El jueves 6 de diciembre de 1962, se podía leer en los titulares de LA PRENSA: “MOTÍN Y FUGA EN LECUMBERRI; Antonio Espino y otro, muertos a tiros; cinco celadores heridos... Se fugaron Fidel Corvera Ríos y un reo más; obtuvieron armas”.
Los reporteros policiacos Félix Fuentes Medina y Wilbert Torre Gutiérrez cubrieron inicialmente el caso. Escribieron que una de las más espectaculares fugas de aquellos años se había registrado el miércoles 4, por la tarde, en la cárcel preventiva de la ciudad, en medio de un clima de violencia que arrojó como saldo sangriento dos muertos y ocho heridos.
Fue una de las evasiones más célebres que se recuerdan en el Palacio Negro de Lecumberri, y tuvo lugar por la calle Héroe de Nacozari, antes menos ancha que la actual.
Siete peligrosos reos estaban dispuestos a escapar a toda costa. El cuerpo de vigilancia de la prisión descubrió el plan y trató de evitarlo.
Tanto unos como otros estaban armados. Fidel Corvera Ríos y Manuel González Sánchez “El Pelón”, pudieron rebasar el cerco de plomo que se les puso, pero Tony Espino y Jesús Campos Flores no corrieron la misma suerte: cayeron acribillados cerca de una de las murallas de la cárcel.
Corvera Ríos, condenado a 40 años de prisión por el asalto a una camioneta del Departamento del Distrito Federal y por el homicidio de un agente, fue el que encabezó la espectacular evasión. El delincuente era quien manejaba el tráfico de drogas en el penal.
Además de los cuatro reos mencionados, participaron también en la fuga Salvador Zavala “El Cerillo”, sentenciado a 30 años; Enrique de los Santos Tessier y Leopoldo Necoechea Pichardo. Este sufrió la fractura de ambas piernas al saltar hacia la calle. Fue detenido en la calle Héroe de Nacozari.
En la acción, cinco celadores que habían sido despojados de sus uniformes resultaron lesionados. El tiroteo tuvo una duración aproximada de 20 a 30 minutos.
Los celadores, armados con fusiles, desataron una balacera sobre los reclusos, quienes estaban dispuestos a todo. Corvera, director intelectual de la evasión, empuñaba una pistola calibre .45 milímetros, que minutos antes había arrebatado a un celador.
Tony Espino
Habría que recordar que el gánster cubano Antonio Espino Carrillo fue sospechoso, como autor intelectual, del doble crimen en un departamento de Lucerna 85, en la colonia Juárez, donde la acaudalada española Mercedes Cassola Meler fue terriblemente asesinada junto con su joven amante, Ycilio Massine, el 12 de septiembre de 1959.
Tony Espino ingresó a prisión en febrero de ese año, luego que Argentina lo extraditó para ser juzgado por el asesinato de un petrolero en 1955, en el cabaret Íntimo.
Bien pudo ser verdad que algunos internos de Lecumberri salían a divertirse con sus custodios a cabarets y centros nocturnos de lujo, para retornar en la madrugada a las celdas. De esa manera, Tony Espino no podía ser culpado de la doble agresión mortal, excepto por quienes pudiesen comprobar su salida del “Palacio Negro” aquella noche.
Pero aquel año, 1959, era particularmente político y las autoridades policiacas se guardaban de involucrarse en todo lo que recordara a la Revolución Cubana. Fidel Castro Ruz acababa de derrocar al exsargento Fulgencio Batista y los guerrilleros entraron a La Habana el 1 de enero de 1959.
Por lo tanto, la Dirección Federal de Seguridad -que bien enterada estaba en torno a los entrenamientos que Fidel Castro, “El Che” Guevara y otros, habían realizado en nuestro país- fingió no saber que desde 1951 tenía como principal sospechoso de muchos asaltos y crímenes al cubano Antonio Espino, excadete de West Point, políglota y ex guardaespaldas del expresidente de Cuba, Carlos Pío Socarrás.
Escape de Lecumberri pareció de película
Al sonar la sirena de alarma que anunció la fuga, los celadores pidieron apoyo del Servicio Secreto. Aproximadamente, a las 18:45 horas salieron de la jefatura de policía los comandantes Jorge Obregón Lima, Jesús Gracia Jiménez, Jorge Udave González y Manuel Baena Camargo, quienes portaban rifles M-1.
En uno de los pasillos de la muralla sur del penal, yacían dos hombres acribillados a tiros. Uno era Antonio Espino Carrillo, cubano, sentenciado a 18 años de prisión por el asesinato de un petrolero y con ingreso al presidio por robo, asalto a mano armada y homicidio.
El otro hampón abatido por las balas de la justicia era Jesús Campos Flores, cuyo cuerpo sin vida quedó a unos cuantos metros de la escalera y del muro situados a pocos centímetros de la libertad, una libertad que jamás alcanzarían.
Poco antes de las 18:00 horas, Fidel, Salvador y Manuel iniciaron el escape. Fidel se fingió enfermo y llamó al celador Enrique Castillo Castro. Otros dos celadores fueron también sorprendidos y maniatados.
En el polígono y con una barreta rompieron una cadena de la puerta que daba acceso a un patio central. En la Crujía N era esperado Antonio, Jesús, Leopoldo y Enrique. Los siete reclusos colocaron una escalera enorme y “hechiza”; subieron a la azotea y atacaron al velador Pedro Rojas Martínez, a quien Tony Espino inmovilizó.
Corvera y otros se cambiaron de ropa (se pusieron la de policía) y otros custodios se percataron del problema y arrojaron gas lacrimógeno desde la azotea.
Fidel corrió hacia el garitón 9 y decomisó una ametralladora Mendoza. Los celadores abrieron fuego y los presidiarios repelieron el ataque. Fidel arrojó al vacío al vigilante Manuel Cardona Sánchez. En la momentánea confusión, Corvera y Manuel saltaron hacia un cable de teléfonos -que les quemó cruelmente las manos por la fricción, pero les permitió llegar a la calle- seguidos por Necoechea, quien se lastimó las piernas.
Abajo, en el interior del penal, Espino y Campos cayeron para no levantarse más. Al parecer, Campos sobrevivió unos minutos.
Fidel Corvera Ríos había sido capturado por robo, el 9 de noviembre de 1951. Al salir se dedicó a robar autos y traficar con drogas; en 1957 volvieron a aprehenderlo por robo; en 1958 atracó con otros una camioneta del DDF, mató a un agente de tránsito y eludió a la policía; sus cómplices cayeron en poder de los detectives y, en 1959, Corvera fue arrestado tras estrellar su automóvil contra un poste.
Se le comenzó a llamar “Enemigo Público Número Uno” a Fidel Corvera Ríos; también lo llamaban “La Fiera”, “El Tigre”, etcétera. Estaba herido, el chaquetín que robó a un policía, fue encontrado en las cercanías del Gran Canal; la prenda presentaba dos agujeros de bala y manchas de sangre.
El general Carlos Martín del Campo, director del penal, fue duramente criticado por la prensa nacional y el caso seguido de cerca por los medios de información internacionales.
-Yo no autoricé que Fidel Corvera Ríos tuviera radio y boxspring en su celda -declaraba Martín del Campo ante el agente del Ministerio Público, empero, aceptó que, con la complicidad de algún elemento del cuerpo de vigilancia, Corvera Ríos y Antonio Espino Carrillo debieron hacerse de armas de fuego.
Respecto a la fuga, el general de 71 años y domiciliado en Giotto 107, Mixcoac, dijo que el 5 de diciembre de 1962 salió de la Cárcel Preventiva a las 3 de la tarde y se dirigió a su casa. A las 9 de la noche -la evasión fue a las 6:15 de la tarde-, su sobrino Fernando Sánchez López le comunicó el suceso. Ignoraba por qué lo llamaron a esa hora.
Para nada se refirió al hecho de que Corvera Ríos podía tener su celda abierta y pasearse por la crujía M, donde se recluía a los delincuentes que no podían convivir con el resto de la población criminal. Ahí estaban los más peligrosos y Corvera se pasaba la vida a cuerpo de rey.
Corvera, capturado
Sólo 124 horas estuvo libre Corvera. El exboxeador Ernesto Figueroa lo denunció y el Servicio Secreto lo detuvo en la colonia Moctezuma, precisamente en Norte 17, número 135, Segunda Sección.
Ya recapturado, Fidel Corvera Ríos planteó el martes 11 de diciembre de 1962, un reto a todas las policías, al proclamar que intentaría evadirse cuantas veces fueran necesarias. Dijo a los detectives que le aprehendieron: “Esto es como un vaivén amoroso. Ustedes tienen la obligación de detenerme y yo la de fugarme. No estoy loco para cumplir una condena de 40 años de prisión... La próxima vez será muy distinto”.
Luego dijo que no era “soplón” y mantuvo cierta discreción, aunque pretendió adornarse con el crédito de la fuga sangrienta, hasta se dio el lujo de insultar a los policías y se mofó de los cautivos acribillados a tiros “por no seguir sus instrucciones”. A dos días después de su captura, Fidel Corvera, a quien muchos consideraban el más duro de los delincuentes, mostró sorpresivamente el otro lado de la moneda. Dijo que él no debía ser tenido como héroe por nadie, sino como ejemplo de aquello que debían evitar las personas decentes, especialmente los jóvenes.
Después, con los ojos empapados por las lágrimas, que apenas pudo contener, se dejó conducir mansamente de la Jefatura de Policía al Palacio Negro de Lecumberri, de donde escapara la noche del día 5 de diciembre de 1962).
"Que nadie me crea un héroe"
Ya en poder nuevamente de las autoridades, Fidel Corvera se mostró enternecido por el recuerdo de su madre.
-Es lo único limpio que hay en mi alma -decía al mismo tiempo de recordar las palabras de amigos en una adolescencia feliz.
El comandante Rafael Rocha Cordero depositó unos billetes en un bolso de la chamarra que Corvera Ríos llevaba puesta. Este tendió la diestra para despedirse y con pasos lentos, doliéndose de la herida que tenía en el costado derecho, abandonó el separo donde estuvo 36 horas. Iba nuevamente a ocupar su celda, en el presidio del que ya quería salir con destino a las Islas Marías.
El abatido delincuente había sido bombardeado a preguntas por el agente del Ministerio Público, Enrique Escalante, y después por un numeroso grupo de reporteros.
Aunque de vez en cuando sonreía y daba muestras de su buen humor, gran parte de las respuestas de Corvera fueron escuchadas en tono de amargura, de arrepentimiento y hasta desesperación.
Al delincuente se le seguía un proceso por traficar con drogas en el interior del penal de Lecumberri, desde septiembre de1962.
-Es cierto que traficaba con drogas, pero no por gusto; hay que estar adentro para comprender esa situación. Uno necesita dinero y de verdad que se siente feo ver a los compañeros intoxicados.
El inculpado de una serie de delitos dijo que tenía varios planes para tratar de evadirse. Entre otros, estaba el de hacerse de una pistola, aprovechar las facilidades que desde hacía años gozaba en el presidio y, así, llegar hasta las oficinas del general Carlos Martín del Campo, el director.
Según esto, encañonaría al militar y bajo amenaza de muerte le haría salir al exterior, por la puerta principal, para en seguida abordar el automóvil del citado funcionario. Perderse en la metrópoli constituía el último paso.
Informó el jefe del Servicio Secreto, Eduardo Estrada Ojeda, que el propio Corvera desistió de ese plan en virtud de que los individuos en que tenía depositada su confianza -Antonio Espino y Leopoldo Necoechea Pichardo- no estuvieron de acuerdo con él. Por eso decidieron los reos saltar por arriba de la muralla.
Luego reflexionó Corvera un momento y dijo:
-¡Nueve años de estupideces! Qué caro las he pagado... quizá algún día me cuelgue en mi propia celda.
Corvera Ríos hizo amistad en el Palacio Negro de Lecumberri con Alberto Farrera, sujeto que tenía su domicilio en Norte 17 número135, colonia Moctezuma.
En ese lugar fue reaprehendido. Dijo que después de que se descolgó de lo alto de la muralla de Lecumberri, cruzó el Gran Canal a nado; pidió ayuda a conocidos suyos que le rechazaron. Vagó por las cercanías de la Jefatura de Policía y finalmente se fue a dicha casa, donde Maximina Campos Vargas se opuso, en principio, a albergarlo.
Maximina, de 52 años, sobre cuyos hombros pesaba el delito de encubrimiento, dijo que conoció a Corvera cuando iba a la Cárcel Preventiva a saludar a su sobrino.
“Cuando Corvera salió de la Cárcel -se refiere a la primera pena que cumplió el delincuente-, fue a mi casa para preguntarme por mi sobrino. No lo encontró y no supe más de Corvera”.
Dijo que el día 5 de diciembre (1962) se acostó a las 3 de la mañana y escuchó que tocaban a su ventana.
-Pregunté quién llamaba. Corrí la cortina de la ventana y vi que un hombre se cubría el rostro.
-Soy Fidel Corvera. ¿No me conoce?
-¿De veras es usted, Corvera?
-Sí, y apúrese porque vengo herido.
Afirmó Maximina que salió de sus habitaciones para preguntarle qué deseaba.
-Me acabo de fugar y quiero que me deje pasar aquí el resto de la noche. Mañana me iré.
Explicó Maximina que se resistió porque tenía noticias de que Corvera era muy peligroso y pensó que iba armado en virtud de que él llevaba la mano derecha metida abajo de su suéter. Relató que le tenía miedo y por ello accedió a darle asilo. Lo condujo a la alcoba en que ella se encontraba. Él se quedó solo y ella se fue a otro cuarto. A la mañana siguiente notó que Fidel estaba herido.
-No se asuste señora -advirtió el entonces prófugo-, no es de gravedad, es entre la piel y la carne, sanará pronto.
Corvera dio dinero a Maximina y ella acudió a la Farmacia Central, ubicada frente a la casa que mencionamos y compró medicamentos, tales como mertiolate, sulfatiazol, gasa y algodón. Después hirvió agua. Según ella, el propio Corvera se hizo las curaciones. Lo que se repitió en los siguientes cuatro días.
Corvera fue asesinado
Nadie podía decirle a Fidel Corvera que le quedarían tan sólo cuatro años de vida, después que fuera recapturado en diciembre de 1962. Habría recuperado su libertad hasta el año 2022, según las sentencias acumuladas, pero el viernes 9 de diciembre de 1966 fue asesinado en Santa Martha Acatitla a tiros y puñaladas por otro cautivo, Ignacio Grifaldo Méndez, un homicida que terminó suicidándose tiempo después.
Seis balas y un cuchillo de veinte centímetros de hoja acabaron así con los turbulentos días de Fidel Corvera. Fue atacado por la espalda. Ninguna oportunidad tuvo de defenderse.
La Policía informó que el asesinato de Corvera Ríos obedecía a la lucha establecida en la Penitenciaría por el control y venta de drogas. Se dijo, asimismo, que ese crimen dejaba a Antonio Botana Seijo como el único rey de los estupefacientes en dicho reclusorio.
Ignacio Grifaldo Méndez, individuo poco conocido en el hampa, y que purgaba condena de 30 años de prisión, fue quien recibió la comisión de eliminar a Corvera Ríos. Dicho individuo espero a su víctima junto al dormitorio del penal, pues sabía que Corvera iba a regresar del gimnasio. Otro sujeto, no identificado, mostró un periódico a Corvera, quien se distrajo mientras Grifaldo se le colocó a corta distancia para acribillarlo a tiros. El asesino remató a su víctima asestándole seis furiosos golpes de cuchillo.
Su viuda lloraba desconsolada mientras reclamaba la entrega del cadáver. Fidel Corvera había vivido con ella en la calle Doctor Martínez del Río.
Botana Seijo vs. Corvera
El cubano Antonio Botana Seijo fue mencionado el lunes 12 de diciembre de 1966 por la policía como el más enterado de los hechos en que perdió la vida Fidel Corvera Ríos. Para el isleño era tan importante que Corvera se fugara, así como que lo mataran, pues de esa forma se quitaría un problema para seguir en el manejo del tráfico de drogas.
Quedó establecido que el móvil del asesinato fue por el control de las drogas, medio en el que los compadres Botana y Corvera jugaban un papel muy importante.
El primer comandante Ramón Montes Rodríguez, del cuerpo de vigilancia de Santa Martha Acatitla, era uno de los más implicados en el turbio negocio. A Ignacio Grifaldo Méndez, asesino de Corvera, se le situó como empleado de Botana Seijo.
Se consideraba que fue el cubano quien adquirió la pistola y además pagó por la consumación del “trabajo”.
Por su parte, los cuatro celadores detenidos por la Policía Judicial parecían sufrir de amnesia, nada decían respecto a los hechos sangrientos ocurridos al interior del penal. Tenían miedo de revelar lo que sabían.
Incluso uno de ellos dijo que no iba a exponer su vida o su trabajo, pues finalmente los perjuicios eran para él y su familia.
Uno de ellos, León González, sólo recuerda que cuando Fidel estaba tirado, boca arriba, fue atacado por varios reclusos. Se supo que se proyectaba para esos días decembrinos una fuga masiva. Sería un intento como otros más descubiertos con tiempo por la denuncia de algún reo.
Decomisan coca por dos millones
Antonio Botana Seijo fue rey y magnate del tráfico de drogas en México. Purgó el cubano una condena de más de seis años de prisión en Lecumberri; salió libre involuntariamente, pues se le había amenazado de muerte y temía que en la calle un francotirador diera cuenta de su robusta figura.
En LA PRENSA, escribió el reportero Salvador Arreguín que, con enorme despliegue de fuerza y protección jamás tenida para ningún otro delincuente, fue llevado Botana Seijo al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México y subido a un avión de Cubana de Aviación, con destino a La Habana.
La Secretaría de Gobernación ya tenía todo preparado para su expulsión por indeseable, ya que había ingresado a nuestro país con documentación falsa.
El 4 de marzo de 1967 se le envió a Cuba, sin que importara su matrimonio con una mexicana de nombre Silveria Roched.
Hacía poco tiempo que Antonio Botana Seijo estaba internado para su protección en la prisión de El Carmen, de ahí fue trasladado con sigilo a la prisión del Servicio de Migración de la Secretaría de Gobernación. A las 11 de la mañana del sábado 4 de marzo, fue consignado al aeropuerto en una camioneta repletade agentes federales, seguida por otro vehículo de la PGR, lleno también de policías.
Antonio Botana Seijo vestía de negro, con corbata del mismo color, se mostraba nervioso -según explicó el diarista Arreguín, decano de reporteros en la terminal aérea- y constantemente movía los ojos hacia diferentes lugares, como para evitar una “sorpresa” desagradable.
Las amenazas telefónicas se sucedían en la prisión, algunas personas aseguraban que “no escaparía”. La policía suponía que se perfilaba una venganza por todos los mexicanos a quienes el cubano había mandado matar en la cárcel de Lecumberri y en Santa Martha Acatitla.
Se dijo que por lo menos debía las vidas de los hermanos Quintanilla y los Necoechea, así como su “brazo derecho” en el negocio del narcotráfico, Fidel Corvera Ríos.
Apenas en diciembre de 1966, un interno de Santa Martha Acatitla, sentenciado a 70 años de prisión, Ignacio Griffaldo Méndez, había dado muerte en forma brutal a Corvera Ríos. No parecía ser un misterio el origen de la agresión, pues Botana era uno de los pocos que podían pagar por el arma homicida y por el crimen.
Esa fue la razón de la protección “de lujo” que se dio al cubano; los agentes tenían la orden de no permitir que se le aproximaran las personas ajenas. Excepto la esposa del isleño, nadie más fue a despedir al personaje del hampa. El traficante de drogas fue subido al avión a las 11:45 horas y el resto del pasaje hasta las 2 de la tarde. Veinte minutos después el avión levantó el vuelo hacia La Habana.
La esposa de Botana Seijo, Silveria Rached, llegó al aeropuerto cuando los federales habían metido en la nave al peligroso individuo; trató de aproximarse, pero al no poder, sufrió un ataque de histeria y lloró amargamente. Después de todo, se dijo que el excautivo la había tratado muy bien durante su estancia en México.
Un informador explicó que Antonio Botana Seijo, nacido en La Habana, entró a México en junio de 1958, en calidad de “turista” y debido a sus contactos mafiosos en Sudamérica y varios estados de la República Mexicana, se proveía de materia prima para elaborar heroína y cocaína.
Inicialmente, montó un laboratorio hasta donde llegaba la “goma” proveniente de amapola, cultivada en Michoacán, Chihuahua y Sinaloa. Y mediante una red de distribución, enviaba polvo no sólo a mercados nacionales, sino a Estados Unidos y Europa.
Pero... ¿cómo fue arrestado y cuándo?
Fue en uno de aquellos llamados “golpes al gang”, que al principio eran asestados por inspectores de la Secretaría de Salubridad y Asistencia y posteriormente por agentes federales al servicio de la Procuraduría General de la República.
El viernes 1 de julio de 1960 se informó que “millones en coca fueron confiscados a traficantes”.
Y se expresó que la Policía Judicial Federal “exterminó aúna de las más importantes y peligrosas pandillas de narcotraficantes del país, a la que sorprendió en un laboratorio clandestino, ubicado en la Colonia del Periodista, decomisándole14 kilos de cocaína y heroína por valor de 2,100,000 pesos, según dijeron los federales Manuel Suárez Domínguez y teniente coronel Héctor Hernández Tello, jefe y subjefe de la corporación.
A las 15:30 horas del 30 de junio, y después de un mes de ininterrumpida investigación y rastreo de los pasos de los narcos aludidos, un grupo de agentes comandados por Rosendo Morales Juárez, dio el golpe mencionado, “logrando así uno de los más importantes triunfos de la PJF en lo que va de 1960”, en la calle Joaquín Fernández de Lizardi 12, donde fueron capturados “Luis Córdoba Zuloaga” (Antonio Botana Seijo), Manuel Méndez Marfa, Adolfo Guerra Simmons, Silveria Roched Torres, esposa de “Luis”; Eusebio Muñoz García y Modesto Mario Martínez Rivero.
Narcos de la colonia Periodista fueron cercados
El día 30 de junio de 1960, “los detectives que vigilaban dicho lugar reportaron la llegada de seis grandes cajas de cartón, por lo que se dio la orden de dar el golpe. La casa en cuestión fue cercada y los agentes policiacos penetraron, rompiendo los cristales de la entrada. Los narcotraficantes fueron localizados en la azotea cuando trataban de escapar saltando a la residencia contigua”.
En una de las recámaras del inmueble estaba el laboratorio, y en la otra los paquetes con la droga. El golpe al gang puso en manos de la policía a Antonio Botana Seijo, uno de los más escurridizos traficantes de drogas, contra el que la Policía Judicial Federal se había tenido que enfrentar, pues, el 26 de septiembre de 1959, se había fugado audazmente en los momentos en que los agentes federales habían caído sorpresivamente sobre otro laboratorio del mismo individuo, en las cercanías del Lago de Guadalupe. La mayoría de detenidos eran cubanos; Guerra Simmons, ecuatoriano y Silveria, mexicana.
En la casa -propiedad de Ángeles Andreu viuda de La Grava, ajena los hechos-, la banda de extranjeros (con excepción de Silveria), tenía un laboratorio perfectamente montado y provisto de todos los aditamentos para la elaboración de los estupefacientes indicados, equipo que valía más de 10,000 pesos.
Había muchos matraces, probetas, cápsulas de maceración, precipitadores, embudos y otros adminículos destinados a la destilación y cristalización de la heroína y cocaína, que fueron requisados por la policía, junto con grandes pomos con droga, así como un paquete de heroína y 10 paquetes de cocaína, estos últimos ya listos para su inmediata distribución.
La policía explicó la secuencia de la exitosa investigación, la que culminó, como se dijo, en el exterminio de la banda de narcotraficantes, que tenía conexiones con el mundillo del tráfico de drogas en el Caribe, América del Sur y Estados Unidos.
La investigación comenzó -informó la PGR- “cuando la Policía Judicial Federal tomó conocimiento de que un negro cubano, Modesto Mario Martínez Rivero, venía a México a adquirir heroína para un tal Manuel Méndez. De inmediato se movilizó el contingente policial, que localizó al cubano cuando arribó a la ciudad de Mérida, el 16 de junio, dirigiéndose por tierra a esta capital y alojándose en el Hotel Ferrol, de las calles de Mina, Colonia Guerrero”.
La policía estrechó el círculo contra el cubano, quien en ningún momento sospechó que era vigilado. “A los pocos días Martínez Rivero estableció contacto con Manuel Méndez Marfa, sujeto ya bien conocido como traficante, el que lo llevó a vivir al Hotel Charleston, de las calles de Medellín, Colonia Roma”.
Seis días más tarde, el cubano se dirigió a la casa mencionada de la Colonia del Periodista, donde Antonio Botana Seijo y los demás isleños tenían instalado un narco laboratorio.
Con un radio y una petaquilla de mano el hampón abordó la nave. Hasta que el avión estuvo a punto de iniciar su vuelo los policías se retiraron del lado de Botana Seijo. Agentes impidieron que la esposa del cubano abordara el avión para despedirse de su marido.
Fue exterminada la banda de narcotraficantes
La banda operaba con una organización destacada, como parecía probarlo el hecho de que Guerra Simmons era el encargado de traer al país, de contrabando, las hojas del árbol de coca, que se cultiva principalmente en Perú.
El laboratorio en el que se producían los estupefacientes, para su venta posterior en Estados Unidos, Europa y algunos países sudamericanos “no controlados” por la mafia internacional, erade tipo ambulante, pues apenas 20 días antes se había alquilado la casa de la Colonia del Periodista, para la instalación correspondiente.
Y con gran teatro, negaron cargos los traficantes al rendir declaración ante el Ministerio Público de Averiguaciones Previas de la PGR. Adolfo Guerra Simmons, el ecuatoriano, dijo no conocerla coca ni de oídas, indicó que estaba en la casa en que fue aprehendido por una “reunión política” a la que había sido citado, juró que las únicas plantas que conoce son de “bananas” y que sabía que en su país y en otros lugares de América del Sur, se da muy bien la mariguana, pero que tampoco “podría identificarla con seguridad”.
El subdirector de Averiguaciones Previas, licenciado Ignacio García Trejo, preguntó si la “reunión política” a la que dijo haber asistido en el laboratorio de los narcotraficantes aprehendidos, “estaba relacionada con el atentado dinamitero cometido hacía días contra el presidente Betancourt, de Venezuela”, a lo que el detenido respondió con lloriqueos y aspavientos.
Se recordó que Antonio Botana, alias “Luis Córdoba Zuloaga” -tenía documentos con este nombre-, tenía montado otro laboratorio en la Granja Raquel, a orillas de la Presa de Guadalupe y el cubano trató de relevar de culpa a su esposa, Silveria Roched Torres, divorciada y con familia.
La policía sospechaba que la mexicana Silveria participaba activamente con la banda, pues su pasaporte tenía visas de paso por Cuba y otros países centro y sudamericanos, además de que llevaba cuenta corriente en un banco capitalino, donde se asentaban diversos y cuantiosos depósitos en efectivo.
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Escapó uno de los detenidos
Inaudito: el ecuatoriano Adolfo Guerra Simmons logró fugarse el sábado, 2 de julio de 1960, de la Procuraduría General de la República, al “descuidarse” dos agentes que lo custodiaban, motivo por el cual fueron simplemente arrestados. Los hechos ocurrieron a las 7:30 horas, mientras los agentes Luis Méndez Castellanos y Roberto García García, estaban “distraídos”, uno hablaba por teléfono en otro lugar y el segundo había “ido por unas cobijas”, recomendándole al detenido que no se moviera de su lugar (?).
La fuga ocurrió en una sala contigua al despacho del subjefe de la Policía Judicial Federal, donde Guerra había sido confinado a causa de que los “separos estaban totalmente ocupados”.
Al quedar solo, el traficante se levantó tranquilamente de la butaca en que estuvo sentado, abrió la puerta y salió, bajando con rapidez por las escaleras y pasando frente a la puerta de agentes hasta llegar a la calle, sin ser advertido, donde desapareció entre el escaso tráfico de la ciudad que despertaba aquel sábado.
El coronel Manuel Suárez Domínguez -quien posteriormente se suicidaría en Estados Unidos, al ser sorprendido en posesión de gran cantidad de cocaína que llevó con apoyo de una azafata mexicana- manifestó que el descuido aparente de los judiciales iba a ser investigado.
Así, el golpe al gang resultó empañado por la evasión sospechosa. Sin embargo, la policía supuso que tendría problemas el narcotraficante, pues “huyó sin dinero y sin documentos migratorios”.
El caso fue que los presuntos imprudentes fueron desarmados y puestos a disposición del Ministerio Público Federal y entonces sí cupieron en los “atestados” separos de la PGR. Es decir, para policías arrestados sí había lugar, no para peligrosos traficantes de drogas.
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