/ viernes 10 de noviembre de 2023

El “Chacal de la Anáhuac” se quitó la vida en su celda acosado por su conciencia

José Anguiano se fue a bailar a un cabaret después de matar a una madre y sus hijos; luego de ser capturado, confesó su crimen y la culpa comenzó a asediar su conciencia hasta carcomerlo y orillarlo a quitarse la vida

En un frenesí, el chacal de Santa Julia o de la Anáhuac dio placer a su sed de sangre; lo que deseaba era saciar era el sabor al licor en la boca, que quería que perdurara, por ello fue a pedir dinero prestado a su jefe del trabajo, pero lo que encontró fue a una indefensa familia que a la postre sería víctima del mazo y la furia de un asesino infame

José bailaba cadenciosamente en un cabaret de la colonia Anáhuac cuando se le ocurrió comentar a su ocasional pareja que “acababa de matar a seis personas”.

La chica no le creyó, pero minutos después, al encenderse otras luces, vio en los ojos de su amigo que no mentía. Así se descubrió uno de los crímenes colectivos más dramáticos en la ciudad de México en los años cuarenta.

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La tragedia ocurrió el lunes 19 de abril de 1943 en la calle Laguna de San Cristóbal 123, colonia Anáhuac, en el Barrio de Santa Julia. Muerta la madre, muerto un hijito, muertas dos hijas, luchando otras dos en las convulsiones de atroz agonía… Ese fue el cuadro horripilante que la maldad del asesino grabó con un mazo maldito, exterminando con furia a todos los miembros inocentes de una familia numerosa.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

No hizo falta ser vidente para dibujar en la imaginación lo que fue la horrible escena, escribió el redactor de LA PRENSA. La madre, defendiendo con su cuerpo los cuerpecitos de sus hijos; los niños, gimiendo y gritando con aullidos de susto mortal y la fiera machacando con un mazo, salpicándose de sangre, en completo frenesí demencial.

Murió la mujer intentando vanamente arrancar antes de morir el arma enrojecida que la machacaba. Pero el homicida no se detuvo ante esa primera muerte y continuó su obra devastadora: arrancó la vida a una criaturita de 16 meses.

Cayó la mujer y su bebé, enlazados en un abrazo postrero. ¡Y siguió el carnicero maldito! Corrió tras los niños que intentaron huir, sobreponiéndose a la fascinación paralizadora de su espanto.

Subió y bajó el brazo homicida, quebrando huesos, carne, músculos; abriendo surtidores de sangre, rompiendo vidas… Y luego, en medio del cementerio creado por su furia infernal, sin acabar de rematar a dos de sus víctimas, el canalla todavía tuvo insensibilidad para dar rienda suelta a su codicia y recoger todo lo que pudiera proporcionarle dinero para ir a divertirse.

De allí, saltando por encima de los cadáveres aún tibios, pisando la agonía de las dos pequeñas que todavía respiraban, el bandido se fue; y luego, sin perder el tiempo, acudió a un cabaret para gastar el mísero botín de su horrible crimen con la alegría artificial que brindan los placeres ciegos.

¡Bailando fue sorprendido!

Cómo se descubrió el crimen

Exactamente a las 19:40 horas, fue llamado el policía más cercano al lugar del suceso, de nombre Severo González Carrillo, placa 2141 de punto en el crucero de Laguna de Pátzcuaro y Calzada de Tacuba, a la casa número 123 de la calle de Laguna de San Cristóbal, perteneciente a la circunscripción de la Novena Delegación de Policía, y enclavada dentro de la fatídica colonia de Santa Julia; teatro desgraciado de los más horrendos sucesos, entre los que destacan, por su enormidad las dos series de crímenes abominables cometidos a pocas cuadras de distancia por el Chacal Gregorio Hernández Cárdenas.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

Un velador de la fundición tuvo la nada deseable fortuna de ser quien descubrió, en los momentos en que la tarde agonizante recubría el limpio cielo de nubes sombrías, el más horrendo cuadro de criminal matanza.

Juntos, el velador Francisco Moreno y el policía Severo González Carrillo se dirigieron a la casa de Laguna de San Cristóbal, penetrando a lo largo del pasillo abierto hasta la escena del crimen, en donde todavía se encontraban varias formas, apenas humanas, en las que el velador pudo descubrir a la guardiana de la Fundición Excelsior, Sofía Almanza, esposa del encargado Ventura Mendoza, junto con sus pequeños hijos, todos ellos salvajemente golpeados con un arma terrible.

La escena, tal como fue contemplada por el fotógrafo y reportero de LA PRENSA, apenas si pudo ser descrita por su impresionante dramaticidad. Sobre un montón de finísima arenilla, de la usada en los moldes de fundición de metales, yacían los cuerpos de la señora Sofía Almanza y, junto a ella, revueltos en un solo montón, se encontraban sus cinco hijos: Margarita, de diez años; Teresa, de nueve; Violeta, de siete; Ventura, de cuatro, y, junto al seno materno, el menor de todos, Mario, de sólo un año y cuatro meses de edad.

Cuando el policía y el velador apenas habían podido darse cuenta de la inmensidad del crimen cometido, pero aún sin salir del estupor causado por éste, se percataron que el padre y esposo de las víctimas llegaba sin darse cuenta de la inenarrable tragedia desarrollada en su casa.

Ventura Mendoza llegó y ante la tétrica escena se paralizó un instante, un instante en el que sintió que todo se difuminaba, que quizás era un sueño o una pesadilla dantesca, pero luego se dio cuenta de que alguno de sus hijos daba todavía débiles señales de vida y, entonces, ayudado por el joven policía, empezó a remover aquella maraña confusa de brazos, cuerpos y piernas, percatándose de que María Margarita (la mayor de sus hijas), Teresa y Violeta todavía daban algunas muestras de existir.

Entre ambos, condujeron a las tres pequeñas hasta el modesto cuarto en el que el matrimonio tuvo su humildísima vivienda, ubicado en un rincón del patio interior de la Fundición Excelsior; y allí, Ventura -en medio de su aturdimiento- trató casi inútilmente de hacer algo por curar a sus pequeñas hijas.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

Intervienen las autoridades

Pronto fueron llamadas las autoridades policiacas, presentándose en el lugar de los hechos, el licenciado Humberto Gual Roca, delegado adscrito a la Novena Delegación de Policía, acompañado de su secretario, Rubén Acevedo Tavera; del agente del Ministerio Público, licenciado Gonzalo Álamo Blanco.

Apenas iniciadas las investigaciones, pudo precisarse todo el indecible salvajismo que había armado la mano del asesino en la comisión de este delito sin parangón. Junto a los tres cadáveres que habían sido descubiertos a la entrada de la casa, se encontraba un marro de hierro -masa asesina, que en vez de cumplir sus funciones de honesto instrumento de trabajo, había servido para segar un puñado de vidas-, de los de peso de 14 libras, incrustado en un corto mango, que pudo haber hecho el golpe del arma aún más.

Embarrado de sangre, recubierto de masa encefálica, chorreando líquido vital por el mismo mango, el marro asesino manifestaba con muda elocuencia, lo imprevisto del crimen y lo inesperado de la agresión que tal instrumento fuera elegido deliberadamente para la comisión de un séxtuple crimen.

MACABRA BRUTALIDAD

Apenas conocida la espeluznante noticia en la Jefatura de Policía del DF, el coronel Romero Loza dio órdenes estrictas de que todos los contingentes de la policía necesarios, fueran puestos al servicio del esclarecimiento de tan espantable serie de asesinatos, ante la cual se convenía unánimemente, en que la cometida por Goyo Cárdenas resultaba pálida.

El jefe del Servicio Secreto, coronel Marcelino Inurreta, seguido por el subjefe, Simón Estrada, y acompañado por un selecto grupo de agentes, se lanzó inmediatamente a la localización del innoble asesino.

Puestos en relación con el licenciado Humberto Gual Roca, delegado del perímetro en que fue cometido el crimen, el secretario de la Novena Delegación, Rubén Acevedo, el juez Gonzalo Álamo Blanco y Ventura, el padre y esposo de las víctimas, los sagaces policías iniciaron la caza humana que no habría de detenerse sino hasta el momento de dar con el responsable.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

Indicios condenatorios…

Por lo pronto, el Servicio Secreto de Identificación Criminalística ya había tomado y sacado copias de las impresiones digitales del autor de los sombríos crímenes del que fue bautizado como el Chacal de la Laguna de San Cristóbal, quien no tuvo el menor reparo en borrar sus huellas dactiloscópicas del arma esgrimida para perpetrar su fechoría.

Pero si bien aquel indicio habría de ser la prueba plena de la culpabilidad del homicida, otros fueron los que guiaron los pasos de la policía, dándoles la pista segura para hallar al salvaje asesino. El padre y esposo de las víctimas, ardiendo en cólera, suministró la pista segura del criminal, al indicar que entre el personal de la Fundición Excelsior se encontraba un sujeto de nombre Carlos Anguiano, que siempre se había manifestado descontento de la paga que recibía como retribución por su trabajo, y el que, por un proceso propio de su baja mentalidad, podía haber sido el autor de los crímenes.

Aunque de acuerdo con posteriores pesquisas se supo que no fue ese el nombre del criminal, pero sí fue ese dato el que proporcionó el hilo conductor para llegar hasta el chacal sin que aún hubiera iniciado la carnicería.

Por su parte, Ventura siguió aportando indicios comprometedores para el asesino y ladrón que, en la búsqueda de unos cuantos pesos, sacrificó a una madre y sus hijos inocentes.

Se efectúa la primera detención una hora después

Apenas transcurrió una hora de los crímenes, cuando la actividad de la policía dio comienzo a su brillante investigación, realizando la detención de Carlos Anguiano, trabajador de la fundición, a quien se señaló como autor de los asesinatos.

Se llevó a cabo un interrogatorio de forma extraordinaria y de éste se extrajeron las primeras sospechas contra José Anguiano, en cuya búsqueda se lanzaron de inmediato los numerosos agentes.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

Entretanto, el jefe del Servicio Secreto, Marcelino Inurreta, acompañado por su grupo selecto de sabuesos, se trasladó a la casa habitación de José Anguiano, encontrándose en ella, no al criminal, pero sí una prueba definitiva de sus crímenes: un overol teñido con sangre, que era la ropa de trabajo del homicida, de la que se había despojado después de cometidos los asesinatos, sin tratar de ocultarla, sino quizá satisfecho su apetito de sangre.

Se cierra el cerco sobre la fiera humana

Entonces fue cuando verdaderamente principió la caza del hombre, el rastreo de la bestia humana, sobre quien dirigieron toda la atención los cuerpos policiales al mando del jefe de los Servicios Secretos.

De acuerdo con la información difundida entre los sabuesos, se tuvo el dato preciso de la ubicación del chacal, quien precisamente tras la consumación de su terrorífica fechoría se encontraba en un cabaret de mala muerte del mismo rumbo, llamado Cabaret Anáhuac.

Imposible resultó imaginar la escena con la que se toparon los agentes de la ley cuando al llegar a aquel tugurio, el infame asesino se encontraba en la pista de baile, entregado a la música en los brazos de una mujer que quizá desconocía lo que había hecho el criminal, o aun sabiéndolo, no le importó y también se entregó a la música en una complicidad implícita.

Cuando fue sorprendido, embriagado, ni siquiera acertó a defenderse usando su fuerza bruta, no pudo sino entregarse mansamente en manos de los jefes y agentes del Servicio Secreto, quienes lo condujeron a la jefatura.

El cantinero del lugar dijo que, en un principio de confesión, el chacal le dijo lo siguiente:

-Acabo de pasar a un zafarrancho en la Fábrica de Fierro en donde yo trabajo.

Y como el cantinero lo interrogó, preguntándole detalles del supuesto zafarrancho, el otro se turbó y exclamó:

-No sé qué fue lo que pasó. Sólo sé que allí hubo un zafarrancho.

“¿Cuánto quieren por soltarme?”, dijo el asesino

Y a bordo de la camioneta del Servicio Secreto, en la cual había sido realizada la rápida y fructuosa investigación, el asesino fue registrado, hallándosele la primera prueba comprometedora de la serie de horripilantes asesinatos que acababa de cometer.

En uno de los bolsillos, le fueron encontrados, como evidencias irrebatibles de la comisión del delito, un billete de la Lotería Nacional, número 20711, del Sorteo Menor de 25 mil pesos, que Ventura había reportado a los agentes que había desaparecido o se lo habían robado de su casa. Asimismo, se le encontró una boleta de inscripción a la primaria, que pertenecía a María Violeta Mendoza, una de las víctimas del homicida.

En el trayecto a la Jefatura de Policía, el criminal, que hasta entonces se había encerrado en una torpe negativa de sus crímenes, se animó a decir de manera todavía más torpe:

-¡Sí, yo fui! ¿Cuánto quieren por soltarme?

La pregunta resultó más inexplicable porque al momento de registrar al principal sospechoso, éste no contaba con dinero, puesto que había gastado todo en alcohol y dádivas para algunas de las chicas que atendían en el cabaret.

Ya en la jefatura, el asesino fue confrontado inmediatamente con las impresiones dactilares que habían sido recogidas del marro que sirvió como arma asesina, encontrándose que ambas huellas correspondieron al mismo individuo.

Ante tal demostración irrefutable, José Anguiano inició una confesión en forma. LA PRENSA tuvo acceso total para interrogar al asesino, identificado ya por las autoridades y confeso.

José contó lo siguiente: dijo que había entrado en la casa que sirvió de teatro de los horrores con el fin de satisfacer una necesidad fisiológica y que cuando terminó y se disponía a marcharse, le fue impedida la salida por la esposa del cuidador de la fábrica, e indignado por evitar que se marchara, descargó puñetazos sobre el la mujer, a quien conocía desde al menos tres años, pero que en su ofuscación negó recordar siquiera su nombre.

La mujer comenzó a gritar y de inmediato se acercaron sus tres hijos mayores, quienes, al ser vistos por el chacal, recibieron el mismo trato que le había dado a su madre, sólo que, según él, siempre y únicamente usó sus puños.

Bestial relato hace el “Chacal” de sus crímenes

José Anguiano se convirtió en la figura del día por obra y gracia de su negro crimen, cometido alrededor de las 19 horas del 19 de abril de 1943 en el interior de la fábrica de tuberías y fundición denominada Excelsior, situada en la calle Lago de San Cristóbal 123.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

Allí se desarrolló el más infame crimen luego del perpetrado por Goyo Cárdenas no hacía mucho tiempo, por los mismos rumbos. El criminal, José Anguiano un muchacho de 19 años, proveniente de La Barca, Jalisco, segó sanguinariamente las vidas de seis personas.

Su captura fue pronta y su confesión se dio después de verse acorralado y sin salida, pese a que, en su intento por evadir la justicia, quiso sobornar a los policías; sin embargo, destacó el hecho de que en esos momentos se encontraba fuertemente enajenado por las bebidas alcohólicas y que, además, no tenía nada de dinero consigo.

Alrededor de las 11 horas del 20 de abril de 1943, se dispuso el traslado del chacal Anguiano Armenta de los separos de la Novena Delegación a la Penitenciaría del Distrito Federal.

Para ello estuvo comisionado el segundo oficial de policía, Andrés Rosales Villarreal, sin embargo, un terrible embrollo se presentó en esos momentos a la consideración de las autoridades: la protección del criminal contra la ira de una tumultuosa multitud que se agolpaba, iracunda, frenética, a las puertas de la Delegación, ávida de ejercer justicia por propias manos.

Entonces, tuvo que formarse una valla de policías armados desde las puertas hasta el embanquetado próximo a la camioneta que esperaba al chacal, a fin de proteger su integridad personal.

Cuando apareció Anguiano Armenta, vistiendo pantalón marrón a rayas y camisa de color, sin corbata y con el cabello enmarañado, un clamor de indignación se escuchó vigorosamente y cientos de gargantas clamaron por la muerte inmediata de aquel hombre que concibió y ejerció uno de los más grandes crímenes que registraba la historia criminal hasta entonces, en la década de los cuarenta.

-¡Mátenlo, mátenlo! -vociferaba aquella gente agitándose.

-¡Que nos lo suelten! ¡Échenlo al pueblo! -gritaban airados hombres, mujeres y niños.

Fue necesario que la fuerza policiaca impusiera el orden para contener aquella muchedumbre sedienta de venganza.

Apresuradamente, sujetado por ambos brazos y rodeado por policías, armados hasta los dientes, fue sacado el chacal de la oficina de la delegación. El criminal, con la cabeza inclinada sobre el pecho, pálido y desencajado, trepó a la camioneta con rapidez y quedó allí, sentado en el fondo y con la mirada vaga lanzada sobre aquel mar de gente iracunda.

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Alrededor del mediodía, la camioneta se estacionó frente a la puerta principal de la Penitenciaría del Distrito. Y ante las miradas de curiosos empleados, litigantes, celadores y vendedores ambulantes, fue bajado el asesino.

De ahí pasó a la Crujía H, donde los mismos reos le mostraron repulsión. Allí mismo se procedió a cortarle el cabello. Acto seguido, don Elpidio, severo y antiguo celador penitenciario, ordenó que se le pusiera en la talacha.

Por eso los maté, dijo el asesino

Para ser entrevistado por LA PRENSA, fue conducido al patio soleado que daba entrada al penal. Allí, frente a frente, lo interrogó el reportero del diario de las mayorías.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

-Va a venir don Ventura -le dijo el reportero, iniciando la conversación intencionalmente, como para auscultar su estado de ánimo-. ¿Sabes quién es don Ventura?

-Sí -respondió sin inmutarse-, es mi jefe en la fundición.

-Exactamente -asintió el reportero-. ¿Qué cuentas le vas a decir de su esposa?

Pero José no dijo nada. Observó como buscando una respuesta en el cielo, en el aire, en las paredes, incluso en nuestra mirada. Pero no encontró nada. Permaneció mudo y fue preciso interrogarlo de nuevo.

-¿No tienes temor de que te maten?

-¡Pos cómo no! -respondió; desorbitados los ojos.

-¿Crees que tus crímenes merecen pagarse con la muerte?

Después de un largo silencio en el que Anguiano se frotaba las manos, dijo:

-La verdad, creo que si me matan salgo debiendo.

Luego, el reportero del periódico que dice lo que otros callan quiso saber un poco sobre la biografía del chacal y este relató que nació en La Barca, Jalisco, y que no conoció personalmente a su padre, pues murió antes que él naciera.

Su progenitora residía en Michoacán, en una ranchería conocida como Ibarra, donde contrajo nupcias con Trinidad Cervantes y adonde concibió a sus tres medios hermanos, “quienes viven con mi madre”.

El muchacho era campesino, aspiraba a mejorar su situación económica y vino a México, en busca de una oportunidad laboral, misma que encontró en la fundición, donde fue empleado hasta el día previo a su captura.

-Bien -se le dijo-, ahora cuéntanos cómo mataste a la señora Almanza y a sus hijos.

-Pos verá usted, señor -dijo-, ayer no trabajé por estar de vacaciones. Anduve tomando mis copitas y se me acabaron los cinco pesos que tenía de mi raya. Y como andaba yo “con el hocico caliente”, como se dice, me fui a ver a don Ventura para que me prestara dinero.

No estaba en su casa y la señora me dijo que se había ido al cine. Le pedí unos pesos a ella y me dijo que no tenía, que volviera más tarde para ver si ya había regresado don Ventura.

A las siete regresé -continuó narrando cínicamente el criminal-, pero don Ventura no había regresado y me esperé un rato. Luego insistí con la señora, le rogué que me prestara los quince pesos, pues me sentía malo, tenía necesidad de seguir bebiendo.

-¿No habías fumado mariguana? -le interrumpimos.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

-No señor, no me gusta tronármelas.

-Bueno, ¿qué más ocurrió?

-Pos estuve un rato parado, esperando a don Ventura. Luego la señora salió a la calle a traer una cubeta de agua, acompañada por Venturita y otro de los niños. Cuando regresó, le volví a pedir centavos y me dijo que me fuera, que no tenía dinero y que no la anduviera molestando. Yo sentí entonces mucho coraje y como estábamos solos agarré el fierro y le pegué en la cabeza con todas mis fuerzas. Me sentía loco de coraje y cuando la vi tirada le seguí pegando para que no llamara a los niños, para que no siguiera gritando.

-¿Y la mataste? ¿Tú la viste morir?

-La verdad, sí. Yo le pegué con todas mis fuerzas y vi mucha sangre en su cara, en su cabeza.

- Y a los niños, a las criaturas inocentes, ¿por qué les pegaste?, ¿por qué las mataste?, ¿qué te habían hecho?

-¡Hummmm…! -exclamó-. ¡Si hubiera visto usted cómo chillaban! Además -agregó-, sentía muy feo en ese momento y a todos les fui dando con el mazo, que estaba más pesado que la macana. Les di a todos, les di muy fuerte para acabar con ellos. Y cuando los vi caídos, los conté para ver si no faltaba ya ninguno.

-¿Cómo los contaste? -se le preguntó con asombro.

-Pues fui mirándolos uno por uno -dijo a la vez que señaló como si estuviera frente a los cadáveres-: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… ¡No falta ya ninguno!

Luego me salí y fui a cambiarme la ropa. Dejé mi cachucha colgada en un clavo de la fundición, donde siempre la dejaba y allí mismo tiré el mazo ensangrentado y los zapatos, que estaban llenos de sangre también.

-¿Sentiste miedo entonces?

-No, nada de eso -exclamó con atroz cinismo-. ¡Fíjese que me fui a bailar!

-¿Con qué dinero fuiste al cabaret?

-Pos conseguí luego unos centavitos. Pocos, pero algo era para gastar en las copitas.

-¿No robaste a la señora? Dicen que te llevaste trescientos pesos -le espetamos para investigar.

-Nada de eso, ni un centavo me llevé. Sólo recogí unos billetes de lotería. Luego me los quitaron los policías.

-¿Eres borracho por costumbre?

-Sí, me gusta mucho beber.

-¿Desde cuándo te emborrachas?

-Desde el año 1937, por una decepción -respondió con vivacidad.

-¿Es verdad que después de golpear con el mazo al niño Venturita lo azotaste contra la pared para estrellarlo?

-¡Pos la verdad, sí! ¡Yo tenía la cabeza loca!

-Y por qué lo hiciste, por qué te ensañaste.

-Porque el chiquillo no acababa de morirse y me miraba muy feo.

"La justicia de Dios se ha consumado"

Cuando los detectives inspeccionaron el área mortal, hallaron la cachucha que José había dejado colgada y, al observarla con detenimiento, el detective Marcelino Inurreta divisó unas manchitas de sangre en la visera.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

Inurreta, al ver notar aquellas inusuales evidencias, infirió que su dueño podría ser el criminal. Investigó a quién pertenecía y supo al cabo de poco tiempo que era de José Anguiano, tras de quien se lanzaron los sabuesos de inmediato y, sólo tres horas más tarde, fue localizado en el interior del cabaret Anáhuac, ubicado en la calle de Lago Zirahuén.

Inurreta narró también lo que el chacal le había declarado sobre el crimen. Le dijo que a la señora Sofía Almanza le había pegado hasta 14 veces contundentemente y a cada uno de los niños dos veces, para asegurarse de que los había matado. Fue entonces cuando supo que el pequeño Venturita seguía con vida, por lo que lo tomó de los pies para azotarlo brutalmente contra la pared.

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Mentiras


Anteriormente, José el Chacal, dijo que el lunes 19 de abril, después de hacer una necesidad corporal en el WC de la fábrica, fue a ver a la señora Sofía (dijo no recordar su apellido) y que tuvo una disputa con ella, por lo que la golpeó con los puños, y que luego siguió con los niños porque no lo dejaban salir y querían encerrarlo en un corral.

Que ya todos caídos, continuó golpeándolos con el puño cerrado y que luego, en otra habitación, encontró a los niños y también los golpeó, sosteniendo siempre que fue con los puños y no con el mazo.

Que después de salir de la fundición se fue al cabaret Anáhuac, en donde un amigo le prestó dos pesos con cincuenta centavos y con ese dinero se dedicó a la disipación bailando un buen rato hasta que lo detuvieron.

Otra de las versiones que contó fue que por la tarde de aquel 19 de abril estuvo tomando unas copas de tequila en el Anáhuac y que después fue a la fundición para pedir dinero prestado al señor Ventura, pero al no encontrarlo se dirigió a su esposa, con quien tuvo un altercado después que se negó a prestarle el dinero solicitado; entonces, impulsado por la rabia que sintió, le dio un “zoquete” y luego un macanazo.

Siguió diciendo que, tras derribarla, agarró un marro que encontró sobre la mesa y le pegó varias veces en el cráneo y en el cuerpo, siguiendo con Venturita y María, que se habían acercado al escuchar los gritos de su madre; entonces, los tundió a macanazos hasta causarles la muerte.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

Seguidamente, tomó por los pies el cadáver de la señora y lo tiró en un montón de tierra que se encontraba en el mismo cuarto donde cometió el crimen. Y luego, al tratar de ocultar su crimen bajo aquel montón de tierra, echó los cuerpos de los niños en una carretilla y los puso junto a su madre, siendo entonces cuando se presentaron las otras criaturas, quienes ante la escena comenzaron a llorar. Anguiano Armenta trató de acercarse a ellos, pero estos echaron a correr rumbo al corral, donde encontraron su fin a manos del chacal.

Ya en el Palacio Negro de Lecumberri, José Anguiano fue acusado de homicidio en agravio de Sofía Almanza y sus hijos, Mario, Ventura y María Margarita. Violeta y Teresa seguían graves en el Hospital Juárez. El juez Natividad Ramírez Saucedo dictó auto de formal prisión contra el detenido.

Y el domingo 16 de mayo de 1943, tres días antes de que se cumpliese un mes de los asesinatos en la Colonia Anáhuac, José Anguiano se quitó la vida en la celda 513, crujía D, Penitenciaría del Distrito Federal.

Tres días antes, de manera absolutamente innecesaria, en “cumplimiento de diligencia”, José fue llevado al Hospital Juárez “para saber si lo reconocían como agresor las niñas Teresa y Violeta Mendoza Almanza”. Lo único que lograron las autoridades penales de la época fue traumar a las niñas. El proceso iba a cerrarse “para ponerlo a la vista de las partes y llegar a las conclusiones”. Pero el destino intervino y las conclusiones quedaron pendientes para siempre.

El domingo, a las 5:30 horas, el celador de la crujía de Homicidas, marcada con la letra “D”, Alejandro Ramírez, llegó a la celda 513 y notó que José no salía.

Volvió a llamarlo y finalmente descorrió la ventanilla para ver al interior y notó que José estaba colgado por el cuello de las rejas de una ventanilla interior, que daba al patio de los telares. El cuerpo del suicida pendía de un delgado alambre de cobre, sin revestimiento alguno, que media como un metro, y por el otro extremo estaba fuertemente atado a un gancho, forjado de hierro.

Aparentemente José estaba parado sobre el piso de la celda, en su rostro no había señal de espanto ni sufrimiento. Un colchón enrollado denunciaba que José ni siquiera durmió durante la noche del sábado. Cerca estaba un folleto con literatura evangelista en la que se mencionaba “el arrepentimiento de los malvados”.

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En un frenesí, el chacal de Santa Julia o de la Anáhuac dio placer a su sed de sangre; lo que deseaba era saciar era el sabor al licor en la boca, que quería que perdurara, por ello fue a pedir dinero prestado a su jefe del trabajo, pero lo que encontró fue a una indefensa familia que a la postre sería víctima del mazo y la furia de un asesino infame

José bailaba cadenciosamente en un cabaret de la colonia Anáhuac cuando se le ocurrió comentar a su ocasional pareja que “acababa de matar a seis personas”.

La chica no le creyó, pero minutos después, al encenderse otras luces, vio en los ojos de su amigo que no mentía. Así se descubrió uno de los crímenes colectivos más dramáticos en la ciudad de México en los años cuarenta.

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La tragedia ocurrió el lunes 19 de abril de 1943 en la calle Laguna de San Cristóbal 123, colonia Anáhuac, en el Barrio de Santa Julia. Muerta la madre, muerto un hijito, muertas dos hijas, luchando otras dos en las convulsiones de atroz agonía… Ese fue el cuadro horripilante que la maldad del asesino grabó con un mazo maldito, exterminando con furia a todos los miembros inocentes de una familia numerosa.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

No hizo falta ser vidente para dibujar en la imaginación lo que fue la horrible escena, escribió el redactor de LA PRENSA. La madre, defendiendo con su cuerpo los cuerpecitos de sus hijos; los niños, gimiendo y gritando con aullidos de susto mortal y la fiera machacando con un mazo, salpicándose de sangre, en completo frenesí demencial.

Murió la mujer intentando vanamente arrancar antes de morir el arma enrojecida que la machacaba. Pero el homicida no se detuvo ante esa primera muerte y continuó su obra devastadora: arrancó la vida a una criaturita de 16 meses.

Cayó la mujer y su bebé, enlazados en un abrazo postrero. ¡Y siguió el carnicero maldito! Corrió tras los niños que intentaron huir, sobreponiéndose a la fascinación paralizadora de su espanto.

Subió y bajó el brazo homicida, quebrando huesos, carne, músculos; abriendo surtidores de sangre, rompiendo vidas… Y luego, en medio del cementerio creado por su furia infernal, sin acabar de rematar a dos de sus víctimas, el canalla todavía tuvo insensibilidad para dar rienda suelta a su codicia y recoger todo lo que pudiera proporcionarle dinero para ir a divertirse.

De allí, saltando por encima de los cadáveres aún tibios, pisando la agonía de las dos pequeñas que todavía respiraban, el bandido se fue; y luego, sin perder el tiempo, acudió a un cabaret para gastar el mísero botín de su horrible crimen con la alegría artificial que brindan los placeres ciegos.

¡Bailando fue sorprendido!

Cómo se descubrió el crimen

Exactamente a las 19:40 horas, fue llamado el policía más cercano al lugar del suceso, de nombre Severo González Carrillo, placa 2141 de punto en el crucero de Laguna de Pátzcuaro y Calzada de Tacuba, a la casa número 123 de la calle de Laguna de San Cristóbal, perteneciente a la circunscripción de la Novena Delegación de Policía, y enclavada dentro de la fatídica colonia de Santa Julia; teatro desgraciado de los más horrendos sucesos, entre los que destacan, por su enormidad las dos series de crímenes abominables cometidos a pocas cuadras de distancia por el Chacal Gregorio Hernández Cárdenas.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

Un velador de la fundición tuvo la nada deseable fortuna de ser quien descubrió, en los momentos en que la tarde agonizante recubría el limpio cielo de nubes sombrías, el más horrendo cuadro de criminal matanza.

Juntos, el velador Francisco Moreno y el policía Severo González Carrillo se dirigieron a la casa de Laguna de San Cristóbal, penetrando a lo largo del pasillo abierto hasta la escena del crimen, en donde todavía se encontraban varias formas, apenas humanas, en las que el velador pudo descubrir a la guardiana de la Fundición Excelsior, Sofía Almanza, esposa del encargado Ventura Mendoza, junto con sus pequeños hijos, todos ellos salvajemente golpeados con un arma terrible.

La escena, tal como fue contemplada por el fotógrafo y reportero de LA PRENSA, apenas si pudo ser descrita por su impresionante dramaticidad. Sobre un montón de finísima arenilla, de la usada en los moldes de fundición de metales, yacían los cuerpos de la señora Sofía Almanza y, junto a ella, revueltos en un solo montón, se encontraban sus cinco hijos: Margarita, de diez años; Teresa, de nueve; Violeta, de siete; Ventura, de cuatro, y, junto al seno materno, el menor de todos, Mario, de sólo un año y cuatro meses de edad.

Cuando el policía y el velador apenas habían podido darse cuenta de la inmensidad del crimen cometido, pero aún sin salir del estupor causado por éste, se percataron que el padre y esposo de las víctimas llegaba sin darse cuenta de la inenarrable tragedia desarrollada en su casa.

Ventura Mendoza llegó y ante la tétrica escena se paralizó un instante, un instante en el que sintió que todo se difuminaba, que quizás era un sueño o una pesadilla dantesca, pero luego se dio cuenta de que alguno de sus hijos daba todavía débiles señales de vida y, entonces, ayudado por el joven policía, empezó a remover aquella maraña confusa de brazos, cuerpos y piernas, percatándose de que María Margarita (la mayor de sus hijas), Teresa y Violeta todavía daban algunas muestras de existir.

Entre ambos, condujeron a las tres pequeñas hasta el modesto cuarto en el que el matrimonio tuvo su humildísima vivienda, ubicado en un rincón del patio interior de la Fundición Excelsior; y allí, Ventura -en medio de su aturdimiento- trató casi inútilmente de hacer algo por curar a sus pequeñas hijas.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

Intervienen las autoridades

Pronto fueron llamadas las autoridades policiacas, presentándose en el lugar de los hechos, el licenciado Humberto Gual Roca, delegado adscrito a la Novena Delegación de Policía, acompañado de su secretario, Rubén Acevedo Tavera; del agente del Ministerio Público, licenciado Gonzalo Álamo Blanco.

Apenas iniciadas las investigaciones, pudo precisarse todo el indecible salvajismo que había armado la mano del asesino en la comisión de este delito sin parangón. Junto a los tres cadáveres que habían sido descubiertos a la entrada de la casa, se encontraba un marro de hierro -masa asesina, que en vez de cumplir sus funciones de honesto instrumento de trabajo, había servido para segar un puñado de vidas-, de los de peso de 14 libras, incrustado en un corto mango, que pudo haber hecho el golpe del arma aún más.

Embarrado de sangre, recubierto de masa encefálica, chorreando líquido vital por el mismo mango, el marro asesino manifestaba con muda elocuencia, lo imprevisto del crimen y lo inesperado de la agresión que tal instrumento fuera elegido deliberadamente para la comisión de un séxtuple crimen.

MACABRA BRUTALIDAD

Apenas conocida la espeluznante noticia en la Jefatura de Policía del DF, el coronel Romero Loza dio órdenes estrictas de que todos los contingentes de la policía necesarios, fueran puestos al servicio del esclarecimiento de tan espantable serie de asesinatos, ante la cual se convenía unánimemente, en que la cometida por Goyo Cárdenas resultaba pálida.

El jefe del Servicio Secreto, coronel Marcelino Inurreta, seguido por el subjefe, Simón Estrada, y acompañado por un selecto grupo de agentes, se lanzó inmediatamente a la localización del innoble asesino.

Puestos en relación con el licenciado Humberto Gual Roca, delegado del perímetro en que fue cometido el crimen, el secretario de la Novena Delegación, Rubén Acevedo, el juez Gonzalo Álamo Blanco y Ventura, el padre y esposo de las víctimas, los sagaces policías iniciaron la caza humana que no habría de detenerse sino hasta el momento de dar con el responsable.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

Indicios condenatorios…

Por lo pronto, el Servicio Secreto de Identificación Criminalística ya había tomado y sacado copias de las impresiones digitales del autor de los sombríos crímenes del que fue bautizado como el Chacal de la Laguna de San Cristóbal, quien no tuvo el menor reparo en borrar sus huellas dactiloscópicas del arma esgrimida para perpetrar su fechoría.

Pero si bien aquel indicio habría de ser la prueba plena de la culpabilidad del homicida, otros fueron los que guiaron los pasos de la policía, dándoles la pista segura para hallar al salvaje asesino. El padre y esposo de las víctimas, ardiendo en cólera, suministró la pista segura del criminal, al indicar que entre el personal de la Fundición Excelsior se encontraba un sujeto de nombre Carlos Anguiano, que siempre se había manifestado descontento de la paga que recibía como retribución por su trabajo, y el que, por un proceso propio de su baja mentalidad, podía haber sido el autor de los crímenes.

Aunque de acuerdo con posteriores pesquisas se supo que no fue ese el nombre del criminal, pero sí fue ese dato el que proporcionó el hilo conductor para llegar hasta el chacal sin que aún hubiera iniciado la carnicería.

Por su parte, Ventura siguió aportando indicios comprometedores para el asesino y ladrón que, en la búsqueda de unos cuantos pesos, sacrificó a una madre y sus hijos inocentes.

Se efectúa la primera detención una hora después

Apenas transcurrió una hora de los crímenes, cuando la actividad de la policía dio comienzo a su brillante investigación, realizando la detención de Carlos Anguiano, trabajador de la fundición, a quien se señaló como autor de los asesinatos.

Se llevó a cabo un interrogatorio de forma extraordinaria y de éste se extrajeron las primeras sospechas contra José Anguiano, en cuya búsqueda se lanzaron de inmediato los numerosos agentes.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

Entretanto, el jefe del Servicio Secreto, Marcelino Inurreta, acompañado por su grupo selecto de sabuesos, se trasladó a la casa habitación de José Anguiano, encontrándose en ella, no al criminal, pero sí una prueba definitiva de sus crímenes: un overol teñido con sangre, que era la ropa de trabajo del homicida, de la que se había despojado después de cometidos los asesinatos, sin tratar de ocultarla, sino quizá satisfecho su apetito de sangre.

Se cierra el cerco sobre la fiera humana

Entonces fue cuando verdaderamente principió la caza del hombre, el rastreo de la bestia humana, sobre quien dirigieron toda la atención los cuerpos policiales al mando del jefe de los Servicios Secretos.

De acuerdo con la información difundida entre los sabuesos, se tuvo el dato preciso de la ubicación del chacal, quien precisamente tras la consumación de su terrorífica fechoría se encontraba en un cabaret de mala muerte del mismo rumbo, llamado Cabaret Anáhuac.

Imposible resultó imaginar la escena con la que se toparon los agentes de la ley cuando al llegar a aquel tugurio, el infame asesino se encontraba en la pista de baile, entregado a la música en los brazos de una mujer que quizá desconocía lo que había hecho el criminal, o aun sabiéndolo, no le importó y también se entregó a la música en una complicidad implícita.

Cuando fue sorprendido, embriagado, ni siquiera acertó a defenderse usando su fuerza bruta, no pudo sino entregarse mansamente en manos de los jefes y agentes del Servicio Secreto, quienes lo condujeron a la jefatura.

El cantinero del lugar dijo que, en un principio de confesión, el chacal le dijo lo siguiente:

-Acabo de pasar a un zafarrancho en la Fábrica de Fierro en donde yo trabajo.

Y como el cantinero lo interrogó, preguntándole detalles del supuesto zafarrancho, el otro se turbó y exclamó:

-No sé qué fue lo que pasó. Sólo sé que allí hubo un zafarrancho.

“¿Cuánto quieren por soltarme?”, dijo el asesino

Y a bordo de la camioneta del Servicio Secreto, en la cual había sido realizada la rápida y fructuosa investigación, el asesino fue registrado, hallándosele la primera prueba comprometedora de la serie de horripilantes asesinatos que acababa de cometer.

En uno de los bolsillos, le fueron encontrados, como evidencias irrebatibles de la comisión del delito, un billete de la Lotería Nacional, número 20711, del Sorteo Menor de 25 mil pesos, que Ventura había reportado a los agentes que había desaparecido o se lo habían robado de su casa. Asimismo, se le encontró una boleta de inscripción a la primaria, que pertenecía a María Violeta Mendoza, una de las víctimas del homicida.

En el trayecto a la Jefatura de Policía, el criminal, que hasta entonces se había encerrado en una torpe negativa de sus crímenes, se animó a decir de manera todavía más torpe:

-¡Sí, yo fui! ¿Cuánto quieren por soltarme?

La pregunta resultó más inexplicable porque al momento de registrar al principal sospechoso, éste no contaba con dinero, puesto que había gastado todo en alcohol y dádivas para algunas de las chicas que atendían en el cabaret.

Ya en la jefatura, el asesino fue confrontado inmediatamente con las impresiones dactilares que habían sido recogidas del marro que sirvió como arma asesina, encontrándose que ambas huellas correspondieron al mismo individuo.

Ante tal demostración irrefutable, José Anguiano inició una confesión en forma. LA PRENSA tuvo acceso total para interrogar al asesino, identificado ya por las autoridades y confeso.

José contó lo siguiente: dijo que había entrado en la casa que sirvió de teatro de los horrores con el fin de satisfacer una necesidad fisiológica y que cuando terminó y se disponía a marcharse, le fue impedida la salida por la esposa del cuidador de la fábrica, e indignado por evitar que se marchara, descargó puñetazos sobre el la mujer, a quien conocía desde al menos tres años, pero que en su ofuscación negó recordar siquiera su nombre.

La mujer comenzó a gritar y de inmediato se acercaron sus tres hijos mayores, quienes, al ser vistos por el chacal, recibieron el mismo trato que le había dado a su madre, sólo que, según él, siempre y únicamente usó sus puños.

Bestial relato hace el “Chacal” de sus crímenes

José Anguiano se convirtió en la figura del día por obra y gracia de su negro crimen, cometido alrededor de las 19 horas del 19 de abril de 1943 en el interior de la fábrica de tuberías y fundición denominada Excelsior, situada en la calle Lago de San Cristóbal 123.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

Allí se desarrolló el más infame crimen luego del perpetrado por Goyo Cárdenas no hacía mucho tiempo, por los mismos rumbos. El criminal, José Anguiano un muchacho de 19 años, proveniente de La Barca, Jalisco, segó sanguinariamente las vidas de seis personas.

Su captura fue pronta y su confesión se dio después de verse acorralado y sin salida, pese a que, en su intento por evadir la justicia, quiso sobornar a los policías; sin embargo, destacó el hecho de que en esos momentos se encontraba fuertemente enajenado por las bebidas alcohólicas y que, además, no tenía nada de dinero consigo.

Alrededor de las 11 horas del 20 de abril de 1943, se dispuso el traslado del chacal Anguiano Armenta de los separos de la Novena Delegación a la Penitenciaría del Distrito Federal.

Para ello estuvo comisionado el segundo oficial de policía, Andrés Rosales Villarreal, sin embargo, un terrible embrollo se presentó en esos momentos a la consideración de las autoridades: la protección del criminal contra la ira de una tumultuosa multitud que se agolpaba, iracunda, frenética, a las puertas de la Delegación, ávida de ejercer justicia por propias manos.

Entonces, tuvo que formarse una valla de policías armados desde las puertas hasta el embanquetado próximo a la camioneta que esperaba al chacal, a fin de proteger su integridad personal.

Cuando apareció Anguiano Armenta, vistiendo pantalón marrón a rayas y camisa de color, sin corbata y con el cabello enmarañado, un clamor de indignación se escuchó vigorosamente y cientos de gargantas clamaron por la muerte inmediata de aquel hombre que concibió y ejerció uno de los más grandes crímenes que registraba la historia criminal hasta entonces, en la década de los cuarenta.

-¡Mátenlo, mátenlo! -vociferaba aquella gente agitándose.

-¡Que nos lo suelten! ¡Échenlo al pueblo! -gritaban airados hombres, mujeres y niños.

Fue necesario que la fuerza policiaca impusiera el orden para contener aquella muchedumbre sedienta de venganza.

Apresuradamente, sujetado por ambos brazos y rodeado por policías, armados hasta los dientes, fue sacado el chacal de la oficina de la delegación. El criminal, con la cabeza inclinada sobre el pecho, pálido y desencajado, trepó a la camioneta con rapidez y quedó allí, sentado en el fondo y con la mirada vaga lanzada sobre aquel mar de gente iracunda.

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Alrededor del mediodía, la camioneta se estacionó frente a la puerta principal de la Penitenciaría del Distrito. Y ante las miradas de curiosos empleados, litigantes, celadores y vendedores ambulantes, fue bajado el asesino.

De ahí pasó a la Crujía H, donde los mismos reos le mostraron repulsión. Allí mismo se procedió a cortarle el cabello. Acto seguido, don Elpidio, severo y antiguo celador penitenciario, ordenó que se le pusiera en la talacha.

Por eso los maté, dijo el asesino

Para ser entrevistado por LA PRENSA, fue conducido al patio soleado que daba entrada al penal. Allí, frente a frente, lo interrogó el reportero del diario de las mayorías.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

-Va a venir don Ventura -le dijo el reportero, iniciando la conversación intencionalmente, como para auscultar su estado de ánimo-. ¿Sabes quién es don Ventura?

-Sí -respondió sin inmutarse-, es mi jefe en la fundición.

-Exactamente -asintió el reportero-. ¿Qué cuentas le vas a decir de su esposa?

Pero José no dijo nada. Observó como buscando una respuesta en el cielo, en el aire, en las paredes, incluso en nuestra mirada. Pero no encontró nada. Permaneció mudo y fue preciso interrogarlo de nuevo.

-¿No tienes temor de que te maten?

-¡Pos cómo no! -respondió; desorbitados los ojos.

-¿Crees que tus crímenes merecen pagarse con la muerte?

Después de un largo silencio en el que Anguiano se frotaba las manos, dijo:

-La verdad, creo que si me matan salgo debiendo.

Luego, el reportero del periódico que dice lo que otros callan quiso saber un poco sobre la biografía del chacal y este relató que nació en La Barca, Jalisco, y que no conoció personalmente a su padre, pues murió antes que él naciera.

Su progenitora residía en Michoacán, en una ranchería conocida como Ibarra, donde contrajo nupcias con Trinidad Cervantes y adonde concibió a sus tres medios hermanos, “quienes viven con mi madre”.

El muchacho era campesino, aspiraba a mejorar su situación económica y vino a México, en busca de una oportunidad laboral, misma que encontró en la fundición, donde fue empleado hasta el día previo a su captura.

-Bien -se le dijo-, ahora cuéntanos cómo mataste a la señora Almanza y a sus hijos.

-Pos verá usted, señor -dijo-, ayer no trabajé por estar de vacaciones. Anduve tomando mis copitas y se me acabaron los cinco pesos que tenía de mi raya. Y como andaba yo “con el hocico caliente”, como se dice, me fui a ver a don Ventura para que me prestara dinero.

No estaba en su casa y la señora me dijo que se había ido al cine. Le pedí unos pesos a ella y me dijo que no tenía, que volviera más tarde para ver si ya había regresado don Ventura.

A las siete regresé -continuó narrando cínicamente el criminal-, pero don Ventura no había regresado y me esperé un rato. Luego insistí con la señora, le rogué que me prestara los quince pesos, pues me sentía malo, tenía necesidad de seguir bebiendo.

-¿No habías fumado mariguana? -le interrumpimos.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

-No señor, no me gusta tronármelas.

-Bueno, ¿qué más ocurrió?

-Pos estuve un rato parado, esperando a don Ventura. Luego la señora salió a la calle a traer una cubeta de agua, acompañada por Venturita y otro de los niños. Cuando regresó, le volví a pedir centavos y me dijo que me fuera, que no tenía dinero y que no la anduviera molestando. Yo sentí entonces mucho coraje y como estábamos solos agarré el fierro y le pegué en la cabeza con todas mis fuerzas. Me sentía loco de coraje y cuando la vi tirada le seguí pegando para que no llamara a los niños, para que no siguiera gritando.

-¿Y la mataste? ¿Tú la viste morir?

-La verdad, sí. Yo le pegué con todas mis fuerzas y vi mucha sangre en su cara, en su cabeza.

- Y a los niños, a las criaturas inocentes, ¿por qué les pegaste?, ¿por qué las mataste?, ¿qué te habían hecho?

-¡Hummmm…! -exclamó-. ¡Si hubiera visto usted cómo chillaban! Además -agregó-, sentía muy feo en ese momento y a todos les fui dando con el mazo, que estaba más pesado que la macana. Les di a todos, les di muy fuerte para acabar con ellos. Y cuando los vi caídos, los conté para ver si no faltaba ya ninguno.

-¿Cómo los contaste? -se le preguntó con asombro.

-Pues fui mirándolos uno por uno -dijo a la vez que señaló como si estuviera frente a los cadáveres-: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… ¡No falta ya ninguno!

Luego me salí y fui a cambiarme la ropa. Dejé mi cachucha colgada en un clavo de la fundición, donde siempre la dejaba y allí mismo tiré el mazo ensangrentado y los zapatos, que estaban llenos de sangre también.

-¿Sentiste miedo entonces?

-No, nada de eso -exclamó con atroz cinismo-. ¡Fíjese que me fui a bailar!

-¿Con qué dinero fuiste al cabaret?

-Pos conseguí luego unos centavitos. Pocos, pero algo era para gastar en las copitas.

-¿No robaste a la señora? Dicen que te llevaste trescientos pesos -le espetamos para investigar.

-Nada de eso, ni un centavo me llevé. Sólo recogí unos billetes de lotería. Luego me los quitaron los policías.

-¿Eres borracho por costumbre?

-Sí, me gusta mucho beber.

-¿Desde cuándo te emborrachas?

-Desde el año 1937, por una decepción -respondió con vivacidad.

-¿Es verdad que después de golpear con el mazo al niño Venturita lo azotaste contra la pared para estrellarlo?

-¡Pos la verdad, sí! ¡Yo tenía la cabeza loca!

-Y por qué lo hiciste, por qué te ensañaste.

-Porque el chiquillo no acababa de morirse y me miraba muy feo.

"La justicia de Dios se ha consumado"

Cuando los detectives inspeccionaron el área mortal, hallaron la cachucha que José había dejado colgada y, al observarla con detenimiento, el detective Marcelino Inurreta divisó unas manchitas de sangre en la visera.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

Inurreta, al ver notar aquellas inusuales evidencias, infirió que su dueño podría ser el criminal. Investigó a quién pertenecía y supo al cabo de poco tiempo que era de José Anguiano, tras de quien se lanzaron los sabuesos de inmediato y, sólo tres horas más tarde, fue localizado en el interior del cabaret Anáhuac, ubicado en la calle de Lago Zirahuén.

Inurreta narró también lo que el chacal le había declarado sobre el crimen. Le dijo que a la señora Sofía Almanza le había pegado hasta 14 veces contundentemente y a cada uno de los niños dos veces, para asegurarse de que los había matado. Fue entonces cuando supo que el pequeño Venturita seguía con vida, por lo que lo tomó de los pies para azotarlo brutalmente contra la pared.

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Mentiras


Anteriormente, José el Chacal, dijo que el lunes 19 de abril, después de hacer una necesidad corporal en el WC de la fábrica, fue a ver a la señora Sofía (dijo no recordar su apellido) y que tuvo una disputa con ella, por lo que la golpeó con los puños, y que luego siguió con los niños porque no lo dejaban salir y querían encerrarlo en un corral.

Que ya todos caídos, continuó golpeándolos con el puño cerrado y que luego, en otra habitación, encontró a los niños y también los golpeó, sosteniendo siempre que fue con los puños y no con el mazo.

Que después de salir de la fundición se fue al cabaret Anáhuac, en donde un amigo le prestó dos pesos con cincuenta centavos y con ese dinero se dedicó a la disipación bailando un buen rato hasta que lo detuvieron.

Otra de las versiones que contó fue que por la tarde de aquel 19 de abril estuvo tomando unas copas de tequila en el Anáhuac y que después fue a la fundición para pedir dinero prestado al señor Ventura, pero al no encontrarlo se dirigió a su esposa, con quien tuvo un altercado después que se negó a prestarle el dinero solicitado; entonces, impulsado por la rabia que sintió, le dio un “zoquete” y luego un macanazo.

Siguió diciendo que, tras derribarla, agarró un marro que encontró sobre la mesa y le pegó varias veces en el cráneo y en el cuerpo, siguiendo con Venturita y María, que se habían acercado al escuchar los gritos de su madre; entonces, los tundió a macanazos hasta causarles la muerte.

Fotografía: Fototeca, Hemeroteca y Biblioteca “Mario Vázquez Raña”

Seguidamente, tomó por los pies el cadáver de la señora y lo tiró en un montón de tierra que se encontraba en el mismo cuarto donde cometió el crimen. Y luego, al tratar de ocultar su crimen bajo aquel montón de tierra, echó los cuerpos de los niños en una carretilla y los puso junto a su madre, siendo entonces cuando se presentaron las otras criaturas, quienes ante la escena comenzaron a llorar. Anguiano Armenta trató de acercarse a ellos, pero estos echaron a correr rumbo al corral, donde encontraron su fin a manos del chacal.

Ya en el Palacio Negro de Lecumberri, José Anguiano fue acusado de homicidio en agravio de Sofía Almanza y sus hijos, Mario, Ventura y María Margarita. Violeta y Teresa seguían graves en el Hospital Juárez. El juez Natividad Ramírez Saucedo dictó auto de formal prisión contra el detenido.

Y el domingo 16 de mayo de 1943, tres días antes de que se cumpliese un mes de los asesinatos en la Colonia Anáhuac, José Anguiano se quitó la vida en la celda 513, crujía D, Penitenciaría del Distrito Federal.

Tres días antes, de manera absolutamente innecesaria, en “cumplimiento de diligencia”, José fue llevado al Hospital Juárez “para saber si lo reconocían como agresor las niñas Teresa y Violeta Mendoza Almanza”. Lo único que lograron las autoridades penales de la época fue traumar a las niñas. El proceso iba a cerrarse “para ponerlo a la vista de las partes y llegar a las conclusiones”. Pero el destino intervino y las conclusiones quedaron pendientes para siempre.

El domingo, a las 5:30 horas, el celador de la crujía de Homicidas, marcada con la letra “D”, Alejandro Ramírez, llegó a la celda 513 y notó que José no salía.

Volvió a llamarlo y finalmente descorrió la ventanilla para ver al interior y notó que José estaba colgado por el cuello de las rejas de una ventanilla interior, que daba al patio de los telares. El cuerpo del suicida pendía de un delgado alambre de cobre, sin revestimiento alguno, que media como un metro, y por el otro extremo estaba fuertemente atado a un gancho, forjado de hierro.

Aparentemente José estaba parado sobre el piso de la celda, en su rostro no había señal de espanto ni sufrimiento. Un colchón enrollado denunciaba que José ni siquiera durmió durante la noche del sábado. Cerca estaba un folleto con literatura evangelista en la que se mencionaba “el arrepentimiento de los malvados”.

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