GOYO CÁRDENAS:  El asesino de colegialas

Estudiante de Ciencias Químicas las ultrajó, las sacrificó estrangulándolas y luego las enterró en el corral de su casa-laboratorio

Cárlos Álvarez | La Prensa

  · viernes 3 de noviembre de 2023

El martes 8 de septiembre de 1942 se dio a conocer uno de los crímenes más espantosos que hayan conmovido al país. Ninguno, como ese hasta entonces, fue tan sórdido y al mismo tiempo causa de asombro porque todo lo que se sabía sobre asesinos cambió al conocer al autor de los crímenes.

El hecho fue descubierto el día previo por agentes de los Servicios Secretos de la Jefatura de Policía. Lo que se reportó entonces fue que encontraron los cadáveres de cuatro mujeres, dos de ellas estudiantes de la Escuela Nacional Preparatoria; y del asesino ¿qué se dijo?, un “anormal de instintos bestiales”, también estudiante, pero de la Escuela Nacional de Ciencias Químicas, de la Universidad Nacional y, además, pensionado por Petróleos Mexicanos.

El descubrimiento macabro se realizó el 7 de septiembre de 1942, en la casa número 20 de la calle del Mar del Norte, ante el estupor y la indignación de periodistas, policías, bomberos e investigadores. El domicilio, que también lo ocupaba como laboratorio, era del estudiante Gregorio Cárdenas Hernández.

Cerca de las 11 horas del jueves 3 de septiembre de 1942, se presentó ante el jefe de los Servicios Secretos de la Jefatura de Policía, Gral. Leopoldo Garza Treviño, el señor licenciado Manuel Arias Córdova, conocido forense moreliano, denunciando la misteriosa desaparición de su hijita, la señorita Graciela Arias Avalos, de veintiún años, alumna del segundo año de la Escuela Nacional Preparatoria, con domicilio en la Avenida Tacubaya número 63.

La consternación del abogado Arias Córdova fue mayor, debido a que a su hija -de muy buenas costumbres, a decir del padre- no le conocía novio; por lo cual casi siempre llegaba a temprano a casa y se entregaba por entero a sus estudios, pues deseaba ingresar al año siguiente a la Escuela de Ciencias Químicas.

Quizá la pista con la cual se logró desentrañar todo el caso se debió a un aporte singular del abogado, quien dijo que su hija había cultivado cierta amistad con un estudiante de la Facultad de Ciencias Químicas, Gregorio Cárdenas Hernández, quien solía acompañar su hija en algunas ocasiones para resolver sus problemas con experimentos prácticos, máxime que el joven tenía un pequeño laboratorio privado en su casa.

Pero el abogado dijo no tener sospechas sobre Gregorio, ya que tenía referencias de ser un alumno sumamente aplicado en sus estudios y que, por esa causa, estaba pensionado en sus estudios por Petróleos Mexicanos, pues su carrera se estimaba como brillante.


GRACIELA SALIÓ DE LA ESCUELA Y ABORDÓ EL AUTO DEL VERDUGO

El general Treviño Garza comisionó inmediatamente a los agentes 105, 126 y 143 -encabezados por el número 35, José Acosta Suárez- para que iniciaran las investigaciones del caso a fin de dar con el paradero de la señorita Graciela.

Los agentes se dirigieron hacia el último lugar en donde fue vista y luego se apersonaron con algunos compañeros de estudios de la desaparecida. Fue así como supieron que el miércoles 2 de septiembre, después de asistir a su cátedra de Etimología, salió justo cuando se desató un fuerte aguacero sobre la ciudad. Al poco rato atestiguaron cuando se estacionó frente a las puertas de la Preparatoria un coche Ford, modelo 39, placas B-9101, en el cual iba Cárdenas Hernández. Graciela lo abordó y juntos partieron.

El agente secreto Acosta Suárez sospechó intensamente del estudiante Cárdenas Hernández y decidió visitarlo en su domicilio, pero para su asombro, la madre de Goyo le dijo que no estaba y que no regresaría en mucho tiempo.

Incrédulo, el sabueso interrogó a la señora, todavía sin identificarse como miembro de la policía:

-¿Pues dónde se encuentra su hijo, señora? Necesito verlo con urgencia.

Sin dar muestras de inquietud, seguramente ignorando las actividades de su hijo, la interpelada respondió:

-¡Mi hijo se ha vuelto loco hoy en la mañana: tal vez desde anoche ha perdido la razón y lo he internado hoy a mediodía en el Sanatorio del Dr. Oneto Barenque, en Tacubaya.

Foto/Archivo La Prensa

El policía Acosta Suárez se desconcertó. Pensó que aquello era una coartada familiar para despistarlo. Y siguió interrogando a la señora respecto al suceso.

-Anoche llegó todo enlodado, sucio de los pies a la cabeza. Se lavó lo mejor que pudo y se cambió de ropa totalmente. Luego se acostó y durmió intranquilo -dijo la señora-. Y esta mañana -agregó- se levantó temprano y me dijo cosas extrañas, verdaderas aberraciones y absurdos que me dieron la impresión inmediata de que había perdido la razón. Consulté con un médico y me aconsejó que lo llevara inmediatamente al sanatorio, pues tenía encima un tremendo choque nervioso.

Acosta Suárez, ni corto ni perezoso, se fue rápidamente hacia el sanatorio mencionado, logrando del Dr. Oneto Barenque el permiso para apersonarse con Cárdenas Hernández.

Ya en su presencia le habló de algunas cosas sin importancia para iniciar conversación; después abordó el tema de Graciela.

-¿En dónde dejó usted Graciela anoche, después de que la recogió en la Preparatoria? -inquirió el detective.

-Yo soy inventor, amigo -respondió con énfasis el interpelado-. Soy el hombre invisible y hago invisibles a los hombres. Estas pastillas -le dijo mostrándole unos pedazos de gises

blancos- hacen el milagro.

EI resultado del interrogatorio fue nulo. Aquel hombre, que fingía locura, contestaba siempre en tono de desequilibrio mental y fue imposible obtener algo concreto. Sin embargo, el agente secreto extrajo la impresión de que Cárdenas Hernández fingía.

El viernes 4 de septiembre, el doctor Oneto Barenque se presentó ante el general Treviño Garza y le expresó lo siguiente:

-Cárdenas Hernández me ha dicho hoy que no está loco; que él finge estarlo porque el padre de la señorita Graciela Arias Avalos, el licenciado Arias Córdova, le achaca el asesinato de la muchacha, y que es capaz de matarlo si lo encuentra en la calle. Él dice que no es responsable, ni sabe nada de Graciela.

Y ya con esta confesión tácita del criminal, que trataba de curarse en salud, cuando el licenciado Arias Córdova aún ni siquiera sospechaba del triste fin de su hijita, la policía continuó sus investigaciones, con la convicción de que la señorita Graciela había sido asesinada por el bestial Cárdenas Hernández.


“¡YA LA ASESINÓ!” CLAMÓ EL PADRE DE GRACIELA

Ese mismo día, el agente Acosta Suárez, acompañado de los otros tres detectives comisionados y del licenciado José Campuzano -que estaba muy interesado en la investigación porque era muy amigo del padre de la víctima, el abogado Arias Córdova- decidieron ir al domicilio y laboratorio de Cárdenas Hernández.

Al llegar, la encontraron fuertemente cerrada con un enorme aldabón y un candado que él, Goyo, desde afuera y metiendo las manos por un pequeño agujero, cerraba diabólicamente para que el acceso se hiciera difícil, seguramente con la intención de impedir que sus crímenes fueran descubiertos.

Ante aquella circunstancia, y no llevando, además, las llaves del candado, el licenciado Campuzano, decidido a todo, rompió uno de los cristales de la ventana de la casa y por allí pudieron penetrar.

En tanto, el padre de la desaparecida Graciela quedó afuera, en el coche que los condujo al lugar de las investigaciones.

Foto/Archivo La Prensa

Los visitantes hicieron una minuciosa inspección ocular por todas las habitaciones, tres piezas oscuras y sucias. Una de ellas servía de laboratorio, otra, tenía infinidad de objetos y ropas regadas sobre el suelo, y la última, la que daba a la calle, era utilizada a modo de recámara, pues en uno de sus rincones existía un sucio camastro con un colchón asqueroso y varias sábanas que alguna vez quizá fueron blancas.

La colcha y una toalla, todas sucias de lodo, se encontraban en el suelo, pues seguramente se había limpiado manos y rostro con ellas después de consumar su último crimen.

Encima de una mesilla de madera corriente que había en la última habitación, el licenciado Campuzano encontró un espejito y un pañuelo de mujer, que él creyó reconocer como de la propiedad de Graciela, pero no estando seguro de ello, salió a llamar al licenciado Arias Córdova, quien, ante la presencia de aquellos objetos, seguramente sintiendo la corazonada de padre, exclamó airadamente:

-¡Ya la asesinó este desgraciado…!


Nada más pudieron hacer aquel día. El licenciado Campuzano y el abogado Arias se retiraron con una extraña sensación, como de haber encontrado una respuesta a una pregunta aún no formulada, pero tácitamente explícita.

Los sabuesos siguieron otro rumbo, tratando de localizar a Graciela, aun con la firme convicción de que había sido muerta a manos del fingido loco Cárdenas Hernández, a quien no perdían de vista un solo momento, tanto más que ya constaba la confesión hecha al doctor Oneto Barenque.

Pero como los instrumentos de investigación eran precarios en aquel entonces y la mayor ventaja de la que se valían los detectives era el instinto, el esclarecimiento de la verdad aparecía sumamente débil; sin embargo, precisamente al aguzar su olfato policiaco, el agente Acosta Suárez descorrió el telón dejando a la vista el increíble y repugnante crimen, con todo su cortejo de horror y crueldad.


APARECE UN PIE HUMANO CASI A FLOR DE TIERRA

Ya convencido del crimen de Cárdenas Hernández, el agente Acosta Suárez, muy de mañana, se fue a la casa del sospechoso, llevando consigo las llaves que un día antes precisaban.

Abrió el candado, quitó el enorme aldabón y penetró, pasando por sobre el pasillo que sirve de corredor entre las habitaciones y un pequeño jardín. Allí, sobre casi toda su extensión, había plantas diversas, entre otras, largas cañas, algunos lirios y enredaderas de geranios que principiaban a elevarse sobre la barda de ladrillos que circunda al jardinito.

EI detective penetró de largo a las habitaciones. Tornó a la búsqueda de documentos, de rastros de sangre, de algún indicio, ese algo tan interesante para los investigadores que pudiera ser el origen o la culminación de toda la verdad en un crimen.

Largas horas pasó aquel hombre escudriñando en los más escondidos rincones de la casa, pero al cabo de las horas, salió cabizbajo y con desesperación, plenamente descorazonado, sin encontrar lo que buscaba.

Foto/ Archivo La Prensa

Pero justo cuando iba a cruzar el umbral, sintió cómo algo lo iluminó cuando retornaba a la calle con el hato de su desesperación a cuestas. Al pasar por el jardín echó un vistazo sobre la tierra húmeda.

Su vista se posó en un sitio determinado, como cuando sin mirar se ve; hacia la mitad de aquel lugar le pareció peculiar ver que enormes y verdes moscas pululaban molestamente sobre el lodazal.

Se dirigió hacia allá y con el palo de una escoba rascó un poco. A sus pies sintió la tierra floja, muy fina, como si hubiera sido removida recientemente. Sus sospechas aumentaron y siguió adelante.

Entonces, con aquel palo que había tomado del basurero, removió la tierra. Y ante su asombro, con los ojos desorbitados por la sorpresa, aparecieron los dedos de un pie humano. El hombre, acostumbrado a los más negros crímenes, sintió que la sangre se le helaba. Sin embargo, siguió en su tarea, rascando más y más, en diversos sitios. Y más allá, a unos cuantos centímetros, apareció el torso de una mujer, tan sólo encubierto por un trapo.

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Salió el agente Acosta Suarez de aquel sitio, llevando por dentro la alegría de su triunfo. Y con la rapidez que se permitieron las necesidades del tránsito citadino, voló hacia la Jefatura de Policía para dar la nueva a un jefe, el general Treviño Garza sobre el resultado de sus investigaciones.

¡Allá, en la casa de Cárdenas Hernández, estaba el cadáver de la infortunada preparatoriana Graciela Arias Avalos!


LA MACABRA EXHUMACIÓN ANTE EL TERROR DE TODOS

Alrededor del mediodía del 7 de septiembre de 1942, los reporteros de la fuente policiaca se enteraron casualmente del crimen. Gran reserva se guardaba en el ambiente de la jefatura, y hubo necesidad de recurrir a amistades y otras conexiones para llegar a saber, la verdad. EI general Treviño Garza consultó con el general Martínez sobre el caso, y el alto jefe policiaco dio órdenes de que no se ocultara ya el crimen, en virtud de que estaba detenido ya el presunto asesino.

Así las cosas, el jefe de los Servicios Secretos, de acuerdo con el agente del Ministerio Público adscrito a la Jefatura de Policía, licenciado Francisco Amezcua Morfin, dispuso desde luego la exhumación del cadáver encontrado por el agente Acosta Suárez, a fin de hacer su identificación.

Y cerca de las tres de la tarde se puso en marcha la caravana de policías y periodistas hacia la casa número 20 de la calle Mar del Norte, en Tacuba.

En los corredores del jardín se instaló la comitiva, en tanto que, con algunas palas facilitadas por los vecinos, que ya coronaban las azoteas adjuntas curiosamente, se inició la tarea de la exhumación, pues, efectivamente, era cierta la presencia de un cadáver poco menos que a flor de tierra, pues apenas si una breve capa de tierra lo cubría.

Foto/ Archivo La Prensa

Sin embargo, aquella tarea nos llevó de sorpresa en sorpresa, pues a los pocos palazos, casi junto a aquel cuerpo que iba descubriéndose lentamente y que aparecía con ambos pies amarrados por los tobillos, teniendo solamente calzado en uno de ellos, apareció otro cuerpo humano, denunciado apenas per la presencia de la región glútea, y más allá, en el extremo derecho del jardín, ropas de otra mujer denunciaron la existencia de un tercer cadáver.

Ante las miradas consternadas de todos los presentes fue desentrañándose aquel sangriento secreto que guardaba la madre tierra. EI cuerpo de Graciela, identificado por sus ropas y por su bolso de mano, que fueron arrojados juntamente con su cadáver en aquel mísero hoyo por el bestial asesino, fue el que apareció primeramente ante las miradas de los presentes.

El licenciado Campuzano, que siguió con marcado interés toda la maniobra desarrollada por los empleados de la jefatura y por varios bomberos, reconoció inmediatamente a la hijita de su amigo, el abogado Arias Córdoba.

-¡Es Graciela! -exclamó consternado-. Es ella, no me cabe duda. Ese bolso y ese abriguito eran suyos. ¡Pobre amigo mío!

Envuelto en larga colcha, completamente desnudo y en posición de decúbito ventral, apareció el cuerpo de la colegiala, brutalmente asesinada por el cruel Goyo Cárdenas. Una bolsa gris perla, conteniendo en su interior un pequeño portamonedas con unos cuantos centavos en su interior, su saquito, abrigo de color verde oscuro, fueren extraídos de entre el lodazal, junto al cuerpo de la colegiala, cuyas manos aparecían atadas con una cinta sobre el vientre ya hinchado por la natural descomposición.


APARECEN MÁS CADÁVERES

La fúnebre tarea siguió su curso. Junto al cadáver de Graciela apareció el de otra mujer, también en decúbito ventral, es decir, boca abajo teniendo la cabeza hacia el norte. Esta infortunada guardaba insólita espantable posición, pues sus piernas, flexionadas hacia arriba y perfectamente atadas sobre las muñecas, iban a juntarse con las manos, también atadas por detrás, descansando así las cuatro extremidades sobre la región glútea.

La aparición de aquel cuerpo humano causó profundo horror entre todos los presentes, sin que hubiera allí persona alguna que pudiera encontrar explicación a tanta saña desplegada por el homicida.

El tercer cuerpo apareció a la vista minutos después. Otra mujer en igual posición, es decir, arrojada al improvisado foso en decúbito ventral, atada por las muñecas y descansando su rostro sobre el lado derecho, sobre ambas manos, como si durmiera el sueño eterno en tranquilidad aparente.

EI cuerpo aparecía desnudo de la cintura para abajo; solamente el torso le cubría un sweater turquí tejido en lana, pues el rostro lo había cubierto el asesino con sus propias prendas más íntimas.

Foto/ Archivo La Prensa

Cuando los tres cadáveres quedaron totalmente descubiertos, en todos los rostros de los presentes se notaba la más sincera indignación.

¿Será posible que un ser humano, un hombre joven, fuerte, preparado en las aulas universitarias, con estudios que lo acreditan como hombre inteligente, cometa crímenes tan bestiales como éstos?

Las mujeres, angustiadas, absortas ante aquella impresión de muerte y de dolor, lloraban en las azoteas.


Poco a poco, una vez terminada la exhumación que dejó al descubierto el más tremendo crimen registrado hasta entonces, la caravana fue desfilando hacia la calle. Los camilleros de la Cruz Verde completaron la tarea. En tres camillas de mano fueron transportados los tres cuerpos hasta la ambulancia enviada por el Puesto Central de Socorros, después de que el señor Tirso Martagón, delegado de los Servicios de Identificación, realizó su tarea fotográfica para el curso de las subsecuentes investigaciones.

Y aquellos cadáveres de víctimas inocentes, ajenas las prácticas tenebrosamente sádicas del estudiante Cárdenas Hernández, fueren conducidos en la ambulancia hasta el anfiteatro del Hospital Juárez, en donde, por instrucciones del delegado del Ministerio Público y del jefe de los Servicios Secretos, fueron preparados inmediatamente para que los médicos legistas hicieran sus autopsias y llegar hasta lo más profundo de la verdad.


UNA NOCHE TORMENTOSA TESTIGO DEL CRIMEN

La señora Elvira Velázquez Zermeño, propietaria de la casa número 18 de Mar del Norte, vecina inmediata a la casa del crimen y donde guardaba su coche Ford el asesino, contó muy interesantes detalles.

-Esa noche llovía a cántaros -dijo-. Y a eso de las once de la noche, vino a despertarnos Cárdenas Hernández, diciendo que necesitaba ayuda para sacar su carro del atascadero en que se había metido, precisamente frente a su casa.

A mi esposo y a mi nos extrañó que hubiera metido el carro hasta el callejón, pues apenas cabe en toda la anchura, tanto más que nunca acostumbraba hacerlo así y le dejaba en la plazoleta de enfrente, que es bastante amplia o aquí adentro, cuando ya no regresaba al centro y se metía a descansar o a estudiar, pues muchas veces lo oíamos ir y venir a horas avanzadas.

Pero como llovía, mi esposo le dijo que no podía salir a ayudarlo y que lo dejara allí hasta por la mañana, a lo cual él contestó que iba a buscar a unos carboneros para sacar el coche del atascadero. Media hora después aún oímos el ruido del motor, a marcha forzada, como si tratara de presionarlo para sacar el carro. Al fin, cesaron los ruidos y no supe más de él hasta ahora, en que siento calosfrío cada vez que lo recuerdo.

El señor Albino Peña, también vecino de la casa, nos dice que cerca de las once de la noche del miércoles, halló al homicida que tocaba a su puerta, y con voz alterada, denotando nerviosidad, le pedía que saliera para ayudarle a sacar el coche del atascadero, cosa a la que se negó.

Y la señora Cristina Martínez, que tiene sus habitaciones precisamente junto a las de Cárdenas Hernández, dice que esa noche, la del miércoles, oyó ruidos extraños en la casa del criminal, tal y como si depositara en el suelo algún bulto pesado, pero que no dio mayor importancia a ello. Al día siguiente se asomó por la azotea y vio que en la barda estaban los zapatos de la infortunada Graciela, junto a otros del bestial criminal, así como unos pantalones todos enlodados de éste. Vio hacia abajo, hacia el jardín, y notó la tierra extrañamente removida, por lo que tuvo una corazonada de que algo raro pasaba allí, aun cuando sin figurarse toda la espantosa realidad. Sin embargo, dio aviso telefónico a la Jefatura de Policía de sus sospechas, pero la persona que tomó la bocina poco caso hizo y dijo que fuera a las oficinas, porque no se recibían denuncias por teléfono.

Todos los testigos antes mencionados afirman que el crimen fue cometido solamente por una persona, por Cárdenas Hernández, pues no escucharon movimientos de varios, ni oyeron ruidos fuertes.

Foto/ Archivo La Prensa

¡SÍ, YO LAS MATE!... Y SON CUATRO, EXCLAMÓ CÍNICAMENTE EL ASESINO

Importantísima diligencia tuvo verificativo anoche mismo en las oficinas del jefe de los Servicios Secretos, general Leopoldo Treviño Garza, ante quien compareció el tenebroso asesino Cárdenas Hernández, conducido desde los separos de la Sexta Delegación a la Jefatura de Policía, debidamente custodiado.

Con toda calma, conduciendo la investigación hacia la verdad, orillando al asesino a una confesión plena, sin recovecos ni coartadas, fue interrogando el general Treviño Garza a Cárdenas Hernández.

AI fin, en un arranque de sinceridad, ya acorralado, exclamó el criminal nerviosamente:

-¡Sí; yo las maté!

-¿A las tres mujeres las mató usted solo?

Y ante el estupor de todos los presentes, el asesino exclamó tranquilamente:

-Son cuatro cadáveres! Aún debe de haber otro enterrado en el jardín.

Y, efectivamente, debe de haberlo, porque durante la diligencia practicada por la tarde, algunas personas opinaron sobre la presencia de otro cuerpo humano allí enterrado, junto a las tres víctimas extraídas de la tierra. Pero el tremendo aguacero que se desató en esos momentos y las primeras sombras de la noche, impidieron que se continuara hasta el final la macabra tarea.

Ahora, ya en posesión del último secreto revelado por el asesino, no cabe duda que existe otro cuerpo humano enterrado allí mismo, en la casa del crimen, a flor de tierra como los de sus compañeras de infortunio.


POR CELOS MATÓ Y ULTRAJÓ A GRACIELA Y A LAS OTRAS... POR MERO PLACER MORBOSO

-¿Cómo mató usted a la señorita Arias Avalos? -inquirió el general Treviño Garza.

EI criminal se sacudió nerviosamente, miró fijamente a su interlocutor y escudriñó sobre los rostros de los allí presentes. Calla un momento como si meditara sobre el alcance de su respuesta y al fin, dice:

-A Graciela la maté por celos. Yo estaba enamorado de ella y sabía que no podía ser mía. Por eso la maté, señor general.

-¿En dónde y cómo le dio usted muerte? -interrogó el general Treviño Garza.

-Fue a las puertas de su casa donde la estrangulé, donde la ahogué en un rapto de ira, cuando ella me negó un beso, una caricia de amor. Allí mismo le di muerte, sin darle tiempo a que lanzara un grito, una queja, una voz de auxilio. Después la ultrajé y llevé el cuerpo ya inerte hasta mi casa. Trabajosamente conduje el cadáver hasta mí alcoba, volví a ultrajarla y luego la sepulté, juntamente con las otras.

Foto/ Archivo La Prensa

En el tipo se advierte un fuerte complejo cerebral. Piensa, habla y se desborda nerviosamente, como si estuviera narrando una historieta que conociera muy a fondo y se tratara de algo intrascendente.

-Y a las otras tres, ¿cómo las mató? ¿Quiénes eran ellas? -preguntó el jefe de los Servicios Secretos.

-No, lo sé. Eran mujeres del arroyo a quienes subía en mi coche, levantándolas en diversas calles. A todas las llevé a mi casa, tuve intimidades con ellas y luego las maté estrangulándolas con cintas que luego servían de ligaduras.

Volvió a interrogar el general Treviño Garza para adentrarse más en el profundo misterio de este crimen, pero nada contestó ya el criminal. Se sumió en absoluto mutismo y calló, calló para no hablar más.

Goyo Cárdenas Hernández fue la nota principal de los diarios capitalinos durante las siguientes semanas. Su nombre apareció en primera plana de todas las publicaciones y la narración del “Estudiante de Ciencias Químicas” que había asesinado a cuatro mujeres llenó páginas con todos los detalles y el seguimiento.

Al mismo tiempo que lo comenzaban a llamar de varias maneras: “El estrangulador de Tacuba”, “El hombre monstruo”, “El multihomicida”, “El feroz chacal”, “El bípedo aborto de la naturaleza”, la sociedad se indignó por sus crímenes y exigían su linchamiento. Aunque, por otro lado, Goyo despertó en algunas mujeres una extraña curiosidad; muchas lo admiraban, hacían fila para visitarlo en Lecumberri y hasta se ofrecían para lavarle su ropa y llevarle comida.

Goyo estuvo recluido en el infame Palacio Negro, así como en La Castañeda, que era el manicomio de la ciudad. Escapó y fue capturado en Oaxaca. Pasó más de 30 años encerrado y fue sujeto a estudios psiquiátricos.

En la cárcel aprendió leyes, música, idiomas y ayudó a presos a salir libres sin cobrarles un solo centavo. También estudió medicina y psiquiatría.

Goyo Cárdenas quedó libre el 7 de septiembre de 1976, precisamente al cumplirse 34 años de las exhumaciones de los cuatro cadáveres en su casa de Tacuba.

Cuentan que se casó, tuvo hijos como cualquier persona normal y vivió de manera ejemplar desde entonces y hasta su muerte. No volvió a ser noticia policiaca, pero su nombre quedó registrado como parte de una de las historias más impactantes en los anales de la criminalística en México.


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