 23 años y 6 meses de prisión (después fue rebajada la condena) y, durante mucho tiempo, regaló dinero a las causas pobres para que le brindaran amistad y compañía.

En principio, el caso fue misterioso. La agresión fue perpetrada el jueves 19 de agosto de 1937.

LA PRENSA, Diario Ilustrado de la Mañana, informó que nuevamente la sociedad se conmovía ante la ferocidad de los asesinos, al extenderse la noticia del asesinato del agente aduanal Miguel M. Miravete Riverol.

Gran indignación se notó especialmente en círculos políticos y sociales, porque Miguel M. Miravete ocupó buenos puestos en la administración, sobre todo en el ramo aduanal, desde tiempos del carrancismo y, más tarde, en fábricas y comercios, siempre en el renglón aduanero.

Muchos creyeron que era un crimen político, pues apenas el lunes 16 de agosto de 1937 (tres días antes de la mortal agresión) se leyeron de prisa los dictámenes en el Colegio Electoral. El general Ramón F. Iturbe pronunció el nombre de Miguel M. Miravete como candidato triunfante por Jalapa, Veracruz. La asamblea permanecía indiferente, y ya casi para votarse el dictamen a que se hizo referencia, intervino el diputado Adán Ramírez, otro de los secretarios para pedir excusas a la asamblea, pues dijo que el dictamen estaba equivocado y que pedía la venia de los colegas para retirarlo y presentar el verdadero, lo cual se hizo a continuación.

Entre el escaso público que ocupaba las galerías y hasta en las mismas porras, causó sorpresa la equivocación, tanto más cuanto que Iturbe, que había movido la cabeza como desaprobando el procedimiento, fue llamado por el presidente del bloque, Margarito Ramírez, y quién sabe qué le dijo casi en secreto, porque a poco tomó en sus manos el nuevo dictamen y lo leyó para que se efectuara la votación, de la cual resultó triunfante el contrario de Miravete, Demetrio Gutiérrez. Entonces, una vez derrotado Miravete, ¿para qué matarlo?, se preguntaban otras personas.

Al saberse del crimen, se dijo que Miravete se había comprometido a pagar 6,000 pesos por la curul en la Cámara de Diputados. Lo que nunca se comprobó.

Fue en las primeras horas del viernes 20 de agosto de 1937, cuando una voz anónima dio aviso a la Décima Delegación del Ministerio Público, en Mixcoac, que en la calle San Antonio, colonia del Valle, apareció un hombre tendido, con numerosas heridas punzocortantes en el pecho y un balazo en la cara.

Escucha aquí el podcast ⬇️

Por documentos que estaban entre la ropa, se identificó al señor Miguel M. Miravete Riverol, de 48 años, ojos azules, cabello rubio, traje azul, camisa a rayas, zapatos cafés. En el cinturón, traía una funda de pistola sin el arma.

Los que trataron a Miravete dijeron entonces que era mundano, alegre, quizá un poco duro en sus expresiones, tomaba alcohol de vez en cuando; era afecto a los relatos para adultos y sobre todo, mujeriego.

El agente aduanal residía en una casita de la calle Primavera 201, Tacubaya, recién construida, que compartía con su esposa, Ana Saavedra de Miravete y sus hijos, Sergio y Miguel Ángel, de 20 y 23 años, respectivamente. No obstante sus costumbres libres en la calle, Miguel Miravete era un hombre serio, ordenado, amante de su familia, cumplido en sus deberes.

Fuera de su hogar, tenía una amiga íntima, Luz Andrade, a la que sostenía en Cacahuamilpa 20. Luz Andrade era leal y cariñosa; Miguel la visitaba varias horas todos los días.

El chofer, Tomás Solís Huerta, poblano, de 32 años, estaba a punto de cumplir un año al servicio de los Miravete, y declaró que el jueves 19, como a las 4:00 de la tarde, Miguel M. Miravete salió acompañado de su eposa, Ana Saavedra, y fueron a un sanatorio, donde se quedó la señora para acompañar a su hijo Sergio, quien estaba recién intervenido quirúrgicamente.

Miguel M. Miravete no había aceptado bien su derrota política y comentaba con el chofer que en la Cámara de Diputados habían dado el triunfo a “un analfabeto”. Finalmente, el auto se detuvo frente a la casa 20 de la calle Cacahuamilpa, y despidió al manejador, solicitándole que se levantara temprano al día siguiente para conseguir gasolina.

Sensacional arribo a Lecumberri

“El crimen fue de origen político, en mi concepto, porque el señor Miravete era de carácter impulsivo e insultaba en forma soez y violenta a todo el mundo”. También relató el conductor particular que hacía tiempo habían sostenido un fuerte altercado el agente aduanal y el coronel Javier Ordóñez.

Por su parte, Ana Saavedra viuda de Miravete parecía inconsolable, al igual que la anciana María Luisa Riverol, madre de Miguel; con voz pausada, dijo la viuda que hacía aproximadamente tres semanas un individuo advirtió por teléfono que donde encontrara al agente aduanal “lo iba a matar”.

“Estoy a oscuras. Quisiera ser una santa para ver todo muy claro y que se hiciera justicia. Como mujer, prometo castigar al asesino, a costa de lo que sea”, comentó.

Por su parte, Luz Andrade, sin saber que quien la interrogaba era reportero de LA PRENSA, relató que ella observó algo extraño en la conducta de Miguel M. Miravete, el jueves 19. Estaba nervioso, y se negó a tomar alguna vianda o golosina como aceptaba en otras ocasiones. Apenas si estuvo en casa unos minutos y pidió a Luz que lo acompañara hasta la puerta, siendo que por lo general le indicaba que subiera a la planta alta para que desde el balcón le despidiera. La mujer observó cuando desaparecía entre las sombras Miguel M. Miravete y jamás le volvió a ver con vida.

Por cierto que, muy avanzada la noche, se presentó Ana Saavedra en la delegación para decir que su esposo era bueno y cumplido en su hogar, pero que a principios de 1937 unas amigas de la señora le comunicaron que tenía relaciones íntimas con Luz Andrade, por lo que hubo una pequeña discusión, pero él negó todo y Ana “discretamente, no insistió”.

El lunes 23 de agosto de 1937, alguien dijo por teléfono al detective Alfonso Frías que a “Miravete lo había mandado asesinar su esposa”, pero el investigador no creyó la versión.

Sin embargo, al paso de los meses, la duda fue prendiendo en el ánimo de los policías, quienes presionaron al también chofer, Teodoro Chávez, quien confesó que conducía el auto mientras, a bordo, el agente aduanal era asesinado de un balazo y a puñaladas por la celosa mujer, Ana Saavedra “La Miravete”, la autoviuda...

Y añadió datos sobre los planes que tenía la señora para asesinar a Luz Andrade, amiga íntima de Miguel M. Miravete.

Dijo el manejador que a mediados del 1936, la señora Saavedra le solicitó el auto de alquiler que manejaba para entrevistarse con Manuel Rodríguez Azamar, quien fue contratado para dar muerte a Luz Andrade.

Manuel -quien fue celador en la cárcel del Carmen- se arrepintió porque tenía un hijo y no quería comprometer su estabilidad hogareña, así que el chofer Teodoro Chávez propuso el negocio a su amigo Luis Medrano, quien iba a recibir 2,000 pesos en efectivo en billetes de baja denominación y usados.

Los cuatro individuos estudiaron el terreno (las calles de Cacahuamilpa) y dijeron que primero debían cobrar, aunque el “asunto era regalado”.

Un joven entregó dinero a los maleantes y éstos fueron a comer a un restaurante de las calles de Arcos de Belén; volvieron más tarde a la casa de Luz Andrade, pero la señora no salió.

Luis Medrano y su cuñado, Joaquín Haquet, cobraron, pero se dieron a la fuga con el dinero... lo que comprometía al chofer Teodoro Chávez, quien era intermediario entre la señora Saavedra y los hamponcetes.

Se desengañó y, ciega a la culpa, lo mató

Despejada de toda teatralidad -se cubría el rostro casi siempre con un espeso velo negro, para evitar que los fotógrafos la retrataran tras las rejas de su prisión- el lunes 3 de enero de 1938, Ana Saavedra viuda de Miravete confesó ante las autoridades del juzgado séptimo penal su participación en el asesinato de su esposo, durante la diligencia de careo que se llevó a cabo entre la procesada y el chofer Teodoro Chávez.

Público formado por litigantes, atractivas taquígrafas, “coyotes” y curiosos, invadió el local, permaneciendo atento a todos los incidentes de la diligencia, teniendo que hacer verdaderos esfuerzos por escuchar las palabras de la señora Saavedra, quien hablaba quedamente, compungida.

Con la confesión de Ana Saavedra avanzaba rápidamente, por no decir totalmente, la labor de la justicia en un crimen que se creía quedaría siempre impune. La Policía Judicial detuvo a Manuel Rodríguez Azamar, “El Texano”, quien confesó también el papel que desempeñó en la intentona de asesinato de la señora Andrade, amiga íntima de Miguel Miravete.

Minutos después de las 11:00 horas, de un automóvil que se detuvo frente al Palacio Negro de Lecumberri, descendió una mujer enlutada, que, desde luego, la curiosidad pública identificó como Ana Saavedra viuda de Miravete; al ver que se apoyaba en el brazo del licenciado José María Gutiérrez, siguiendo a ambos otra señora igualmente vestida de negro, Mercedes Saavedra, hermana de Ana. Escoltaban a la detenida tres gendarmes provistos de carabinas y cananas, repletas de cartuchos, en alarde de fuerza.

Ana Saavedra viuda de Miravete subió lentamente la escalera que conduce al juzgado séptimo penal, donde ya esperaba el agente del ministerio público, licenciado Leobardo de la Garza, y uno de los secretarios. El juez Raúl Jaime, por gozar de una licencia, estaba ausente.

El chofer Tomás Solís Huerta relató cómo permanecieron la noche del 19 de agosto en acecho de Miguel Miravete, la señora Ana Saavedra, el compadre de ella y Teodoro Chávez, a bordo de un automóvil, en el momento que salió el agente aduanal de la casa de Luz Andrade. Y cómo subió al automóvil el citado Miravete, suscitándose una discusión entre los dos esposos, hasta el momento en que Miguel, fastidiado, dijo: “está bien, ya te desengañaste. Me voy a vivir con ella. Mándame la ropa”.

De pronto, se añadía, “se escuchó la detonación de un arma y, en seguida, por el perfume de la señora Saavedra, el chofer Teodoro Chávez se percató que ésta se había puesto de pie en la parte posterior del automóvil, y descargó varios golpes con un puñal sobre su esposo, consumándose el homicidio. En la misma declaración, Chávez pintó la escena final del drama, cuando, utilizando el vehículo, fueron a tirar el cadáver de Miravete en una desviación de la Calzada Insurgentes, siendo Ana Saavedra la que abrió la portezuela e hizo rodar aquel cuerpo sin vida.

También se dio lectura a la declaración de Chávez, en la que asegura que la señora Saavedra convino con “El Texano” en mandar matar a la señora Andrade a mediados de 1936, si bien Luis Medrano y Joaquín Haquet se llevaron el dinero sin cometer el crimen.

“Ya escuchó usted lo que dijo Teodoro Chávez... ¿qué dice usted a ello?”, preguntó el secretario del juzgado séptimo penal.

Con la voz apenas perceptible, Ana Saavedra comentó que era cierto todo lo que dijo Chávez: “me cegué señor juez, no supe ya de mí cuando Miguel me dijo que me desengañe, que se iba a vivir con ella”.

Aquellas palabras cayeron como plomo en medio del silencio que dominaba la estancia. Unos a otros levantaron los rostros para intercambiar miradas de inteligencia, al notar que la procesada confesaba sin tapujos.

-¿Entonces usted disparó sobre su esposo?-inquirió el secretario.

-¡Sí, señor!

-¿Y usted lo apuñaló?

-¡También es cierto!

Y de aquel pecho de mujer, que en esos momentos era blanco de todas las admoniciones, se dejó escapar un sollozo que fue inmediatamente contenido, para recobrar la misma actitud.

El secretario pidió a Ana Saavedra que dijera quiénes más que ella y el chofer Teodoro Chávez viajaban en el automóvil trágico. Y la procesada contestó que una persona de toda la confianza de ella y su esposo era el acompañante, negándose a dar el nombre de ese misterioso testigo para no comprometerlo, desde el momento en que no tomó participación alguna en el delito, ni sabía lo que iba a ocurrir, así como ella tampoco.

La policía detuvo para investigación previa al hijo de la autoviuda, Sergio Miravete Saavedra, y lo envió a la Penitenciaría, porque se creía que él había entregado el dinero a los individuos que iban a matar a Luz Andrade.

El joven declaró que su progenitora le ordenó entregar dinero a un sujeto enchamarrado, con sombrero texano, que lo esperaba en la Avenida Insurgentes, “pero no sabía que era el pago por la muerte de Luz Andrade, amiga de mi padre”. Se demostró su inocencia y fue dejado en libertad.

De pronto, el chofer Tomás Solís Huerta confesó que la señora no había matado al esposo, que habían sido él y Teodoro Chávez Bautista. De esa manera se establecía que Ana Saavedra había sido la autora intelectual del crimen.

Buscando el empleado de la justicia encontrar datos para establecer la premeditación, preguntó a la señora Saavedra si era cierto que esa noche andaba acechando al señor Miravete para vengarse, pero la procesada aseguró que hasta ella habían llegado simples rumores de las relaciones de su esposo con la señora Luz Andrade, y por eso quería desengañarse.

“¿Y la pistola?”.

“Desde hacía tiempo la llevaba conmigo” -contestó la acusada-, porque pensaba matarme a causa del alejamiento, del abandono en que me tenía mi marido, pero nunca porque yo pensara matar a mi esposo.

Cercada por el secretario, Ana Saavedra refirió que al ver salir al señor Miravete de la casa de su amiga, Luz Andrade, sintió algo extraño en su ser, una gran indignación. Y momentos después, cuando el agente aduanal trepó al coche en que ella viajaba, saltaron las primeras palabras de disgusto, recriminándole ella y contestándole él de mala manera. El proyectil perforó el rostro del agente aduanal y la pólvora quemó la piel por la cercanía del disparo. El cuerpo se ladeó y Ana trató de acomodarlo, componiéndole además el sombrero. Y al abrazarle, tentó en la bolsa de la chaqueta americana una daga que, desesperada, cogió entre sus manos y comenzó a descargar golpes, “sin saber cuántos”.

“Yo fui la que disparó el balazo, yo apuñalé a mi esposo, yo tiré el cadáver tras abrir la portezuela. Teodoro Chávez tenía miedo”, añadió.

El defensor de Ana Saavedra, licenciado José María Gutiérrez, intervino para preguntarle a qué edad se había unido a Miguel M. Miravete.

“A los quince años”, respondió.

Escapó de sus vigías

Aclarándose que Ana Saavedra a esa edad fue raptada por Miravete y, sólo hasta que llegaron once hijos al mundo, se legalizó la unión. Durante algún tiempo no tuvieron grandes recursos económicos.

“¿Es cierto que en aquel entonces el padre de usted le profetizó que tenía que matar a ese malvado algún día?”

“Sí. Tal vez mi padre veía lo que yo no alcanzaba a ver”.

Acosada por la miseria y el hambre, ella sostuvo su hogar lavando ropa en el Hotel Diligencias, que entonces pertenecía a Rafael Menéndez, en el puerto de Veracruz. Después vendió refrescos en un puesto pequeño, luego vendió carbón, maíz y forraje. En tres ocasiones salvó a su esposo con motivo de la revolución delahuertista.

-¿Es cierto que todos los bienes estaban a nombre de usted desde antes de la tragedia del jueves 19 de agosto de 1937?

-Sí.

-¿Alguna vez pensó usted ser infiel a su marido?

-¡Nunca!

La señora guardó silencio. Pero otra mujer, Guadalupe Miravete, de ojos verdes, hija de Miguel Miravete, comentó que Ana merecía “que la arrastraran a cabeza de silla”.

Manuel Rodríguez Azamar, “El Texano”, comentó ser oriundo de Veracruz y figuró al lado de Manlio Fabio Altamirano en su campaña política. Ana Saavedra le manifestó que pensaba desembarazarse de Luz Andrade. Y como él se negó, se dio el encargo a Luis Medrano y Joaquín Haquet. Ana deseaba terminar con su rival en amores porque “hacía gastar mucho dinero al agente aduanal, al grado que estaba acabando con su fortuna”.

Entonces dijo Guadalupe Miravete Saavedra que su tía Ana “arrebató el cariño de mi padre a su propia hermana Dolores -mi madre-, para despojarla del dinero y bienes inmuebles que le pertenecían”.

Los capitalinos amanecían el miércoles 12 de enero de 1938 con una noticia que les causaría indignación: la fuga de Ana Saavedra viuda de Miravete. Cronistas se referían a ella como “la homicida repulsiva y mentirosa que planeara y consumara el crimen más tremendo de la época y que de haber tenido oportunidad hubiese victimado a la mujer que se interponía entre el dinero de su marido y su ambición”.

La potentada criminal, que disfrutaba de la vida muelle y regalada, brindada por la complicidad de funcionarios judiciales, se evadió de las manos de sus custodios el martes 11 de enero, cuando éstos la condujeron a su domicilio a mudar ropa.

En aquellos días no se hablaba en todo México de otra cosa que de la fuga de la Miravete. El hecho inusitado cayó como bomba en todos los estratos sociales y se esparció como reguero de pólvora.

La noticia de que Ana Saavedra iba a ser careada con su rival en amores, picó la curiosidad de muchas personas, que acudieron al juzgado ávidas de no perder detalle del careo.

Todo estaba ya listo. Eran aproximadamente las 10:30 horas y el secretario del juzgado y el licenciado Ponciano Solórzano, en funciones de juez, se preparaban para iniciar las diligencias, esperando que Ana Saavedra llegara del Hospital General, donde había sido recluida.

Al juez Solórzano se le informó que Ana había salido del hospital a las 8:00 horas. Pasado el mediodía se confirmó el rumor... ¡La Miravete se había fugado!

Redactores y fotógrafos se trasladaron a la casa 201 de la Avenida Primavera, domicilio de Ana Saavedra, para conocer la forma en que la evasión ocurrió.

La mansión estaba custodiada tan sólo por dos agentes de la Jefatura. No fue necesaria una larga observación para percatarse de la forma en que Ana se fugó de sus “inocentes” custodios. Utilizó una escalera a través de la casa contigua.

En la Jefatura de Policía, los gendarmes aludidos, José Vázquez Navarro, placa 1397, y Demetrio González, placa 1387, se empeñaban en hacerse aparecer como víctimas de una “tomadura de pelo”. Suponiendo que no supieran de la fuga, el haber accedido a que la Saavedra fue a su domicilio a cambiarse de ropa demuestra claramente su ignorancia y falta de sentido de responsabilidad.

El jefe de la Policía, general Francisco Martínez Montoya, ofrecía una recompensa de mil pesos a la persona que proporcionara datos sobre el paradero de Ana Saavedra. Días después el monto aumentaría a 4,000 pesos.

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Pensaba fugarse a París

Ana Saavedra se entregó voluntariamente a los agentes de la Procuraduría de Justicia a la medianoche del domingo 6 de febrero de 1938. A las siete de la mañana del día siguiente ya se encontraba en una de las celdas de la Penitenciaría. Vestía las mismas ropas negras con que se le conociera en las diligencias que se le practicaron antes de su audaz fuga. Sobre su rostro caía como siempre el espeso velo como coraza para defenderse de los fotógrafos.

La viuda Miravete dijo que ni por un momento pensó en salir de la ciudad por no dejar de ver a sus hijos.

“Justamente por ellos no quise aceptar las proposiciones que se me hicieron para salir rumbo a París. Hubo personas que quisieron ayudarme y arreglaron mi viaje a bordo de una embarcación. Si es necesario que pase aquí toda mi vida para ver a mis hijos, aquí he de estar durante mis últimos años”.

Acerca de los sobresaltos que sufrió durante su escapatoria Ana dijo sin tapujos que “he sufrido lo indecible, no tuve ni un momento de tranquilidad; a todas horas atenta al menor ruido. He acabado con mi vida y ahora me encuentro aquí, mucho más tranquila, aunque sabedora que se reanuda mi calvario”. Aseguró que obedeciendo al deseo de su hijo Sergio, resolvió entregarse a los agentes de la Policía Judicial.

Se conoció la versión que, durante las noches, previa a su entrega, Ana Saavedra abandonaba su escondite para pasear por la Colonia Roma, en una incontenible ansia de libertad, sin importarle que pudiera ser reconocida por gendarmes, choferes o particulares.

El martes 8 de febrero de 1938 causó sensación y conato de rebeldía la llegada de la autoviuda Ana Saavedra a la llamada “Ampliación para Mujeres” de la Penitenciaría del Distrito Federal, lugar donde se encontraban recluidas las mujeres que habían cometido en México los más sensacionales crímenes en aquellos tiempos.

Con el nombre “La número 84-287” fue conocida desde entonces en los archivos criminalísticos oficiales, la tristemente célebre Ana María Saavedra. La viuda de Miravete, pese a sus melodramáticas actitudes, tuvo que levantarse el famoso velo negro con que invariablemente cubría su rostro, “para que el fotógrafo pudiera elaborar la ficha signalética, con el objeto de que nuestros lectores pudieran conocer las facciones de la mujer que tanto ha dado qué hablar”.

LA PRENSA fue así el primer diario metropolitano que dio al público la oportunidad de conocer el rostro de esta mujer que causó indignación por el crimen organizado contra su marido, Miguel M. Miravete Riverol, aquel 19 de agosto de 1937.

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Quedó registrado en los anales de la criminalidad metropolitana un caso que escandalizó a la sociedad de 1937. Nuestros archivos reportaron un crimen que fue calificado como “pasional”, donde un acaudalado agente aduanal y político fue asesinado de un balazo en el rostro y 11 (o 17, según varias versiones) puñaladas por su mujer y dos cómplices mercenarios.

Una amiga íntima del occiso se salvó gracias a que nunca llegó para los asesinos en “el momento oportuno”; aunque ya habían cobrado por el asesinato.

La señora Ana Saavedra sorprendió a su esposo con la amante y, por ello, el homicidio del señor Miravete fue netamente pasional, aunque el balazo y las 17 puñaladas despertaron honda indignación en la sociedad, por lo que se refiere a la saña y crueldad del caso, expresó el defensor de la autoviuda Ana Saavedra, licenciado José María Gutiérrez, el 31 de diciembre de 1937, cuando se esperaba que la autoviuda, a quien se llamó La Miravete, confesara los motivos de la “ejecución”.

Lo hizo, fue condenada a 23 años y 6 meses de prisión (después fue rebajada la condena) y, durante mucho tiempo, regaló dinero a las causas pobres para que le brindaran amistad y compañía.

En principio, el caso fue misterioso. La agresión fue perpetrada el jueves 19 de agosto de 1937.

LA PRENSA, Diario Ilustrado de la Mañana, informó que nuevamente la sociedad se conmovía ante la ferocidad de los asesinos, al extenderse la noticia del asesinato del agente aduanal Miguel M. Miravete Riverol.

Gran indignación se notó especialmente en círculos políticos y sociales, porque Miguel M. Miravete ocupó buenos puestos en la administración, sobre todo en el ramo aduanal, desde tiempos del carrancismo y, más tarde, en fábricas y comercios, siempre en el renglón aduanero.

Muchos creyeron que era un crimen político, pues apenas el lunes 16 de agosto de 1937 (tres días antes de la mortal agresión) se leyeron de prisa los dictámenes en el Colegio Electoral. El general Ramón F. Iturbe pronunció el nombre de Miguel M. Miravete como candidato triunfante por Jalapa, Veracruz. La asamblea permanecía indiferente, y ya casi para votarse el dictamen a que se hizo referencia, intervino el diputado Adán Ramírez, otro de los secretarios para pedir excusas a la asamblea, pues dijo que el dictamen estaba equivocado y que pedía la venia de los colegas para retirarlo y presentar el verdadero, lo cual se hizo a continuación.

Entre el escaso público que ocupaba las galerías y hasta en las mismas porras, causó sorpresa la equivocación, tanto más cuanto que Iturbe, que había movido la cabeza como desaprobando el procedimiento, fue llamado por el presidente del bloque, Margarito Ramírez, y quién sabe qué le dijo casi en secreto, porque a poco tomó en sus manos el nuevo dictamen y lo leyó para que se efectuara la votación, de la cual resultó triunfante el contrario de Miravete, Demetrio Gutiérrez. Entonces, una vez derrotado Miravete, ¿para qué matarlo?, se preguntaban otras personas.

Al saberse del crimen, se dijo que Miravete se había comprometido a pagar 6,000 pesos por la curul en la Cámara de Diputados. Lo que nunca se comprobó.

Fue en las primeras horas del viernes 20 de agosto de 1937, cuando una voz anónima dio aviso a la Décima Delegación del Ministerio Público, en Mixcoac, que en la calle San Antonio, colonia del Valle, apareció un hombre tendido, con numerosas heridas punzocortantes en el pecho y un balazo en la cara.

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Por documentos que estaban entre la ropa, se identificó al señor Miguel M. Miravete Riverol, de 48 años, ojos azules, cabello rubio, traje azul, camisa a rayas, zapatos cafés. En el cinturón, traía una funda de pistola sin el arma.

Los que trataron a Miravete dijeron entonces que era mundano, alegre, quizá un poco duro en sus expresiones, tomaba alcohol de vez en cuando; era afecto a los relatos para adultos y sobre todo, mujeriego.

El agente aduanal residía en una casita de la calle Primavera 201, Tacubaya, recién construida, que compartía con su esposa, Ana Saavedra de Miravete y sus hijos, Sergio y Miguel Ángel, de 20 y 23 años, respectivamente. No obstante sus costumbres libres en la calle, Miguel Miravete era un hombre serio, ordenado, amante de su familia, cumplido en sus deberes.

Fuera de su hogar, tenía una amiga íntima, Luz Andrade, a la que sostenía en Cacahuamilpa 20. Luz Andrade era leal y cariñosa; Miguel la visitaba varias horas todos los días.

El chofer, Tomás Solís Huerta, poblano, de 32 años, estaba a punto de cumplir un año al servicio de los Miravete, y declaró que el jueves 19, como a las 4:00 de la tarde, Miguel M. Miravete salió acompañado de su eposa, Ana Saavedra, y fueron a un sanatorio, donde se quedó la señora para acompañar a su hijo Sergio, quien estaba recién intervenido quirúrgicamente.

Miguel M. Miravete no había aceptado bien su derrota política y comentaba con el chofer que en la Cámara de Diputados habían dado el triunfo a “un analfabeto”. Finalmente, el auto se detuvo frente a la casa 20 de la calle Cacahuamilpa, y despidió al manejador, solicitándole que se levantara temprano al día siguiente para conseguir gasolina.

Sensacional arribo a Lecumberri

“El crimen fue de origen político, en mi concepto, porque el señor Miravete era de carácter impulsivo e insultaba en forma soez y violenta a todo el mundo”. También relató el conductor particular que hacía tiempo habían sostenido un fuerte altercado el agente aduanal y el coronel Javier Ordóñez.

Por su parte, Ana Saavedra viuda de Miravete parecía inconsolable, al igual que la anciana María Luisa Riverol, madre de Miguel; con voz pausada, dijo la viuda que hacía aproximadamente tres semanas un individuo advirtió por teléfono que donde encontrara al agente aduanal “lo iba a matar”.

“Estoy a oscuras. Quisiera ser una santa para ver todo muy claro y que se hiciera justicia. Como mujer, prometo castigar al asesino, a costa de lo que sea”, comentó.

Por su parte, Luz Andrade, sin saber que quien la interrogaba era reportero de LA PRENSA, relató que ella observó algo extraño en la conducta de Miguel M. Miravete, el jueves 19. Estaba nervioso, y se negó a tomar alguna vianda o golosina como aceptaba en otras ocasiones. Apenas si estuvo en casa unos minutos y pidió a Luz que lo acompañara hasta la puerta, siendo que por lo general le indicaba que subiera a la planta alta para que desde el balcón le despidiera. La mujer observó cuando desaparecía entre las sombras Miguel M. Miravete y jamás le volvió a ver con vida.

Por cierto que, muy avanzada la noche, se presentó Ana Saavedra en la delegación para decir que su esposo era bueno y cumplido en su hogar, pero que a principios de 1937 unas amigas de la señora le comunicaron que tenía relaciones íntimas con Luz Andrade, por lo que hubo una pequeña discusión, pero él negó todo y Ana “discretamente, no insistió”.

El lunes 23 de agosto de 1937, alguien dijo por teléfono al detective Alfonso Frías que a “Miravete lo había mandado asesinar su esposa”, pero el investigador no creyó la versión.

Sin embargo, al paso de los meses, la duda fue prendiendo en el ánimo de los policías, quienes presionaron al también chofer, Teodoro Chávez, quien confesó que conducía el auto mientras, a bordo, el agente aduanal era asesinado de un balazo y a puñaladas por la celosa mujer, Ana Saavedra “La Miravete”, la autoviuda...

Y añadió datos sobre los planes que tenía la señora para asesinar a Luz Andrade, amiga íntima de Miguel M. Miravete.

Dijo el manejador que a mediados del 1936, la señora Saavedra le solicitó el auto de alquiler que manejaba para entrevistarse con Manuel Rodríguez Azamar, quien fue contratado para dar muerte a Luz Andrade.

Manuel -quien fue celador en la cárcel del Carmen- se arrepintió porque tenía un hijo y no quería comprometer su estabilidad hogareña, así que el chofer Teodoro Chávez propuso el negocio a su amigo Luis Medrano, quien iba a recibir 2,000 pesos en efectivo en billetes de baja denominación y usados.

Los cuatro individuos estudiaron el terreno (las calles de Cacahuamilpa) y dijeron que primero debían cobrar, aunque el “asunto era regalado”.

Un joven entregó dinero a los maleantes y éstos fueron a comer a un restaurante de las calles de Arcos de Belén; volvieron más tarde a la casa de Luz Andrade, pero la señora no salió.

Luis Medrano y su cuñado, Joaquín Haquet, cobraron, pero se dieron a la fuga con el dinero... lo que comprometía al chofer Teodoro Chávez, quien era intermediario entre la señora Saavedra y los hamponcetes.

Se desengañó y, ciega a la culpa, lo mató

Despejada de toda teatralidad -se cubría el rostro casi siempre con un espeso velo negro, para evitar que los fotógrafos la retrataran tras las rejas de su prisión- el lunes 3 de enero de 1938, Ana Saavedra viuda de Miravete confesó ante las autoridades del juzgado séptimo penal su participación en el asesinato de su esposo, durante la diligencia de careo que se llevó a cabo entre la procesada y el chofer Teodoro Chávez.

Público formado por litigantes, atractivas taquígrafas, “coyotes” y curiosos, invadió el local, permaneciendo atento a todos los incidentes de la diligencia, teniendo que hacer verdaderos esfuerzos por escuchar las palabras de la señora Saavedra, quien hablaba quedamente, compungida.

Con la confesión de Ana Saavedra avanzaba rápidamente, por no decir totalmente, la labor de la justicia en un crimen que se creía quedaría siempre impune. La Policía Judicial detuvo a Manuel Rodríguez Azamar, “El Texano”, quien confesó también el papel que desempeñó en la intentona de asesinato de la señora Andrade, amiga íntima de Miguel Miravete.

Minutos después de las 11:00 horas, de un automóvil que se detuvo frente al Palacio Negro de Lecumberri, descendió una mujer enlutada, que, desde luego, la curiosidad pública identificó como Ana Saavedra viuda de Miravete; al ver que se apoyaba en el brazo del licenciado José María Gutiérrez, siguiendo a ambos otra señora igualmente vestida de negro, Mercedes Saavedra, hermana de Ana. Escoltaban a la detenida tres gendarmes provistos de carabinas y cananas, repletas de cartuchos, en alarde de fuerza.

Ana Saavedra viuda de Miravete subió lentamente la escalera que conduce al juzgado séptimo penal, donde ya esperaba el agente del ministerio público, licenciado Leobardo de la Garza, y uno de los secretarios. El juez Raúl Jaime, por gozar de una licencia, estaba ausente.

El chofer Tomás Solís Huerta relató cómo permanecieron la noche del 19 de agosto en acecho de Miguel Miravete, la señora Ana Saavedra, el compadre de ella y Teodoro Chávez, a bordo de un automóvil, en el momento que salió el agente aduanal de la casa de Luz Andrade. Y cómo subió al automóvil el citado Miravete, suscitándose una discusión entre los dos esposos, hasta el momento en que Miguel, fastidiado, dijo: “está bien, ya te desengañaste. Me voy a vivir con ella. Mándame la ropa”.

De pronto, se añadía, “se escuchó la detonación de un arma y, en seguida, por el perfume de la señora Saavedra, el chofer Teodoro Chávez se percató que ésta se había puesto de pie en la parte posterior del automóvil, y descargó varios golpes con un puñal sobre su esposo, consumándose el homicidio. En la misma declaración, Chávez pintó la escena final del drama, cuando, utilizando el vehículo, fueron a tirar el cadáver de Miravete en una desviación de la Calzada Insurgentes, siendo Ana Saavedra la que abrió la portezuela e hizo rodar aquel cuerpo sin vida.

También se dio lectura a la declaración de Chávez, en la que asegura que la señora Saavedra convino con “El Texano” en mandar matar a la señora Andrade a mediados de 1936, si bien Luis Medrano y Joaquín Haquet se llevaron el dinero sin cometer el crimen.

“Ya escuchó usted lo que dijo Teodoro Chávez... ¿qué dice usted a ello?”, preguntó el secretario del juzgado séptimo penal.

Con la voz apenas perceptible, Ana Saavedra comentó que era cierto todo lo que dijo Chávez: “me cegué señor juez, no supe ya de mí cuando Miguel me dijo que me desengañe, que se iba a vivir con ella”.

Aquellas palabras cayeron como plomo en medio del silencio que dominaba la estancia. Unos a otros levantaron los rostros para intercambiar miradas de inteligencia, al notar que la procesada confesaba sin tapujos.

-¿Entonces usted disparó sobre su esposo?-inquirió el secretario.

-¡Sí, señor!

-¿Y usted lo apuñaló?

-¡También es cierto!

Y de aquel pecho de mujer, que en esos momentos era blanco de todas las admoniciones, se dejó escapar un sollozo que fue inmediatamente contenido, para recobrar la misma actitud.

El secretario pidió a Ana Saavedra que dijera quiénes más que ella y el chofer Teodoro Chávez viajaban en el automóvil trágico. Y la procesada contestó que una persona de toda la confianza de ella y su esposo era el acompañante, negándose a dar el nombre de ese misterioso testigo para no comprometerlo, desde el momento en que no tomó participación alguna en el delito, ni sabía lo que iba a ocurrir, así como ella tampoco.

La policía detuvo para investigación previa al hijo de la autoviuda, Sergio Miravete Saavedra, y lo envió a la Penitenciaría, porque se creía que él había entregado el dinero a los individuos que iban a matar a Luz Andrade.

El joven declaró que su progenitora le ordenó entregar dinero a un sujeto enchamarrado, con sombrero texano, que lo esperaba en la Avenida Insurgentes, “pero no sabía que era el pago por la muerte de Luz Andrade, amiga de mi padre”. Se demostró su inocencia y fue dejado en libertad.

De pronto, el chofer Tomás Solís Huerta confesó que la señora no había matado al esposo, que habían sido él y Teodoro Chávez Bautista. De esa manera se establecía que Ana Saavedra había sido la autora intelectual del crimen.

Buscando el empleado de la justicia encontrar datos para establecer la premeditación, preguntó a la señora Saavedra si era cierto que esa noche andaba acechando al señor Miravete para vengarse, pero la procesada aseguró que hasta ella habían llegado simples rumores de las relaciones de su esposo con la señora Luz Andrade, y por eso quería desengañarse.

“¿Y la pistola?”.

“Desde hacía tiempo la llevaba conmigo” -contestó la acusada-, porque pensaba matarme a causa del alejamiento, del abandono en que me tenía mi marido, pero nunca porque yo pensara matar a mi esposo.

Cercada por el secretario, Ana Saavedra refirió que al ver salir al señor Miravete de la casa de su amiga, Luz Andrade, sintió algo extraño en su ser, una gran indignación. Y momentos después, cuando el agente aduanal trepó al coche en que ella viajaba, saltaron las primeras palabras de disgusto, recriminándole ella y contestándole él de mala manera. El proyectil perforó el rostro del agente aduanal y la pólvora quemó la piel por la cercanía del disparo. El cuerpo se ladeó y Ana trató de acomodarlo, componiéndole además el sombrero. Y al abrazarle, tentó en la bolsa de la chaqueta americana una daga que, desesperada, cogió entre sus manos y comenzó a descargar golpes, “sin saber cuántos”.

“Yo fui la que disparó el balazo, yo apuñalé a mi esposo, yo tiré el cadáver tras abrir la portezuela. Teodoro Chávez tenía miedo”, añadió.

El defensor de Ana Saavedra, licenciado José María Gutiérrez, intervino para preguntarle a qué edad se había unido a Miguel M. Miravete.

“A los quince años”, respondió.

Escapó de sus vigías

Aclarándose que Ana Saavedra a esa edad fue raptada por Miravete y, sólo hasta que llegaron once hijos al mundo, se legalizó la unión. Durante algún tiempo no tuvieron grandes recursos económicos.

“¿Es cierto que en aquel entonces el padre de usted le profetizó que tenía que matar a ese malvado algún día?”

“Sí. Tal vez mi padre veía lo que yo no alcanzaba a ver”.

Acosada por la miseria y el hambre, ella sostuvo su hogar lavando ropa en el Hotel Diligencias, que entonces pertenecía a Rafael Menéndez, en el puerto de Veracruz. Después vendió refrescos en un puesto pequeño, luego vendió carbón, maíz y forraje. En tres ocasiones salvó a su esposo con motivo de la revolución delahuertista.

-¿Es cierto que todos los bienes estaban a nombre de usted desde antes de la tragedia del jueves 19 de agosto de 1937?

-Sí.

-¿Alguna vez pensó usted ser infiel a su marido?

-¡Nunca!

La señora guardó silencio. Pero otra mujer, Guadalupe Miravete, de ojos verdes, hija de Miguel Miravete, comentó que Ana merecía “que la arrastraran a cabeza de silla”.

Manuel Rodríguez Azamar, “El Texano”, comentó ser oriundo de Veracruz y figuró al lado de Manlio Fabio Altamirano en su campaña política. Ana Saavedra le manifestó que pensaba desembarazarse de Luz Andrade. Y como él se negó, se dio el encargo a Luis Medrano y Joaquín Haquet. Ana deseaba terminar con su rival en amores porque “hacía gastar mucho dinero al agente aduanal, al grado que estaba acabando con su fortuna”.

Entonces dijo Guadalupe Miravete Saavedra que su tía Ana “arrebató el cariño de mi padre a su propia hermana Dolores -mi madre-, para despojarla del dinero y bienes inmuebles que le pertenecían”.

Los capitalinos amanecían el miércoles 12 de enero de 1938 con una noticia que les causaría indignación: la fuga de Ana Saavedra viuda de Miravete. Cronistas se referían a ella como “la homicida repulsiva y mentirosa que planeara y consumara el crimen más tremendo de la época y que de haber tenido oportunidad hubiese victimado a la mujer que se interponía entre el dinero de su marido y su ambición”.

La potentada criminal, que disfrutaba de la vida muelle y regalada, brindada por la complicidad de funcionarios judiciales, se evadió de las manos de sus custodios el martes 11 de enero, cuando éstos la condujeron a su domicilio a mudar ropa.

En aquellos días no se hablaba en todo México de otra cosa que de la fuga de la Miravete. El hecho inusitado cayó como bomba en todos los estratos sociales y se esparció como reguero de pólvora.

La noticia de que Ana Saavedra iba a ser careada con su rival en amores, picó la curiosidad de muchas personas, que acudieron al juzgado ávidas de no perder detalle del careo.

Todo estaba ya listo. Eran aproximadamente las 10:30 horas y el secretario del juzgado y el licenciado Ponciano Solórzano, en funciones de juez, se preparaban para iniciar las diligencias, esperando que Ana Saavedra llegara del Hospital General, donde había sido recluida.

Al juez Solórzano se le informó que Ana había salido del hospital a las 8:00 horas. Pasado el mediodía se confirmó el rumor... ¡La Miravete se había fugado!

Redactores y fotógrafos se trasladaron a la casa 201 de la Avenida Primavera, domicilio de Ana Saavedra, para conocer la forma en que la evasión ocurrió.

La mansión estaba custodiada tan sólo por dos agentes de la Jefatura. No fue necesaria una larga observación para percatarse de la forma en que Ana se fugó de sus “inocentes” custodios. Utilizó una escalera a través de la casa contigua.

En la Jefatura de Policía, los gendarmes aludidos, José Vázquez Navarro, placa 1397, y Demetrio González, placa 1387, se empeñaban en hacerse aparecer como víctimas de una “tomadura de pelo”. Suponiendo que no supieran de la fuga, el haber accedido a que la Saavedra fue a su domicilio a cambiarse de ropa demuestra claramente su ignorancia y falta de sentido de responsabilidad.

El jefe de la Policía, general Francisco Martínez Montoya, ofrecía una recompensa de mil pesos a la persona que proporcionara datos sobre el paradero de Ana Saavedra. Días después el monto aumentaría a 4,000 pesos.

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Pensaba fugarse a París

Ana Saavedra se entregó voluntariamente a los agentes de la Procuraduría de Justicia a la medianoche del domingo 6 de febrero de 1938. A las siete de la mañana del día siguiente ya se encontraba en una de las celdas de la Penitenciaría. Vestía las mismas ropas negras con que se le conociera en las diligencias que se le practicaron antes de su audaz fuga. Sobre su rostro caía como siempre el espeso velo como coraza para defenderse de los fotógrafos.

La viuda Miravete dijo que ni por un momento pensó en salir de la ciudad por no dejar de ver a sus hijos.

“Justamente por ellos no quise aceptar las proposiciones que se me hicieron para salir rumbo a París. Hubo personas que quisieron ayudarme y arreglaron mi viaje a bordo de una embarcación. Si es necesario que pase aquí toda mi vida para ver a mis hijos, aquí he de estar durante mis últimos años”.

Acerca de los sobresaltos que sufrió durante su escapatoria Ana dijo sin tapujos que “he sufrido lo indecible, no tuve ni un momento de tranquilidad; a todas horas atenta al menor ruido. He acabado con mi vida y ahora me encuentro aquí, mucho más tranquila, aunque sabedora que se reanuda mi calvario”. Aseguró que obedeciendo al deseo de su hijo Sergio, resolvió entregarse a los agentes de la Policía Judicial.

Se conoció la versión que, durante las noches, previa a su entrega, Ana Saavedra abandonaba su escondite para pasear por la Colonia Roma, en una incontenible ansia de libertad, sin importarle que pudiera ser reconocida por gendarmes, choferes o particulares.

El martes 8 de febrero de 1938 causó sensación y conato de rebeldía la llegada de la autoviuda Ana Saavedra a la llamada “Ampliación para Mujeres” de la Penitenciaría del Distrito Federal, lugar donde se encontraban recluidas las mujeres que habían cometido en México los más sensacionales crímenes en aquellos tiempos.

Con el nombre “La número 84-287” fue conocida desde entonces en los archivos criminalísticos oficiales, la tristemente célebre Ana María Saavedra. La viuda de Miravete, pese a sus melodramáticas actitudes, tuvo que levantarse el famoso velo negro con que invariablemente cubría su rostro, “para que el fotógrafo pudiera elaborar la ficha signalética, con el objeto de que nuestros lectores pudieran conocer las facciones de la mujer que tanto ha dado qué hablar”.

LA PRENSA fue así el primer diario metropolitano que dio al público la oportunidad de conocer el rostro de esta mujer que causó indignación por el crimen organizado contra su marido, Miguel M. Miravete Riverol, aquel 19 de agosto de 1937.

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