Muy al estilo de los gánsteres estadounidenses, el 12 de octubre de 1957 fue cometido aquí en la Ciudad de México un sensacional secuestro, siendo la víctima un joven sacerdote español, por cuyo rescate se pidieron 150,000 pesos.
La cantidad no había sido entregada, pues los plagiarios supieron que estaba interviniendo la ley y no volvieron a dar señales de vida; pero, como no habían liberado al presbítero ibero, muchos pensaban, veinte días después -jueves 31 de octubre de 1957 cuando se dio la noticia-, que ya había sido asesinado.
Lo anterior fue explicado por el diarista Carlos Borbolla el viernes 1 de noviembre de 1957. Además, agregó en su nota que el 24 de octubre se recibió una carta escrita por el propio sacerdote, en la que se leía: “Que la policía deje de intervenir o todo estará perdido”.
Ante tal disyuntiva, los cuerpos policiacos se retiraron, ya que desde entonces no volvió a saberse nada del secuestro de la víctima. Y en los días posteriores, se desconocía qué se estuviera haciendo para resolver el caso, pero con certeza se supo que los tres cuerpos policiacos importantes de aquel entonces habían puesto todo su empeño para al joven padrecito con vida.
Supuestamente, el padre Leopoldo Durán Zarazúa, de 28 años, pertenecía a una orden religiosa formada por monjes de nacionalidad española que se habían diseminado por el mundo buscando jóvenes con vocación religiosa, con el objeto de enviarlos a varios seminarios de España para, posteriormente, diseminarlos por diversas partes del mundo para que difundieran el bien y las enseñanzas de Jesucristo.
Justamente, el padre Leopoldo había sido enviado a San Luis Potosí para cumplir con su misión predicadora. Y se sabía que regresaría a la metrópoli el 14 de octubre, hecho que no ocurrió, pero sucedió algo que llamó demasiado la atención como para no tomarlo en cuenta. Pues sucedió que días previos al regreso del religioso, en el templo donde residía, se estuvieron recibiendo llamadas anónimas que preguntaban cuándo regresaría, lo cual hizo pensar que los secuestradores estaban atentos a que arribara para secuestrarlo.
En el templo nadie sospechó algo malo cuando el religioso no se presentó en la fecha señalada de su arribo; muy al contrario, creyeron que algo relacionado con la orden lo había retenido en tierras potosinas. Y fue hasta el miércoles 16 de octubre cuando se encendieron las alarmas.
Pedían 150 mil pesos
La primera carta de rescate que enviaron los plagiarios la recibió el padre provincial, superior del reverendo. Y aunque se desconocía el texto completo del mensaje, un informante de LA PRENSA dijo que en ella se exigían 150 mil pesos por liberar al R. P. Leopoldo.
“Tenemos en nuestro poder al padre Durán. Si quieren volver a verlo vivo, no hagan escándalo ni den parte a la policía y tengan listos 150 mil pesos…” Los secuestradores avisaron que volverían a llamar para concertar cuándo y dónde tenía que ser entregado el dinero.
Pero ante la imposibilidad de los religiosos para reunir la cuantiosa cantidad, decidieron dar aviso a las autoridades.
Alguien de la congregación religiosa -no se precisó quién- fue a Gobernación y habló con un funcionario menor de la dependencia, quien lo remitió a la Procuraduría, sabedor de su incapacidad por dar seguimiento al caso. Por tal motivo, el caso fue puesto en conocimiento de uno de aquellos detectives efectivos de la época, cuyo nombre era de los más reconocidos entre agentes y delincuentes.
Fue así como al estilo cinematográfico, se tendió una red policiaca dentro de un secreto que debía ser absoluto, pues “cualquier error podía costar la vida del padre Durán” y para que los secuestradores no pudieran darse cuenta y lograran atraparlos en cuanto dieran señales de vida, con la seguridad de que el sacerdote sería salvado.
La secrecía en torno a la investigación evitó que la noticia fuera difundida por los periodistas, pues en ninguna oficina policiaca se daban informes, ni se observaron señales de la actividad desplegada.
Aunque al final de cuentas, relató el reportero del diario de las mayorías: “LA PRENSA pudo saltar la muralla y conocimos los movimientos policiacos y demás detalles que fueron sucediendo, mientras con verdadera angustia se veían pasar las horas, los días y las noches sin que se pudiera rescatar al sacerdote español”.
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Agentes disfrazados
El comandante Francisco Aguilar Santa Olalla puso en movimiento a detectives de la Policía Judicial del Distrito, desde su segundo de abordo hasta el más humilde.
El primer movimiento consistió en vigilar el templo, y para evitar sospechas, hubo necesidad de que dos agentes fueran a la iglesia y desde entonces se quedaran allí, de guardia, disfrazados de sacerdotes y haciendo vida común con los compañeros del padre Leopoldo.
Por otra parte, los agentes de la Dirección Federal de Seguridad pidieron ayuda a Teléfonos de México para poder bloquear y saber de dónde venía cualquier llamada que se recibiera en el templo, ya que todos suponían que los secuestradores se comunicarían telefónicamente para dar instrucciones sobre cuándo y en dónde sería entregado el rescate.
No sabían que sus averiguaciones iban a denunciar las tropelías de varios inspectores de Gobernación, quienes “inexplicablemente” laboraban al servicio de la Federación, a pesar de sus pésimos antecedentes.
"Entreguen el dinero o me matan"
Paulatinamente, sucedieron cosas extrañas. Pasaron tres días en espera de la llamada telefónica o de otra carta, pero nada ocurría, hasta que recibieron una llamada inesperada: era el padre Durán quien se comunicó personalmente.
-¡Por favor -suplicó-, obedezcan, envíen el dinero o corro peligro de ser asesinado; no están bromeando!
Mientras en la central telefónica varios operadores hacían lo indecible por localizar el origen de la llamada y numerosos agentes esperaban listos, a bordo de patrullas, se volvió a escuchar la voz angustiosa:
-¡Entreguen el dinero o me matan!
-¿Dónde estás? -le preguntaron.
Como respuesta se oyó algo así como un gruñido, que es como una señal que hacen los sacerdotes para expresar que no pueden hablar. Y cuando se le quiso preguntar algo más, sólo se escuchó un clic que era el de la bocina colgada del otro lado. Y como todo ocurrió tan rápido, no se logró conocer la ubicación de la llamada.
Después de los acontecimientos anteriores, se esperaba otra segunda carta sobre las instrucciones de la entrega del dinero, pero ocurrió algo increíble, lo cual pareció ilógico, no propio de profesionales, sino de meros legos.
A los tres días, es decir el lunes 21, apareció vivo el sacerdote, sucio, barbón, demacrado y con huellas de relativo sufrimiento, caminó solo hasta el templo. Balbuceando, terriblemente asustado, suplicó que “se entregara el dinero, aunque le habían rebajado la exigencia: entregaría 80 mil a cambio de que no volvieran a secuestrarlo”, pues sus secuestradores le habían dado una oportunidad; y si les entregaba la cantidad, ya nunca más lo molestarían, pero advirtiéndole que si los delataba o si regresaba sin el dinero, harían lo imposible por castigarlo con una muerte segura.
Presa del pánico, aquel hombre no pudo revelar mucho sobre sus captores, ni dónde lo habían tenido cautivo y se limitó a decir que durante todos esos días lo mantuvieron encerrado en un cuarto sin ventanas.
-Están esperándome -pudo explicar con más claridad-. Me dejaron sobre avenida Universidad y ofrecí volver con los 80 mil pesos.
Los agentes disfrazados de sacerdotes entraron en acción y se pusieron en contacto con sus superiores, aunque ni por esas circunstancias sospecharon del farsante las autoridades.
Se determinó enviar agentes al sitio en el que debían estar aguardando los secuestradores para echarles el guante cuando regresara con ellos el sacerdote.
Para evitar sospechas, previendo que uno de los malosos pudiera estar vigilando el templo, se le ordenó al religioso que volviera solo, llevando únicamente mil pesos al sitio donde lo aguardaban.
Sin embargo, todo falló. El padre Leopoldo no llegó nunca al lugar de la cita, y en dicho sitio no se encontró a ningún sospechoso.
Pasaron 72 horas más sin ninguna noticia, mientras seguía la incertidumbre y el miedo a que los culpables hubieran podido darse cuenta de la intervención policiaca.
Último mensaje
Fue hasta el jueves 24 cuando por última ocasión se tuvieron noticias del sacerdote. Casi de inmediato llegó otra carta, escrita por el propio cura, en la que escribió que todo podía ir mejor si la policía dejaba de intervenir.
O sea que todo estaba descubierto. Sin embargo, el religioso afirmó que los secuestradores le habían prometido que lo dejarían en libertad en cuanto la ley dejara de inmiscuirse.
Para salvar una vida, la vida del clérigo, las autoridades se deslindaron del caso. El comandante Santa Olalla retiró a sus agentes del templo y la DFS hizo lo mismo. Entonces pasó toda una semana sin tener noticias del cautivo. Esto impactó de inmediato los ánimos de los agentes y de quienes seguían el caso, ya que se tenía la sospecha de que los plagiarios, temerosos de ser descubiertos, hubieran asesinado a la víctima.
Los diaristas seguían calificando el caso como “el más sensacional secuestro en la metrópoli, desde el plagio de la niña Norma Granat, hija de un magnate, propietario del cine Granat”.
Y las circunstancias así lo validaban pues, por ejemplo, al recibirse la última carta del cura secuestrado, se envió a un agente al templo con el fin de que la recogiera, todo ello sin despertar sospechas por temor a que los responsables estuvieran vigilando. El agente llegó como un feligrés más a confesarse.
Ya estaba todo convenido, puesto que dentro del confesionario había otro agente, quien disimuladamente le entregó el documento a su compañero mientras estaba de rodillas fingiendo que se confesaba.
En aquel caso citado de la niña Granat, un periódico publicó la noticia tan pronto como se supo y los secuestradores, espantados, no acudieron a recoger la fuerte suma de dinero que habían exigido; en cambio, liberaron a la chiquilla unas horas más tarde.
La policía detuvo a los culpables, pero en aquel entonces, si los culpables liberaban a su víctima antes de 72 horas, tan sólo se hacían acreedores a una sentencia mínima. No obstante, en este caso las cosas eran diferentes, porque habían pasado al menos 20 días y en ese caso sólo podría esperarse un milagro.
Los investigadores pensaron en un crimen y sobre esa base actuaron, suponiendo que los responsables, tal vez espantados por no haber obtenido el dinero y por la intervención policiaca, no supieron cómo deshacerse del padrecito y también que éste llegara a delatarlos si los dejaban en libertad.
Lo único que no encajaba dentro del cuadro fue el hecho de que se “hubiesen jugado el albur” -escribió el reportero-, al soltar al cura para ir por los 80 mil pesos. Y, ante este hecho, habían propuesto dos premisas: una, que eran muy tontos al pensar que regresaría con el dinero o eran demasiado listos y cada movimiento estaba bien planeado.
Por otra parte, las premisas anteriores derivaron en una hipótesis plausible, a saber, que no había tal secuestro, aunque las investigaciones hasta ese momento indicaron todo lo contrario.
El falso clérigo disfrutaba de la gran vida
Durante las investigaciones del plagio del cura hispano, fue “secuestrado” también un inspector de Gobernación, el capitán Ramón Gómez Ponce, “a quien se llevaron seis individuos armados con pistolas de grueso calibre”.
Los periodistas de la época no relacionaron el “plagio” de Gómez, con el del cura y dijeron que los superiores del capitán estaban alarmados. El inspector fue interceptado en Albino García y Calzada Santa Anita, cuando iba en un auto con su esposa y su hija pequeña.
El capitán era jefe del Detall de la Policía Bancaria y había dirigido la policía de San Luis Potosí. Más datos: los dueños de un hotel informaron que era mentira lo del plagio del hispano, pero no les creyeron. Los denunciantes presentaron varias tarjetas de registro, con la firma del presbítero y ni así.
Entonces se supo que el capitán Ramón Gómez Ponce “había sido invitado a secuestrar al padre, para sacarle un buen dinero”. En otras palabras, la misma historia: algunos de los plagiarios eran o habían sido policías.
Desde la administración del hotel Cadillac, sito en José María Izazaga 35, habló por teléfono el padre y se dijo “secuestrado y en peligro de muerte”, pero la verdad es que no corría riesgos, a menos que "la chica que lo acompañaba lo matara de amor".
Entretanto, los imaginativos reporteros mencionaban que en el “escandaloso secuestro del sacerdote, cabía destacar algunas presunciones: que fue secuestrado al detenerse un camión de pasajeros en Ciudad Hidalgo, Michoacán, antigua Taximaroa.
Que los demás religiosos redentoristas que se alojaban en el anexo de la iglesia denominada La Santísima, “fueron amenazados de muerte, en el caso que avisaran a la policía haciéndole saber del secuestro de su compañero Durán Zarazúa”.
También que el sacerdote (que tal vez no era cura, ni se llamaba Leopoldo Durán Zarazúa) era hombre de gran porvenir religioso.
Durán llegó a México como “misionero -dijo el padre José Rodríguez, Procurador Viceprovincial-, como todos nosotros, pero se le dio el puesto de recolector de vocaciones; su misión era recorrer el país para acercarse a hogares donde hay niños con inclinación hacia el sacerdocio y encauzarlos para que puedan llegar a ordenarse.
Investigaba también cuál era el medio en que vivían los chicos, para conducirlos después a la escuela y luego a la Casa de Noviciado, en Puebla.
Finalmente, se encargaba de gestionar el envío de los niños al Seminario de Valladolid, España, donde podían ordenarse sacerdotes”.
Y los diaristas se preguntaban: “¿Estará vivo?”
Por lo pronto, cuatro inspectores de Migración estaban arrestados, también una mujer. Entre los presuntos responsables -según creían los periodistas- se contaban el inspector Carlos Silva Uribe, ex jefe de policía en Cuernavaca.
Tenía antecedentes penales por homicidio y violación. Ramón Gómez Ponce también se encontraba arrestado y no “secuestrado”; era militar y fue ayudante del general Ricardo Topete, subjefe de la policía.
Confesó haber sido invitado al “plagio”.
También fueron arrestados los corruptos inspectores Jorge Menduet y Jorge Arredondo. Soledad Martínez, amiga de Gómez Ponce, dijo que el exsubjefe policiaco, en San Luis Potosí, fue pistolero mercenario y tuvo un proceso por abuso de confianza.
Esos eran los inspectores de Migración en 1957. José T. Santillán, jefe de la oficina de Inspección de la Secretaría de Gobernación, dijo que desde un principio los funcionarios a los que se les imputaba el secuestro de “Leopoldo Durán Zarazúa”, procedieron por propia cuenta, sin que mediara alguna orden de sus superiores.
De resultar culpables, no sólo sufrirían el castigo que marcaba el Código Penal, sino que serían expulsados de la corporación oficial.
Por su parte, los encargados del hotel Cadillac agregaron que habían reconocido al padre “Durán” por las fotografías en los periódicos. Siempre utilizaba lentes oscuros; la última vez que lo vimos (mucho después que se dijo “secuestrado”) nos entregó tres billetes de 1,000 pesos para que se los canjeáramos por otros de baja denominación.
Comentó que se iba a dejar crecer la barba, porque iba a pagar “una manda”. Y el domingo 3 de noviembre de1957 se publicó en primeras planas que el “sacerdote plagiado” era un simple embaucador y que su infame farsa sorprendió a religiosos redentoristas y movilizó inútilmente a la policía, aunque sirvió para desenmascarar a inspectores de Gobernación que eran simples delincuentes protegidos por sus actividades “oficiales”.
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Entonces, se supo que “Leopoldo Durán Zarazúa” podía responder al nombre de Julio María Gómez de Durán, aunque ello y su personalidad religiosa podían estar en duda también.
El comandante Francisco Aguilar Santa Olalla y el agente Gabriel Gómez Montera fueron por el embaucador a Tlapizahua, Chalco, Estado de México. El falso sacerdote se había dado buena vida en compañía de mujeres atractivas, deseaba continuar las correrías, por lo que urdió la comedia del secuestro.
El maleante había entrado al país en forma ilegal y fue cuando entraron en acción los inspectores, quienes decidieron extorsionarlo. La fecha de los comentarios coincidió con la desaparición del supuesto religioso y los inspectores no tuvieron más remedio que entregarse a la policía, que estaba dispuesta a intercambiar disparos con tal de aclarar el “plagio”.
No pudieron chantajear al presunto español, pero su trabajo como inspectores quedó trunco, al ser denunciados como sujetos con atecedentes penales. Al preguntársele al “español” si recordaba a Guadalupe Moncada, dijo: “Anduve con ella, lógico que tuve que ver con ella”. La había traído de Guadalajara, Jalisco, para posteriormente pasear en Acapulco.
Todo esto mientras algunas personas se preocupaban en México “por el padrecito secuestrado”. Jesús Palacios relató que en el hotel Cadillac, donde trabajaba, el “sacerdote” relataba toda clase de aventuras amorosas y hasta intentó conquistar a una señorita que se hospedaba allí, pero la joven se dio cuenta que era un embaucador y lo esquivó.
Finalmente, declaró contra el “religioso” la camarera Isabel Cárdenas Arellano, quien dijo que el presunto hispano utilizaba armas de fuego, que guardaba cuidadosamente en su equipaje.
No se tenían informes oficiales de España en cuanto al supuesto “sacerdote”, quien cínicamente pedía que lo deportara Gobernación, “porque había perdido la fe en los hombres”, no tanto por el “secuestro”, sino porque “anduvo con mujeres” y eso no está permitido en la carrera sacerdotal. Después de estar encarcelado un tiempo en Lecumberri, el farsante fue expulsado del país.
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