Era conocido en el mundo del hampa como Enrico Sampietro del Monte, pero su nombre real fue Alfredo Héctor Donadieu y escenificó una de las más sonadas escapatorias que registra la historia del Palacio Negro de Lecumberri; pero a pesar de lo espectacular del hecho, debe quedar claro que no existió siquiera un disparo de por medio.
El hecho se vuelve más singular porque, en ningún otro intento de fuga o evasión consumada, existieron tres versiones de cómo fue la huida, como en este caso, asegurándose que cada una de ellas es la real.
¿Quién fue Alfredo Héctor Donadieu?
Originario del puerto de Marsella, en Francia, vivió durante algún tiempo en Colombia. Después de ganarle en un juego de póker su pasaporte al italiano Enrico Sampietro, bajo ese nombre llegó a la ciudad de México en 1934. A partir de ese hecho nació un nuevo Sampietro y desapareció Alfredo Héctor Donadieu.
A Sampietro (también firmaba en algunas ocasiones con el apellido San Pietri del Monte y en otras se identificaba como Enrico Giuli Sampietri) se le recuerda como a uno de los mejores falsificadores del mundo, pues lo mismo clonaba dólares que libras esterlinas, o bolívares venezolanos y pesos mexicanos.
Hijo de un escultor y sobrino de un grabador, al descubrir su habilidad como dibujante, un falsificador profesional lo introdujo al negocio. No obstante, para sacarlo de ese ambiente, su padre lo obligó a participar en el frente y recibió La Cruz de Lorena por participar en la Primera Guerra Mundial. En ese sentido, nuestro personaje fue también espía fascista.
La carrera delictuosa de este hampón francés abarca muchos lugares y se inicia siendo él muy joven. Sus torcidos pasos lo llevaron a convertirse en uno de los huéspedes de la Guayana Francesa, donde aprendió lo que es huir de una prisión y se convirtió en prófugo.
Sus dotes para el dibujo eran increíbles y pronto advirtió, ayudado por sus ocasionales amistades, que el futuro lo tenía en la falsificación de billetes. Y como tenía mucha afición por todo lo que resultara fácil y produjera mucho dinero, se encaminó por la senda de la elaboración de dinero espurio sin importar las consecuencias.
Ce por primera vez en Lecumberri
Conectado para la elaboración de billetes apócrifos, ya en México con las personas que lo “patrocinaban”, inició una cadena de fechorías, que más pronto que tarde lo condujeron, por primera ocasión, al Palacio Negro de Lecumberri, en 1937.
Sin embargo, su “fama” ya era conocida y ahí, en la cárcel, gente extraña hacía contacto con él y le proponía la posibilidad de fuga, cosa que aceptó de inmediato, sin pensarlo dos veces.
Los individuos, entusiasmados con la idea de sacar al francés de la cárcel, obviamente no lo hacían por altruismo, pero él nunca reparó en eso.
Una madrugada, le avisaron que estuviera listo porque... “ya te vas”. Sin una muda de ropa en la mano acudió a la cita que tenía en la puerta de la celda donde estaba alojado y ahí el celador le franqueó la salida, pasando después a otra reja más, y a una tercera donde los vigilantes, como el primero, no se dieron por enterados de que el peligroso hampón salía ilegalmente.
Cabe aclarar aquí, amigo lector, que esta es la “versión oficial”, dijéramos, de tal escapatoria, porque es la que narró el propio Enrico cuando fue recapturado, sin embargo, como se señaló anteriormente, hubo tres versiones sobre la fuga del francés.
Las otras dos partieron siempre del interior de la penitenciaría y fueron relatadas con lujo de detalle a Norberto Emilio de Aquino, autor del libro “Fugas”, en el cual abordó este caso policial.
Según esos propios comentarios, Sampietro ofreció a sus custodios darles una jugosa cantidad de dinero si lo dejaban escapar. Negoció el asunto por algunos días hasta que los celadores fijaron su precio.
Costaría al reo su escapatoria 200,000 pesos –hablamos de 1938-, que era todo el dinero del mundo. Sin regateo alguno aceptó y se comprometió a entregar el dinero al momento de la fuga.
Cuentan los reos de aquella época que Enrico llevaba un envoltorio en el que se apreciaba “la nariz” de un billete de 1,000 pesos, que por entonces eran los de mayor denominación que circulaban.
Al sólo hecho de mostrar aquel paquete, las rejas se fueron abriendo y, al llegar a la última, al tiempo que abandonaba la prisión, entregó el envoltorio al celador.
Gustosos se reunieron los involucrados en aquella protección de escapatoria del francés para repartirse el dinero, encontrando con que hasta arriba del paquete había un billete de 1,000 pesos y otro abajo del envoltorio, pero en medio sólo existían infinidad de recortes de periódicos del tamaño de los billetes reales. Y así, con un pago real de 2,000 pesos, evadió la prisión.
El otro relato, respecto a la huida de Sampietro, es un poco más chusco, porque según muchos reclusos y no pocos vigilantes del penal, la evasión tuvo su parte expectante.
En pleno mediodía, una mujer, de “buenas hechuras”, se acercó a la puerta principal de salida del viejo Lecumberri, caminando en forma provocativa y sonriendo a todos los que la miraban a la cara, aunque el principal objetivo de la vista de los celadores no era precisamente el rostro. Entregó los papeles de salvoconducto, pero a nadie interesó verlos porque la forma en que “aquella dama” se balanceaba hacía suspirar a todos.
Luego surgió lo inesperado: el tobillo de la “mujer” se falseó y ese incidente estuvo a un paso de haber enviado a tierra al reo, que sintió que el mundo se le venía encima y que sus horas de reclusión se reanudarían muy en breve.
Alcanzó a equilibrarse, mientras algunos de los propios vigilantes corrían hacia él (que pensaba que lo habían descubierto e iban a recapturarlo) para “ayudarla” a no llegar al suelo. Sorprendido (a), al recuperarse del susto, agradeció la atención y con otra sonrisa más coqueta reanudó la marcha. Pero el tobillo le dolía al máximo y casi no podía mantenerse en pie y menos aún caminar con rapidez, mientras tanto, las miradas convergían en “ella”.
Casi había transpuesto la última reja, sin mayor problema, cuando tuvo que recurrir a lo que pudo haberlo descubierto por completo: como el dolor del tobillo era cada vez mayor y los tacones de los zapatos le “bailaban”, estando a punto de caer decidió quitárselos.
Para tal efecto realizó esa maniobra tan común y casi siempre muy sexy de las damas, al poner en escuadra una pierna en relación con la otra, agacharse y despojarse de un zapato, repitiendo en seguida el mismo movimiento con el otro pie, cambiando de pierna de apoyo.
La historia que se contaba en el Palacio Negro hablaba de la “emoción” que aquella escena produjo en los celadores, y que “los transportó hasta el mismo limbo”.
Esos momentos fueron aprovechados por el francés que, zapatos en mano y ya en plena calle, corrió en pos de un taxi que lo alejara de su antigua morada.
Claro está que cuando se descubrió la falta del reo en su crujía y se hicieron las pesquisas, se llegó a la conclusión de que la “apetitosa dama” que poco antes se había torcido el tobillo y acabó quitándose los zapatos para consumar la fuga, no era otra que Enrico Sampietro.
Pero entonces ya era tarde y el sujeto se había perdido en la inmensidad de una urbe que no llegaba en 1937 a 500,000 habitantes, ni a 50,000 autos circulando...
Samprieto recibe protección desde la fe
Antes y después de su fuga, Sampietro quedó protegido por la llamada “Causa de la Fe”, organismo al que pertenecían eclesiásticos y particulares y que fue creado para luchar contra las medidas que en aquel entonces estaban en vigor para impedir la práctica de la fe cristiana.
Cierto fue que en el propio penal y en una celda contigua a la de Sampietro estuvo el cura José Aurelio Jiménez, que olvidando el “no matarás” de los diez mandamientos, bendijo la pistola con la que el fanático José de León Toral asesinó al general Álvaro Obregón en La Bombilla, en 1928. Casi un año más tarde el ejecutor fue fusilado, mientras el cura se encontraba en una celda de Lecumberri, cumpliendo una larga condena por su participación en el magnicidio.
El sacerdote, desde detrás de los barrotes, encabezaba una furtiva y poderosa organización religiosa, saldo de aquellos tiempos funestos de la guerra de 1926 entre el Estado y la Iglesia que había dejado un saldo de más de 30 mil muertos.
La “Causa de la Fe” tenía entre sus miembros a personalidades de mucho poder y dinero que había infiltrado a gente de su confianza entre el personal de vigilancia del penal, con objeto de facilitarle pequeñas comodidades y mucha impunidad al sacerdote Jiménez.
La organización se acercó al francés y lo protegió, escondiéndolo, tras su fuga, en diversos domicilios para ponerlo a salvo de la policía que lo buscaba para reingresarlo a Lecumberri.
Sin embargo, esa protección no era ni por simpatía ni por amistad, sino por el claro afán de explotarlo, ponerlo a falsificar papel moneda mientras lo tenían preso, como en Lecumberri, para usufructuar ellos los beneficios, aún cuando sabían el castigo que podía llegar a aplicárseles.
Durante esta investigación y haciendo a un lado las versiones de corte novelístico del escritor policiaco, Norberto Emilio de Aquino, recurrimos a información hemerográfica para descubrir que el miércoles 20 de julio de 1938 este diario daba cuenta de la sensacional fuga de Sampietro y sus socios.
Tres salieron tranquilamente de Lecumberri
La nota señala que por la puerta principal de la Penitenciaría del Distrito (Lecumberri) salieron tranquilamente, a la una de la mañana de ese día, tres hombres peligrosos; Enrico Sampietro, habilísimo falsificador de billetes, prófugo de la Isla del Diablo y de la Penitenciaría de Bruselas; Carlos Federico Hesselbart Leyva, autor de un escandaloso fraude a la Dirección de Correos, por medio de giros falsos, y el jaliciense Francisco Godoy Ibáñez, reo sentenciado por homicidio de carácter pasional y compañero de celda de Sampietro.
Por cierto, Godoy Ibáñez muy pronto se ganó la amistad del falsificador y fue el conducto para que el líder de “La Causa de la Fe”, el cura José Aurelio Jiménez, le hiciera una oferta a Sampietro para ayudarlo a escapar sin riesgos de prisión, si trabajaba para la organización falsificando billetes.
Desde que Enrico Sampietro ingresó en la Penitenciaría, se habló de que era un hombre audaz para la falsificación, corriendo la versión de que se podría escapar de la prisión cuando le viniera en gana, lo que finalmente sucedió.
También se informaba acerca de que la policía internacional estaba atenta para echarle el guante. Una noticia de Estados Unidos daba cuenta de que Sampietri, como allá lo conocían, estaba condenado nada menos que a noventa años de cárcel, de tal suerte que bastaba que los detectives norteamericanos le capturaran para que el hampón se considerara perdido, condenado por el resto de su vida...
Ocho días antes de la fuga de Sampietro, los sabuesos de la Procuraduría de Justicia dieron con una buena pista en la circulación de billetes verdes (dólares). La flor y nata de la delincuencia, pese a encontrarse tras las rejas de la Penitenciaría, se dedicaba al jugoso negocio de la falsificación de billetes de veinte dólares, que hacían circular profusamente entre el comercio de la República.
Complicados en este asunto, algunos de ellos presos, figuraban: Antonio Rodríguez, Josefa Ordaz, Trinidad Ruiz, Margarita García, Magdalena Ortiz, Raúl Samaniegos, Gonzalo y Rebeca Ortiz Ordaz, José Concepción Zuleta, Alfonso Rojas Sosa, Enrico Sampietro y Amanda Casas, que era amante de éste último.
La banda, descubierta el lunes 11 de julio de 1938, utilizaba los servicios de sus familiares, quienes tenían fácil acceso a la prisión, enviaban algunas cantidades de esos billetes ilegítimos a algunos estados de la República.
En esta ciudad se capturó entonces a Antonio Rodríguez Ibelles, cuando por segunda vez, llegó a la tienda “El Centro Mercantil”, que estaba frente a la Plaza de la Constitución, para hacer algunas compras que le había encargado González Ortiz Ordaz, desde la Penitenciaría, pagando con billetes de veinte dólares falsificados.
En el curso de la investigación se logró saber que cada uno de los billetes falsificados eran entregados en el exterior de la Penitenciaría, por la puerta Norte por una señora que respondía al nombre de Trinidad, esposa de un recluso y quien los daba a cambio de un vale que éste firmaba. Esa mujer para no despertar sospechas, simulaba vender cigarros o se estacionaba en un puesto de limonadas.
No sin dificultades se encontró a la citada Trinidad en la calle de la Penitenciaría, Lote 4, y dijo llamarse María Trinidad Ruiz García, esposa de José Concepción Zuleta Ruiz, individuo detenido en el penal por homicidio.
Modus operandi
Enrico Sampietro era muy afecto a vestirse de militar y sentía demasiada protección encima para eludir a sus perseguidores policiacos. Salían los hampones del domicilio en donde se ocultaba el prófugo francés y le entregaban a éste una determinada cantidad de los dólares que él mismo había confeccionado; otro tanto llevaba cada uno de sus acompañantes, designados por el alto mando de la “Causa de la Fe”, para encaminarse a introducir el dinero en el comercio y cambiarlos por billetes auténticos.
El auto en que viajaban era estacionado en determinado lugar y ahí se dividían, llegando, por ejemplo, a la calle de Madero, en donde dos de los “circuladores” se encaminaban por una acera y los otros dos (entre ellos “el capitán Sampietro”) por la otra.
Su misión era penetrar a cada comercio que hallaban a su paso y comprar lo que se expidiera ahí, pagando con los billetes falsos y recibiendo cambio con dinero real, porque, era obvio, adquirirían objetos que costaran menos del valor de cada billete que usaban para tener opción al “lavado de dinero”, que entonces no se conocía bajo ese nombre.
Aquel modo de estafa era repetido todos los días de la semana y por todas las calles de la ciudad, lo que indica las cuantiosas ganancias que la llamada “Causa de la Fe” alcanzaba, gracias al trabajo de Enrico Sampietro, que a cambio de ello tenía “casa y comida”.
En un momento en que los comerciantes se percataron del fraude que se estaba cometiendo en su agravio, denunciaron los hechos a la policía, y Alfonso Frías y sus huestes del Banco de México tomaron el hilo del caso e iniciaron la búsqueda de los hampones.
Las dificultades no fueron pocas, porque la hábil presencia del “capitán Sampietro” desorientaba a todos, hasta que se estableció una férrea vigilancia que permitió tomar la pista de los circuladores de la moneda falsa.
No se les aprehendió de inmediato. Las investigaciones de los sabuesos policiales fueron arduas para llegar al centro de la “fábrica” de billetes y dar con los principales responsables de los cuantiosos fraudes.
La recaptura de Sampietro
La madrugada del 9 abril de 1948, Enrico Sampietro fue recapturado por agentes de la Policía Judicial Federal, en la delegación Iztapalapa. LA PRENSA dio con detalle este hecho:
Después de arduas pesquisas -y por medio de una brillante labor de investigación- los federales sorprendieron al famoso falsificador en una sórdida casucha ubicada cerca del mercado de Iztapalapa. Sampietro, ignorante de que la policía le seguía la pista, dormía a pierna suelta cuando los agentes irrumpieron dentro de su habitación.
Por instrucciones del Procurador General de Justicia, Francisco González de la Vega, se comisionó al jefe de grupo “B” de la Policía Judicial y a ocho federales de reconocida capacidad. Tenazmente siguieron la pista al falsificador preparando la captura de manera que no hubiera lugar a error.
Al realizarse la detención, Sampietro fue trasladado a la Procuraduría donde lo interrogó, personalmente, el licenciado De la Vega.
Enrico Sampietro, hizo al señor Procurador una extensa confesión de las falsificaciones realizadas en México y, además, se refirió a las que hizo anteriormente en Estados Unidos y Cuba.
A mediodía, ante el jefe del Departamento de Averiguaciones Previas de la Procuraduría General, licenciado Manuel Rosales, Sampietró amplió sus declaraciones.
Denunció a cómplices
Internado en la Penitenciaría del Distrito Federal, mejor conocida como el Palacio Negro de Lecumberri, Enrico Sampietro acudió el 16 de julio de 1949 al Tribunal del Primer Circuito para protestar por la sentencia de 19 años de prisión, que purgaba en ese penal. Lanzó todos los cargos de falsificación y circulación de los billetes apócrifos a una “liga de defensa religiosa” y al cónsul de México en California, Rafael T. Orendáin.
En otras ocasiones, Sampietro ya había esbozado esos cargos, pero nunca lo había hecho de manera concreta como ese día, al rendir declaración ante el magistrado, licenciado Ezequiel Parra, quien lo escuchó atentamente, mientras tres celadores, armados con máuseres, otro con ametralladora, un capitán del Ejército y otro empleado de la Dirección de Seguridad, vigilaban todos sus movimientos y palabras.
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Sampietro asentó que días antes de que se le recapturara en Iztapalapa, los miembros principales de “la Causa de la Fe”, mandaron recogerle todas las armas que tenía en su taller, y que los grabados de los billetes de a cien pesos, los entregó a Fidel Buendía, “El Cristo”, quien a su vez los pasó a un fotograbador de Puebla, miembro de esa liga religiosa, quien imprimía los billetes y además los entregaba, ya terminados, al jefe de la Liga, quien a su vez los repartía a miembros de esa organización para su circulación.
Los cómplices que en México tenían a su cargo la circulación, Jorge Téllez y Luis Barquera, señalaron como impresores a Ángel, a Jorge y Agustín Buendía. Acerca de su captura, Enrico Sampietro dijo que los miembros de “la Causa de la Fe” lo denunciaron para deshacerse de él, después de obligarlo a que les prestara servicio.
Durante la investigación, él mismo informó al doctor Quiroz Cuarón y a la policía bancaria la existencia de una caja de hierro conteniendo grabados y billetes, ya listos para su circulación; pero eso lo hizo bajo promesa de que los agentes no molestarían a los miembros de la “la Causa de la Fe” y ex combatientes cristeros, desde luego, subalternos de Rafael T. Orendáin, uno de los jefes.
También informó que esos individuos especulaban con la fe y provocaban el fanatismo. Textualmente expuso: “Al ser aprehendido me di cuenta de que había sido víctima nuevamente de los referidos sujetos, y cuando se absolvió a Orendáin, se me recluyó en la crujía uno, celda 22, en donde me encuentro incomunicado”...
Terminó diciendo que en 1938 los celadores no le ayudaron en su fuga, y que él no fue responsable, ni de la falsificación, ni circulación de billetes. Puntualizó su protesta por la sentencia que se dictó en su contra, sin dejarle defenderse en su oportunidad.
Y para finalizar, cuando Enrico Sampietro cumplió su condena, se le deportó a Francia, en 1961, aclarándose así la lista de fechorías del hábil falsificador de billetes que, sin duda, inspiraron a otros ambiciosos delincuentes a seguir sus pasos...
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