La matanza de San Valentín

Chicago era la capital de la corrupción, el Charleston y la Ley Seca, donde corrió sin medida el alcohol, la sangre y el juego aquella mañana del 14 de febrero de 1929

Alfredo Sosa | La Prensa

  · viernes 11 de febrero de 2022

Este caso es, estimado lector, la historia fascinante de una prohibición y sus diversas consecuencias, pero no es una prohibición común y corriente ni tampoco en un lugar cualquiera, se trata de la Ley Volstead (o Ley Seca) implementada a principios de 1920 en Estados Unidos, su relación con las mafias gansteriles y sus secuelas salvajes, pero sobre todo, sangrientas y cómo se conectaron con el tan conocido episodio llamado: la matanza del Día de San Valentín, ocurrida en la ciudad de Chicago en 1929.

A grandes rasgos, entre los años de 1830 y 1890, llegaron a Estados Unidos más de 15 millones de inmigrantes provenientes de Europa, en su mayoría fueron irlandeses y alemanes, quienes conformaron una sociedad media baja, que eran obreros o encargados de aparador, principalmente. Éstos, fieles a sus costumbres de sus países de origen, solían beber grandes cantidades de cerveza y whisky, pues las tenían por mayor gusto. Así, cuando terminaban su jornada de trabajo solían acudir por las tardes a la taberna para sacar la tensión y el estrés de la vida cotidiana.


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Sin embargo, otro sector de la sociedad estadounidense: los conservadores y nacionalistas veía con malos ojos las formas en cómo se divertían y entretenían estos trabajadores, pues las consideraban nocivas, desordenadas y el origen de una ascendente delincuencia y violencia en las principales ciudades de Estados Unidos, como Nueva York, Los Ángeles, Chicago, Boston, entre otras. Las mujeres fueron las que pagaron los platos rotos, pues el consumo de alcohol estuvo muy ligado a la violencia doméstica, y pensaron que, a menos consumo de bebidas embriagantes, menor refriega contra las féminas.

Fue así, como en 1919, se comenzaron a formar asociaciones que propusieron erradicar por completo la venta y consumo de alcohol. Una de ellas fue la Liga Anti-Salón de las Mujeres de la Templanza Cristiana (Anti-Saloon League of Women’s Christian Temperance), un grupo de mujeres que se aliaron con autoridades y empresarios para terminar con el problema. Juntos crearon la Comisión Contra el Crimen en la ciudad de Chicago, la cual tuvo el apoyo de los congresistas republicanos, en especial de Andrew J. Volstead, un senador, quien fue el principal impulsor de la propuesta, la cual llevó su nombre.

Después de tres meses de debate en el Congreso estadounidense, a finales de 1919, los legisladores aprobaron la Ley Seca, la cual entró en vigor el 16 de enero de 1920 y estipuló que se prohibía la producción, distribución, venta y consumo de bebidas embriagantes en todo el territorio de Estados Unidos. La medida tuvo como objetivo terminar con los robos, riñas, y también con salones, cabarets y tabernas, donde los obreros acudían a beberse un whisky, ron o cerveza para olvidarse de la monotonía.

Años 20 en Chicago, la capital de los gánsteres y la corrupción.

En un corto tiempo, la Ley Volstead provocó que miles de personas se quedaran sin empleo, pues las fábricas destiladoras cerraron, en consecuencia las tabernas, por lo que ya no fueron necesarios los servicios de agricultores, destiladores, repartidores, obreros y taberneros. Fue en ese momento, cuando las mafias del crimen organizado supieron jugar la carta adecuada para su beneficio, pues construyeron toda una industria que produjo alcohol de manera clandestina, la cual les retribuyó ganancias millonarias.

Dos bandos de la mafia fueron los protagonistas que se encargaron de teñir de sangre y violencia los años 20 en Estados Unidos. Por un lado, la banda liderada por Alphonse Gabriel Capone, mejor conocido como Al Capone; por el otro, su más odiado rival, un sujeto llamado George “Bugs” Moran, quien encabezaba al grupo delictivo contrario. Así que, hecha la ley, hecha la trampa, pues los archivos policiacos registraron el primer crimen en la ciudad de Chicago, a consecuencia de la Ley Volstead, en marzo de 1920, cuando dos hombres de la banda de Al Capone: Frankie Lake y Terry Logan asesinaron a un repartidor para robarle el camión repleto con barriles de cerveza.

Andrew J. Volstead, senador republicano.

Los grupos delictivos se enriquecieron gracias a la corrupción, ya que tuvieron el apoyo de políticos y corporaciones policiacas, a quienes compraron con sobornos que les permitieron producir, distribuir, vender y consumir alcohol. Decenas de fábricas destiladoras y tabernas operaban día y noche en sótanos donde producían y servían alcohol incluso, a las mismas autoridades que se pasaban para cobrar sus cuotas. Además de eso, las mafias contrataron a miles de personas que habían perdido su empleo a causa de la Ley Seca. En algún momento, bandas como la de Al Capone comenzaron a ser bien vistas por los ciudadanos, pues de algún modo, les satisfacía la necesidad de tener un empleo y poderse beber una copa de whisky.

Así pues, el gobierno de Estados Unidos quiso “limpiar”, “purgar” al país del consumo excesivo de alcohol y sus fatídicas consecuencias por medio de la prohibición, pero lo único que consiguió fue que las mafias del crimen se desarrollaran a niveles nunca imaginados. La disputa por el control de este gran negocio incrementó y recrudeció los enfrentamientos entre bandas gangsteriles; uno de los sucesos más sangrientos fue el que ocurrió el Día de San Valentín de 1929.

Chicago sangriento

I. Una causa incierta

os golpes contundentes no son espontáneos, se planean durante un tiempo y son producto de una sorpresa o una venganza. Lo sorpresivo implica actuar como si todo transcurriera de manera normal.

Así fue aquella mañana del jueves 14 de febrero de 1929 en el garaje de North Street Clark número 2122, en apariencia normal, pero que en el fondo encubría uno de los asesinatos más atroces que se hayan registrado.

La cúspide de la violencia había llegado aquel día de San Valentín de 1929 a la Ciudad de los Vientos, en la implacable guerra del hampa, cuando se registraron los asesinatos de siete miembros de la banda de George “Bugs” Moran.

Se creyó que aquello respondía a que “Bugs” había roto el acuerdo de “Las cinco reglas”, firmado en la primera cumbre de hampones de Chicago el 11 de enero de 1927.

Moran había invadido territorios que no le pertenecían y saqueó cargamentos de Frank Foster, un conocido traficante de whisky canadiense. Ante tales acontecimientos, se pensó que Capone había decidido frenar los abusos de “Bugs”, pues además era uno de sus rivales, cuyo odio mutuo residía hasta la médula.

Aunque, como veremos más adelante, existen varias teorías en torno a la matanza registrada aquel día, y quizás no haya sido Al Capone quien ordenó ni ejecutó el asesinato, pero en algo mínimamente estuvo relacionado, ya que era el emperador del crimen en Chicago y nada sucedía sin que él lo supiera.

Estadounidenses, con copa en mano, siguieron con interés el veredicto sobre la Ley Seca.

II. North Clrak Street

En una ciudad de alrededor de 3 millones de habitantes en aquel año de 1929, los asesinos de los siete miembros de la banda de “Bugs” Moran entraron y salieron prácticamente como si lo hubieran hecho bajo el cobijo de la noche y de las sombras, y casi sin dejar rastro, quizá tan sólo un par de indicios.

George Moran había heredado el poder de Dean O’Bannion y se había establecido en el garaje de North Clark Street 2122, un edificio de ladrillo con un callejón en la parte trasera; en la fachada había un cristal grande con las letras inscritas S.M.C. Cartage Co., que significaban algo, pero sólo servía para despistar, ya que ese lugar era el centro de distribución de licores clandestinos de George Moran.

En la entrada había la simulación de una oficina que abarcaba de muro a muro y al cabo de ésta una puerta de madera comunicaba con el garaje. Al salir por la parte posterior había un callejón que conectaba con la Avenida Garfield por un lado y con la Avenida Webster por el otro; en los alrededores existían casas antiguas y pequeñas tiendas.

Alrededor de las 10:00 horas, los siete que habrían de morir se encontraban dentro del garaje, éstos eran: Adam Heyer, James Clark, Alfred Weinshank, Frank y Peter Gusenberg, John May y el doctor Reinhart H. Schwimmer.

III. Los corderos

Y no es que los que estuvieran por morir fueran unas blancas palomillas, sino que también se trataba de una laya de criminales que había asesinado como los habrían de matar.

Por ejemplo, Peter Gusenberg había participado en las batallas más remotas de la banda del norte desde los tiempos de Dean O’Bannion; y su hermano Frank había pasado tres años en la prisión de Joliet por robo y luego otros tres más por el asalto a una casa de correos, pero en la penitenciaria de Levenworth.

James Clark en realidad no era James Clark sino Albert, y también había estado en la prisión de Joliet, acusado de robo y, más tarde, en la de Pontiac, por los cargos de asesinato. John May parecía un muchacho que no había acabado de desarrollarse y por un tiempo se dedicó a volar cajas de seguridad, hasta que se unió a la banda de Moran, pero en la organización criminal sólo se desempeñaba como mecánico en el garaje.

Por su parte, Adam Heyer era un expresidiario que atendía las transacciones comerciales Weinshank, antiguo propietario de un club en Broadway, que a su vez era funcionario de la asociación central de tintoreros y quitamanchas, y no hacía mucho que pertenecía a la banda de Moran.

Finalmente, el doctor Shwimmer, quien no se supo nunca con certeza si realmente perteneció a la banda de Moran, aunque sí era amigo cercano de éste. El doctor Shwimmer se jactaba con frecuencia de esa amistad y actuaba de forma déspota, afirmando que podría matar a cualquiera bajo la protección de los secuaces de la banda del norte.

IV. La catástrofe

Aquella mañana fatal, todos -menos unocharlaban descuidadamente en una esquina del garaje; cuatro de ellos estaban sentados y dos de pie. Vestían sus abrigos, salvo Clark, y todos esperaban impacientes las órdenes de Moran, que se había demorado para despedir a los Gusenberg, que saldrían al mediodía con camiones vacíos rumbo a Detroit, para regresarlos llenos de whisky, pasado de contrabando por la frontera canadiense.

Un gangster lleva siempre su arma y en los momentos previos a la matanza era más preciso que éstos llevaran las suyas. Pero lo ignoraban. May se encontraba un poco alejado, revisando un camión y cerca de él estaba “Highball”, un pastor alemán que permanecía amarrado a la llanta de un camión. Mataban el tiempo en una espera inútil todos, incluso “Highball” en su mundo cuadrúpedo.

Afuera, un pequeño incidente -que no trascendió- daría la pauta para la coyuntura de la matanza. Sobre la Avenida Webster apareció un enorme carro pintado de negro que parecía un carro de policía; al doblar por el sur en Clark Street, un camión lo rozó levemente. El conductor del auto negro se bajó para ver qué había pasado y Elmer Lewis, el camionero, también bajó y se acercó; entonces, el otro le hizo una seña para indicar que no era nada. Elmer sintió alivio, regresó a su camión y más adelante aparcó para descargar su mercancía.

Recordó haber visto en el coche de policía a cuatro hombres sin contar al chofer; dos de éstos llevaban uniforme y uno iba adelante y usaba gafas oscuras. Al mirar hacia atrás, Elmer Lewis miró que el coche se había detenido frente a un garaje.

El auto negro de policía se estacionó frente al 2122 de North Clark Street. El chofer permaneció en el volante mientras los otros penetraban en la oficina donde no había nada ni nadie y caminaron hacia la puerta de madera que conectaba con el garaje.

Una vez que entraron en el garaje no lograron distinguir a nadie, salvo a May, que estaba bajo el camión y “Highball”, que no emitió ningún aviso. Así pues, avanzaron hacia el fondo a través del pasillo que se formaba entre los camiones. De pronto estalló ante su vista la reunión de los seis, quienes miraron de soslayo desde su rincón.

Pero aunque la visita de la policía siempre era incómoda, casi parecía una costumbre, por lo cual los hombres no se sorprendieron ni hubo sospechas. En cierta medida, los tranquilizó el hecho de que fueran vestidos con el uniforme policial, pues los polis venían de vez en cuando al garaje de “Bugs” Moran casi siempre en son de amistad y a veces sólo pasaban a matar un poco de tiempo y quizá beber un poco de licor.

Pero esos hombres no habían ido a charlar ni a tomar licor. Sin demora, éstos se colocaron en fila frente al grupo; y éstos, quizá un poco extrañados, no entendieron. Los recién llegados entonces desenfundaron sus ametralladoras de los extremos de sus abrigos.

Uno gritó: “En fila y cara a la pared”, y esa orden fue como un rugido que los desarmó incluso de su voluntad. Los seis hombres se formaron en fila; May salió de debajo del camión y ocupó un lugar en el patíbulo junto a los otros. Quizá aún no se daban cuenta de que la muerte estaba allí para llevárselos, porque de haberlo hecho es seguro que esos gangsters veteranos hubieran dado batalla, en vez de morir como perros.

Fueron despojados de sus pistolas y accidentalmente el revólver de Weinshank cayó y quedó como testigo de la balacera. Todos quedaron desarmados y ya eran cadáveres, pero aún no lo sabían.

Decrépitos, cabizbajos y sin sudar se miraron en el espejo de la pared de ladrillo desnuda y quizá lo comprendieron, aunque fue demasiado tarde. Tras un breve silencio, rugieron las ametralladoras contra los hombres de Moran. Como si regaran con una manguera un jardín, así repasaban las ametralladoras de los asesinos sobre los siete.

El famoso Al Capone.

De tan cerca que se encontraban de los ejecutados, cuando las balas atravesaban sus cuerpos, parecía como si las heridas hubieran sido hechas por filosos cuchillos, ya que arrancaban trozos de carne. Las balas se estrellaban en el muro y dejaban hoyos del tamaño de un puño.

Aquel oscuro rincón se encendió como la boca del infierno y como un trueno acabó pronto con todos. No tuvieron tiempo ni siquiera de volver la vista, pues en un instante recibieron de 18 a 20 balas cada uno. No cayeron amontonados como cádaveres vulgares, sino que se desplomaron como árboles talados: Weinshank, Heyer, May y Schwimmer quedaron boca arriba; Clark dio de bruces contra la pared y Peter Gusenberg cayó con la cabeza y los hombros sobre una silla y las rodillas sobre el suelo. Sólo Frank aún alcanzó a sobrevivir para comunicar que los perpetradores habían sido policías.

Tan pronto como acabaron con su cometido, los matones representaron la actuación de haber detenido a algunos, pues dos de ellos salieron con las manos en alto mientras parecía que eran escoltados por los policías.

Finalmente, se treparon al automóvil negro, dieron marcha y lentamente se hundieron en el misterio, alejándose del 2122 de North Street Clark.

Con las fuerzas liberadas del crimen y la producción clandestina de bebidas embriagantes en auge, dos líquidos corrían a chorros durante los violentos años veinte: el alcohol y la sangre. Y, aunque las redadas, decomisos y arrestos de la policía eran constantes no podían terminar con el ilícito negocio. Los agentes policiacos pasaban horas destruyendo botellas y barriles de alcohol para que su contenido terminara en las alcantarillas.

El poder de Al Capone era absoluto, su red pudo extenderse a todo lo largo y ancho de Estados Unidos, pero sin duda, el control del negocio en las fronteras con Canadá y México fueron vitales, pues gran parte del alcohol producido ingresaba por esas zonas, con la contemplación de las autoridades aduanales, quienes recibían un significativo soborno y unas cuantas cajas o barriles de cerveza o whisky.

Así que se cuenta que una noche de diciembre de 1925, en Ciudad Juárez, Chihuahua, muy cerca de la zona fronteriza de El Paso, Al Capone y más de 20 hombres armados con metralletas Thompson bajaron de tres lujosos Cadillac Town e ingresaron al bar El Nuevo Trívoli; se reunieron con otros sujetos que, al parecer eran los dueños de la compañía D.M. Distillery Co., la mayor productora de whisky de todo México en los años 20 y 30. El líder de la mafia era muy astuto y pensaba en todo, no hay duda de que aquella noche Al Capone se aseguró de cerrar un buen negocio, que le permitió cubrir la demanda de alcohol de sus clientes en los Estados Unidos.

Todo parece indicar que Ciudad Juárez jugó un papel determinante en el tráfico de bebidas alcohólicas de Al Capone, y de paso, benefició la economía del Estado de Chihuahua y de las principales urbes como Guadalajara y la Ciudad de México, pues se estima que más de 400 mil estadounidenses cruzaban la frontera para divertirse en las cantinas y cabarets mexicanos, donde podían beber y acceder a la prostitución sin ningún problema.

Por otra parte, el historiador Jesús Vargas Valdés, afirma en su libro “Breve historia de Ciudad Juárez”, que: “el contrabando de alcohol en la frontera y los peligros del mismo por los retenes de la policía llevó a las bandas traficantes mexicanas, a contratar a personas que pasaran la mercancía a través del río Bravo, donde los enfrentamientos se recrudecieron y perdieron la vida muchos connacionales, en su mayoría de bajos recursos”.

Agentes policiacos dedicaban horas de su tiempo a destruir y confiscar botellas de alcohol.

También señala que estos hechos marcaron la historia y rumbo de Ciudad Juárez, debido a que años después, a finales de los 60, el negocio cambió y así surgieron los narcotraficantes con las mismas rutas y técnicas que emplearon en el pasado, y donde proliferaron los cárteles de la droga en la zona fronteriza entre México y Estados Unidos.

Para ese momento, ciudades de la Costa Este de Estados Unidos como Brooklyn, Nueva York, Kansas City, Miami, Boston, Ohio, Michigan, Wisconsin, Alabama y Chicago apuntalaban el imperio del alcohol de Al Capone, quien ya era el gánster más poderoso y el enemigo público número uno del gobierno estadounidense.

Versiones sobre la matanza

La carnicería cometida por los sicarios de Al Capone con sus estruendosas metralletas, la mañana del Día de San Valentín de 1929, marcó un antes y un después en la forma de pensar de la sociedad estadounidense. Si las bandas en un principio fueron bien vistas por la gente, debido a que había dado trabajo y la oportunidad de disfrutar de una copa de whisky a muchas personas; a partir de aquel suceso fueron tomados por lo que realmente eran: criminales sanguinarios. Las imágenes de la masacre en las primeras planas de los diarios de Estados Unidos y de todo el mundo impactaron tanto que, la ciudadanía pidió terminar con ellos.

¿Pero, realmente qué hizo la autoridad al respecto? Pues muy poco, ya que en principio la Policía de Chicago no estuvo interesada en resolver la matanza, a menos que Al Capone estuviera involucrado; así que trató de responsabilizarlo, pero no tuvo éxito.

Por ello, el Presidente de Estados Unidos, Herbert Hoover, pidió que se contratara al mejor experto en balística para investigar el caso, y recurrieron a Calvin Goddard, quien tras sus indagatorias, comprobó que en la matanza de San Valentín, los criminales no usaron armas pertenecientes a la Policía de Chicago.

Por otra parte, en diciembre de 1929, la Policía de Michigan arrestó a Fred “Killer” Burke por asesinar a un agente de la corporación. Este sujeto trabajaba para Al Capone y cuando se cateó su domicilio, en él, las autoridades hallaron un imponente arsenal, el cual analizó Goddard y reveló que dos de aquellas armas decomisadas, se habían usado el 14 de febrero de ese mismo año. Sin embargo, inexplicablemente lo dejaron libre.

A un año de la masacre, la investigación estaba en punto muerto, no había un solo detenido. La Policía de Chicago nunca pudo demostrar la participación de Al Capone en aquella sangrienta masacre, pese a ello, a mediados de 1931, fue encarcelado y acusado por evasión de impuestos; para noviembre de 1931, un juez cerró por completo la averiguación. No obstante, la duda por los dos policías que entraron y salieron de aquel almacén, cobró fuerza entre la sociedad estadounidense.

Calvin Goddard, el experto en balística, presenció una recreación de la matanza de San Valentín.

Georgette la inoportuna

Con Al Capone tras las rejas y la investigación cerrada sobre lo acontecido el 14 de febrero de 1929, apareció una mujer que resultó muy irritante e incómoda para el gobierno de Estados Unidos: ella fue Georgette Winkler, esposa de Gus Winkler, un sicario que trabajaba para “Scarface” (“Caracortada”), como también nombraban a Al Capone.

Tras la muerte de Gus, en 1932, Georgette escribió unas cartas que envió al FBI, en las que hablaba de la masacre de San Valentín y afirmaba que su esposo había participado en ella. Contó que pocos días antes de los sangrientos hechos, su marido se reunió con un sujeto llamado George Guest, quien también trabajaba para Al Capone y estaba vestido con uniforme de policía, motivo que les causó mucha gracia y no paraban de reírse.

También señaló que los dos policías que abrieron fuego aquella mañana, eran dos matones de Al Capone, de origen estadounidense y no de ascendencia italiana, como lo afirmó la Policía de Chicago; además mencionó que las armas se las había proporcionado Fred “Killer” Burke.

La versión de Georgette sonaba congruente, sin embargo el FBI no le creyó y la tildaron de oportunista y de querer sacar ventaja para vender un libro.

Pero las autoridades policiacas se llevaron una sorpresa cuando en enero de 1935, el convicto Byron Bolton confesó desde su reclusión en una prisión de San Luis, Misuri, que Al Capone planeó la matanza de San Valentín en una reunión que sostuvo con varios de sus hombres en Wisconsin. Al capo de la mafia se le ocurrió utilizar a dos sujetos vestidos de policías que no tuvieran rasgos extranjeros para no levantar sospechas, todo ello, con el objetivo de asesinar a “Bugs” Moran y quedarse con el control absoluto del negocio del contrabando de alcohol. Sin embargo, aquella mañana, Moran salvó la vida debido a que llegó tarde a la cita.

A pesar de que la confesión de Bolton también encajaba, el FBI no mostró interés para resolver el caso. ¿Acaso había algo que la policía no quería que se supiera? ¿Por qué mostraba desinterés en resolver el caso? El asunto no terminó ahí, pues en 1935, un burócrata llamado Frank Farrell envió un documento a la Policía de Chicago, donde explicaba que el 14 de febrero de 1929, los agentes que participaron en la masacre sí pertenecían a esa corporación y que lo habían hecho motivados por una venganza. Al parecer, en diciembre de 1928, un tipo llamado William Davern, quien era bombero e hijo de un policía de Illinois, tuvo una discusión en el bar C&O, con uno de los matones de “Bugs” Moran y recibió un disparo en el estómago.

Después, los hombres de Moran subieron a Davern a un auto y lo fueron a arrojar a varios kilómetros de distancia, creyendo que estaba muerto. Éste, herido de gravedad logró pedir ayuda y lo llevaron a un hospital, donde recibió la visita de un primo suyo de nombre Jack White, apodado “El Tres Dedos”, un sujeto también al servicio de Al Capone.

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Davern explicó a su primo lo sucedido y después de varios días hospitalizado, murió. Así que Farrell declaró a la policía que “El Tres Dedos” había organizado y llevado a cabo la matanza para vengar a su primo asesinado. Se cuenta que la mañana del 14 de febrero de 1929, Jack White condujo el auto de donde bajaron los sicarios para vaciar sus metralletas Thompson contra los hombres de Moran. Al final, esta versión fue la más aceptada por la sociedad estadounidense, y la cual, el FBI y la Policía de Chicago se encargaron de sostener y difundir.

Alrededor de los años 60, los protagonistas de esta historia ya estaban en su mayoría muertos, ninguno de ellos tuvo un final feliz.

Algunos terminaron asesinados por sicarios de la mafia rival, otros en prisión. Pero Al Capone falleció aterrorizado por los demonios de la locura, desatados por una sífilis que lo llevó a la muerte en enero de 1947.

Este 14 de febrero se cumplen 90 años de la matanza de San Valentín y hasta hoy, esta fascinante historia sigue rodeada de incertidumbre y misterio.

Y todo comenzó por una prohibición absurda, que provocó, que las bandas del crimen organizado se empoderaran y causaran el terror por más de una década en Estados Unidos. Al fin y al cabo, la Ley Volstead o Ley Seca no estuvo ni cerca de terminar con la producción ni el consumo de alcohol, pues prohibir sólo desencadenó el deseo.

Por último, el 5 de diciembre de 1933 se revocó oficialmente la Ley Seca, tras casi 14 años de su aprobación. Para ese momento, Estados Unidos estaba hundido en una de las peores crisis económicas de su historia, pues en 1929 la Bolsa de Nueva York había caído estrepitosamente y millones de personas lo perdieron todo. Pese a esto, el whisky y la cerveza nunca supieron mejor, pues al ciudadano se le devolvió el derecho de disfrutar y pasar un buen rato en compañía de los amigos, disfrutando de un buen trago.

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