/ viernes 22 de septiembre de 2023

El asesinato del héroe del Escuadrón 201: el cuerpo del piloto Cervantes permaneció 12 días a la interperie

Sarita, la novia de la víctima, tuvo un mal presentimiento el día que desapareció Miguel Cervantes

Sarita tenía un presentimiento fatal durante la celebración del nuevo año 1950. No se imaginaba la jovencita, próxima a casarse, que se cernía sangriento drama en torno a su prometido.

El fatal pensamiento nacido en el juvenil corazón de la señorita Sara Moctezuma la llevó a depositar en la oficina de Correos de Chilapa, Guerrero, de donde era nativa, una carta dirigida a su novio, teniente del glorioso Escuadrón 201, con fecha 1o. de enero de 1950.

Entre otros mensajes expresaba la joven que le escribiera pronto, porque estaba desesperada al no saber algo de él, “anoche soñé que habías tenido un accidente muy serio, contesta rápido”... Su corazón no la engañó. El hombre de sus ilusiones a esa hora estaba sin vida.

Es decir, fue escrito el documento por Sarita Moctezuma cuando su prometido ya había sido asesinado. La noticia fue publicada en LA PRENSA el viernes 13 de enero de 1950 y el reportero policiaco Benjamín Vargas Sánchez informaba que:

“Festín de buitres hambrientos sobre las campiñas michoacanas... Un cadáver semioculto bajo el follaje, en la escasamente profunda barranca que sirve de ladera a un camino vecinal poco transitado, vino a revelar la verdad, la sórdida verdad, que se oculta tras la mal entretejida maraña de un crimen que hará época en los anales sangrientos de nuestro país”.

Los protagonistas de este drama que conmovió a la sociedad metropolitana de 1950, fueron el capitán primero piloto aviador, Reynaldo Pérez Gallardo, y el teniente de la Fuerza Aérea Mexicana, Miguel Cervantes Silva, ambos con brillante historial, forjado en actuaciones bélicas al margen de las etapas heroicas vividas por el famoso Escuadrón 201.

Ambos “pletóricos de vida”, escribió el reportero, quienes eran considerados auténticos héroes del Ejército Nacional, en cuyas hojas de servicio “no había siquiera un leve manchón que permitiera conjeturar la alta peligrosidad del asesino, ni menos la tragedia que se cernía sobre los veinticinco años del ahora occiso”.

En esa época, hablar de las proezas del ejército hacía que los nervios se estrujaran tan sólo de pensar que un joven capitán piloto aviador, que además era hijo de un viejo revolucionario -que no hacía muchos años fue gobernador de San Luis Potosí-, el general Reynaldo Pérez Gallardo, hubiera sido capaz de perder la cabeza hasta traspasar los límites de la serenidad y llegar al crimen, manchándose las manos de sangre al asesinar a un compañero de armas.

El crimen fue brutal y descarnado, tan descarnado como fue hallado el cadáver del infortunado teniente Miguel Cervantes Silva, que por doce largos días estuvo abandonado a la intemperie y la voracidad de los pájaros carroñeros que, al fin y al cabo, acabaron por consumar la obra destructora, devorando ferozmente el rostro y cuero cabelludo de la víctima hasta desfigurarlo por completo.

Breves antecedentes sobre tan tenebroso asesinato

La súbita e inexplicable desaparición del joven teniente Miguel Cervantes Silva, ocurrida desde el día 31 de diciembre de 1949, puso en alarma a sus familiares. Las costumbres del muchacho, que no obstante su grado y carácter militar, seguía siendo amante de su hogar y estaba próximo a contraer matrimonio con la señorita Sara Moctezuma, pusieron en estado de alarma a sus familiares, domiciliados en la calle de Sor Juana Inés de la Cruz, colonia Santa María la Ribera.

Cuando amaneció el nuevo año 1950 y se observó que la alcoba de Miguel permanecía intacta, denotando su ausencia nocturna, se pensó con lógica natural que ya enfiestado, se habría quedado en alguna reunión con algunos amigos o conocidos.

Sus padres esperaron paciente y al mismo tiempo inútilmente aquel día. No hubo un aviso telefónico, ni la menor referencia o disculpa por su ausencia. Entonces, entró la natural angustia en la familia; sin embargo, con exceso de cordura decidieron esperar más tiempo, sin dejar de investigar el porqué de la extraña ausencia del teniente.

Dos días después, aún sin noticias de él, determinaron acudir a la Jefatura de Policía, en donde hicieron la denuncia el ingeniero Agustín Miranda Fonseca, cuñado del militar hasta ese momento desaparecido, y algunas personas más de la familia.

Una formal petición de que todo el misterio fuera rápidamente desentrañado puso en movimiento a los hábiles detectives del Servicio Secreto, personalmente dirigidos por su jefe Silvestre Fernández y por el primer comandante de agentes, Manuel Mendoza Domínguez.

Mientras tanto, los desconcertados familiares del teniente, fatigados por la angustia, iban perdiendo toda esperanza de recuperación y cada día, en su ánimo, cobraba más arraigo la idea de un crimen.

Naturalmente, los investigadores fueron procediendo en su averiguación, guiados por su buen olfato y por determinados antecedentes que a su poder llegaron.

Desde luego, el primer haz de luz que iluminó la densa oscuridad que envolvía el paradero del joven militar Cervantes Silva, brotó de algunos interrogatorios a que fueron sometidos quienes habían acompañado al joven desaparecido en sus andanzas el último día de diciembre de 1949.

Jorge Sáenz, empleado particular del restaurante La Glorieta, ubicado sobre la carretera de Puebla, a la altura de la colonia Moctezuma, aportó magníficas orientaciones que enfilaron los pasos de los investigadores hacia el capitán piloto aviador Reynaldo Pérez Gallardo.

Se profundizaron así las pesquisas en torno al comandante del famoso Escuadrón 201, capitán Pérez Gallardo, y cuando el Servicio Secreto enraizó sus presunciones sobre la responsabilidad de éste, se procedió a examinarlo.

La confesión fue sobria, contundente. Sin desconcertarse siquiera en un principio, pues fue hasta después cuando el homicida perdió el ánimo, Pérez Gallardo confesó su crimen y entró en materia (aun cuando tenía una coartada con cierta lógica, necesaria para producir desorientación en el ánimo policiaco), explicando ampliamente todos los detalles antes de que ocurriera la muerte del teniente Cervantes Silva.

Copas para despedirse

Al mediodía del 31 de diciembre de 1949, cuando ya pilotos y mecánicos del Aeropuerto Militar de Balbuena habían dado por concluidas sus labores, el mayor Héctor Bertier, comandante del Escuadrón 201, invitó a varios de sus camaradas a despedir el año y cumplir así con el rito de la tradición.

La cantina que existía dentro del aeropuerto en 1950 fue escenario para aquella reunión camaraderil, en la que participaban, además del anfitrión y los dos actores de este drama, el capitán primero Carlos Nogueira, el teniente piloto aviador Alejandro Ramos, el particular Ignacio Beltrán y dos civiles más.

En torno a la mesa del establecimiento tomaron asiento los del grupo. Y allí, entre charlas anecdóticas y alusiones de buen gusto, pasaron algunos minutos agradables.

Empero, alguno de los presentes hizo otra invitación y todos se movilizaron hacia el restaurante La Glorieta, próximo al aeródromo militar. Dos o tres tandas de cerveza -según la versión que dio al Servicio Secreto el capitán Pérez Gallardo- fueron suficientes para que el teniente Cervantes se ofuscara y su conducta se tornara en molesta, especialmente en sus alusiones a Reynaldo Pérez Gallardo.

-Sin que viniera a cuento -declaró, el teniente Cervantes me lanzó puyas sangrientas.

-¡Usted es un fanfarrón! -me dijo, entre otras cosas.

La escena subió de tono hasta convertirse en actitud irónica, para tomar un aspecto provocativo.

-Quienes nos acompañaban, visiblemente molestos por aquella escena, optaron por retirarse. Y cuando quedamos solos, Miguel pidió un jarrón con agua, derramó sobre el piso el contenido y con el envase trató de echárseme encima.

Los empleados trataron de calmarlo y yo también, pero entonces se incorporó y fue hasta la barra del mostrador en demanda de una cerveza. Simuló darle un trago, pero lo que hizo fue botarme el líquido, alcanzando a rociarme el uniforme.

Después se guardó la botella en el bolsillo, mientras que yo optaba por retirarme, rehuyendo el desafío. Fui a mi coche y monté en él. Y cuando echaba a andar el motor para marcharme, vi que se acercaba Miguel y a poca distancia me decía: “bueno, capitán, déme un aventón”.

-¡Con insolentes como usted no voy a ninguna parte! -repuse-. Una injuria gravísima brotó entonces de los labios del teniente. Tan grave así, que no tuve otro remedio que bajar del coche y asir por el chaquetón a Miguel, para decirle que lo llevaría, pero no a su casa, sino arrestado y al Escuadrón. Y lo subí al coche.

Cuando el relato llegó a ese episodio, Reynaldo Pérez Gallardo pareció emocionarse.

-Aceleré el auto llevando al teniente a mi lado. Pero no habríamos andado tres minutos, cuando mi adversario, sacó la botella vacía que llevaba en el bolsillo y me asestó un golpe en la frente que me partió la ceja izquierda. Paré el coche, pues el dolor era intensísimo. Entonces, mi agresor abrió la portezuela, descendió y echó a correr haciendo ademán de recoger piedras para tirármelas. Yo me desconcerté, perdí la serenidad y fue entonces cuando, para mi perdición, eché mano a la pistola e hice cuatro disparos al aire. Uno de ellos le pegó al teniente y lo vi rodar. Asustado, descendí del carro y fui a ver qué había ocurrido:

-¡Estoy herido, mi capitán! -balbuceó el teniente-. Más vale que me lleve con un médico. Pero no de aquí, vámonos lejos, con algún amigo que pueda curarme, sin que mi familia vaya a enterarse.

El capitán continuó su relato:

-Trabajosamente lo subí al carro y enfilé la dirección sobre la carretera de Toluca. Pasamos por esa ciudad sin que yo recordara a algún médico de ese allí que pudiera ayudarnos. Trastornado, continué hacia Zitácuaro y al llegar al kilómetro 124 me di cuenta de que el teniente había muerto. Sentí miedo, horror, ¡quién sabe qué extraña sensación!

Inconscientemente seguí caminando sin plan fijo y sin control de mí mismo. Cuatro kilómetros adelante me di cuenta que había una desviación en el camino. Metí el coche, y como treinta metros adelante, viendo que el paraje era solitario, decidí maniobrar rápidamente. ¡No me quedaba otro remedio! -expresó.

Allí, según su propio relato, el capitán Reynaldo Pérez Gallardo bajó el cadáver de su amigo y compañero de lucha en el Pacífico, lo desnudó completamente, echó uniforme y ropas interiores al coche y arrojó el cuerpo de Cervantes Silva en un zanjoncillo que apenas alcanzaría un metro de profundidad.

Como pudo, cubrió el cadáver con una poca de tierra y encima colocó algunas ramas grandes para ocultarlo a la vista de quienes por allí acertaran a pasar. Emprendió la retirada a toda prisa y, antes de llegar a Toluca, mirando la existencia de un profundo precipicio, decidió deshacerse de las ropas de su víctima, arrojándolas al fondo.

Conjeturas sobre que la versión no fuera verídica

Sobre lo relatado por el verdugo, la policía no estuvo muy conforme, desde luego, observándose que la bala homicida penetró a la altura de la sien izquierda del teniente y presentaba orificio de salida por la sien derecha, cabía suponer que la muerte del joven Cervantes Silva debió ocurrir instantáneamente.

Así lo presumían también los médicos que fueron consultados, aun cuando la versión definitiva no fue conocida hasta el momento en que los legistas rindieron un certificado de autopsia en el Hospital Civil de Toluca, Estado de México.

Entonces, se preguntaron los investigadores del Servicio Secreto: ¿cómo es que el teniente sugirió a su verdugo que lo llevara a curación a un sitio lejano, alegando como razón su deseo de ocultar lo ocurrido a su familia?

Además, si los balazos fueron disparados “al aire”, sacando la mano por la ventanilla y estando la víctima en posición inferior, “agachado para recoger piedras”, ¿cómo fue que la línea mortal que siguió la bala en su trayectoria, era horizontal de sien a sien?

Por otra parte, no era muy creíble el desarrollo final de los hechos relatados, toda vez que, según Pérez Gallardo lo afirmó, había soportado con serenidad todas las agresiones de su contrincante y no fue sino hasta el último momento, cuando ya él estaba dentro de su coche y con el motor encendido, que perdió el control y echó mano de la pistola asesina.

Más lógico habría sido poner el carro en movimiento y rehuir las supuestas provocaciones, tal como lo había hecho anteriormente, en lugar de criticar a un presunto ebrio y tratar de “arrestarlo”. Aparte, nadie se emborracha al grado de faltar al respeto a un militar que supera en grado al ofensor, con sólo tres cervezas... y un hombre que muere instantáneamente no puede sugerir que lo lleven a algún hospital “lejano”...

Al parecer, para el reportero de LA PRENSA, todo eso no eran más que conjeturas que podrían encerrar una hábil coartada para alegar legítima defensa.

Pensó en entregarse pero se aguantó las ganas

Para rematar su declaración, el autor del crimen expresó que al regresar a la capital tuvo el pensamiento de ir directamente a la Jefatura de la Zona Militar para confesarlo todo y entregarse.

No obstante, no maniobró en forma tan sensata, sino que optó por ir primero a su domicilio de la calle Necaxa 48, colonia Industrial, al norte de la Ciudad de México, en donde encontró a su esposa.

Al interpelarlo sobre la herida que presentaba en la ceja (¿cómo puede alguien herir de un botellazo a un conductor, en la ceja izquierda si se va sentado a la derecha?), el capitán dijo que fue producto de una riña sin importancia, pero guardó el secreto de su crimen.

Tranquilamente, esa noche se acostó a dormir, como lo hizo en los días subsiguientes, hasta que ocurrió su captura. Su rutina la hizo normal, es decir, prosiguió dando entrenamiento a sus discípulos en aviación, sin dar muestras de inquietud y menos de inmutarse cuando en alguna conversación salía a flote la desaparición extraña del teniente Cervantes Silva, su víctima.

Cuando fue capturado, a las primeras interrogaciones se mostró rendido y lo confesó todo, aun con una versión que posiblemente no resultó la exacta, como lo postuló el reportero del diario de las mayorías.

Cuando los aprehensores del capitán Pérez Gallardo trataron de recuperar el arma homicida, vieron su propósito diluirse ante la declaración del homicida, Reynaldo Pérez Gallardo, quien había sido enviado inicialmente a la Sexta Delegación, quien negó su posesión y desde el primer instante sostuvo la versión de que la había arrojado “por el camino, cuando estaba en los aledaños del poblado de Lerma, sobre la carretera de Toluca a México”.

El asesino permaneció detenido en los separos de la Sexta Delegación, a disposición de las autoridades policiacas que no encontraron elementos suficientes para cerrar la investigación, puesto que aún se desconocía el verdadero móvil del crimen.

Las primeras diligencias quedaron a cargo de Juan Manuel Albarrán, agente del Ministerio Público del Estado de México, en cuya jurisdicción fue encontrado el cadáver.

El capitán asesino falsea la verdad en su declaración

El sábado 14 de enero de 1950, entrevistado por el reportero de LA PRENSA, Reynaldo Pérez Gallardo se mostró con el rostro cetrino y el ánimo visiblemente abatido, pero al mismo tiempo en un plano como de arrepentimiento y a ratos colocándose en un altura de singular altivez.

Su futuro, aun cuando todavía no se conocía el resultado de la autopsia, era ya desalentador y su situación se agravaba en la espera del dictamen que, seguramente, terminaría por sentenciarlo. Aun así, se negó a contar toda la verdad.

Para el 15 de enero de 1950, LA PRENSA informó que el jefe del Servicio Secreto, Silvestre Fernández, obedeciendo instrucciones del general Othon León Lobato, jefe de la Policía del Distrito, puso a disposición del agente del Ministerio Público al joven capitán Reynaldo Pérez Gallardo, autor del homicidio del teniente Miguel Cervantes Silva.

Ese mismo día fue interrogado nuevamente y ratificó todo lo dicho anteriormente, manifestando que en su testimonio había contado toda la verdad y que nada tenía que agregar.

El pliego de consignación del homicida fue enviado a la Procuraduría Militar de Justicia por considerarse, conforme a la ley, que el delito cometido por Pérez Gallardo corresponde al fuero de Guerra, una vez que la Secretaría de la Defensa acreditó a ambos protagonistas como miembros del ejército mexicano.

Por la noche de aquel día, fue alojado en la Prisión Militar de Santiago Tlatelolco, el capitán Reynaldo Pérez Gallardo, matador del piloto Miguel Cervantes Silva, una vez que se resolvió en forma definitiva, que el delito por él cometido caía dentro del fuero de guerra.

Pérez Gallardo, avocado a la pena máxima

Aún sin conocerse el motivo del crimen, se anunció el 19 de enero de aquel a;o que estando por cerrarse el proceso que seguía el juzgado tercero militar, el juez fijaría la fecha en que debería llevarse a cabo el Consejo de Guerra respectivo en el salón de la Prisión Militar de Santiago Tlatelolco, puesto que el agente del Ministerio Público había terminado con las conclusiones acusatorias, al cabo de las cuales y tras un periodo de pruebas, pediría la pena de muerte contra el capitán Pérez Gallardo, baso en que según todas las pruebas aportadas, obró con todas las agravantes de dar muerte al teniente Silva la noche del 31 de diciembre de 1949.

Se relató que los antecedentes del asesino no eran nada halagüeños, pues salió a la luz que su conducta en Filipinas, durante la guerra contra los japoneses, no fue de lo mejor, pues en diversas ocasiones fue sancionado por el comandante del Escuadrón 201, mayor Radamés Gaxiola.

Debido a esos antecedentes, se pudo establecer que Pérez Gallardo, desobedeciendo las órdenes del alto mando aliado, se separó en varias ocasiones de las escuadrillas en misión de bombardeo de los reductos japoneses, poniendo en peligro a sus compañeros, por lo cual fue dejado en tierra varias veces.

Por tal motivo, las autoridades estadounidenses, a través del agregado militar de México en Washington, pidieron que Pérez Gallardo fuera devuelto a su país y no formara parte de la Fuerza Expedicionaria Mexicana, pero se movieron influencias en su favor y solamente sufrió un arresto.

Las conclusiones a las que se llegaron a través de este y más datos, consistieron en que debido a que su padre fue un revolucionario que escaló en la política, llegando a ser gobernador de San Luis Potosí, nunca cayó el peso de la ley sobre el mayor Pérez Gallardo, acusado también de homicidio en ese estado.

Fueron varios pasajes vergonzosos en los cuales intervino su padre para salvarlo, como su mala conducta durante la Segunda Guerra Mundial. Quizás por ello, algunos de sus compañeros consideraban que no tenía el mérito propio para el rango que ostentaba, porque todo lo que tenía lo había logrado gracias a la intervención de su padre.

Dramático consejo de guerra

Y tal parece que así quedó demostrado cuando el 20 de marzo de 1951, a través de LA PRENSA se dio a conocer la sensacional noticia sobre el caso del héroe del Escuadrón 201 que fue asesinado por un compañero de armas.

Al filo de la medianoche del 19 de marzo, fue sentenciado a dos años de prisión el capitán piloto aviador Reynaldo Pérez Gallardo, excomandante del Escuadrón 201 por el cargo de homicidio.

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Durante más de doce horas se discutió la suerte del capitán y durante los debates se presentaron todos los hechos y detalles de la tragedia, algunos de los cuales parecían no coincidir del todo con las primeras declaraciones del acusado.

Asimismo, los testigos que presentó el homicida para su defensa, alegaron que vieron actuar de manera irrespetuosa y violenta a la víctima y, efectivamente, aunque no hubo testigo presencial del momento exacto del crimen, afirmaron haber visto cuando el teniente Cervantes Silva arrojó piedras contra el auto donde supuestamente sería trasladado a prisión por faltarle el respeto a superior.

Esas declaraciones aparecieron aderezadas por los testigos, quienes al principio del caso no señalaron tales acciones. Además del hecho de que el asesino declaró que había disparado tres veces al aire, pero durante el Consejo de Guerra refirió que disparó dos veces al aire y una tercera contra la víctima. Lo cierto fue que el homicida contó con una excelente defensa, la cual logró rebatir todas las imputaciones del agente del Ministerio Público.

Finalmente, los miembros del Consejo entraron a deliberar por espacio de dos horas y llegarona la conclusión de que el capitán Pérez Gallardo era responsable del delito de abuso de autoridad y de exceso de legítima defensa, por lo que el juez dictó su sentencia de dos años, que se contarían a partir del 1 de enero de 1950.

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Sarita tenía un presentimiento fatal durante la celebración del nuevo año 1950. No se imaginaba la jovencita, próxima a casarse, que se cernía sangriento drama en torno a su prometido.

El fatal pensamiento nacido en el juvenil corazón de la señorita Sara Moctezuma la llevó a depositar en la oficina de Correos de Chilapa, Guerrero, de donde era nativa, una carta dirigida a su novio, teniente del glorioso Escuadrón 201, con fecha 1o. de enero de 1950.

Entre otros mensajes expresaba la joven que le escribiera pronto, porque estaba desesperada al no saber algo de él, “anoche soñé que habías tenido un accidente muy serio, contesta rápido”... Su corazón no la engañó. El hombre de sus ilusiones a esa hora estaba sin vida.

Es decir, fue escrito el documento por Sarita Moctezuma cuando su prometido ya había sido asesinado. La noticia fue publicada en LA PRENSA el viernes 13 de enero de 1950 y el reportero policiaco Benjamín Vargas Sánchez informaba que:

“Festín de buitres hambrientos sobre las campiñas michoacanas... Un cadáver semioculto bajo el follaje, en la escasamente profunda barranca que sirve de ladera a un camino vecinal poco transitado, vino a revelar la verdad, la sórdida verdad, que se oculta tras la mal entretejida maraña de un crimen que hará época en los anales sangrientos de nuestro país”.

Los protagonistas de este drama que conmovió a la sociedad metropolitana de 1950, fueron el capitán primero piloto aviador, Reynaldo Pérez Gallardo, y el teniente de la Fuerza Aérea Mexicana, Miguel Cervantes Silva, ambos con brillante historial, forjado en actuaciones bélicas al margen de las etapas heroicas vividas por el famoso Escuadrón 201.

Ambos “pletóricos de vida”, escribió el reportero, quienes eran considerados auténticos héroes del Ejército Nacional, en cuyas hojas de servicio “no había siquiera un leve manchón que permitiera conjeturar la alta peligrosidad del asesino, ni menos la tragedia que se cernía sobre los veinticinco años del ahora occiso”.

En esa época, hablar de las proezas del ejército hacía que los nervios se estrujaran tan sólo de pensar que un joven capitán piloto aviador, que además era hijo de un viejo revolucionario -que no hacía muchos años fue gobernador de San Luis Potosí-, el general Reynaldo Pérez Gallardo, hubiera sido capaz de perder la cabeza hasta traspasar los límites de la serenidad y llegar al crimen, manchándose las manos de sangre al asesinar a un compañero de armas.

El crimen fue brutal y descarnado, tan descarnado como fue hallado el cadáver del infortunado teniente Miguel Cervantes Silva, que por doce largos días estuvo abandonado a la intemperie y la voracidad de los pájaros carroñeros que, al fin y al cabo, acabaron por consumar la obra destructora, devorando ferozmente el rostro y cuero cabelludo de la víctima hasta desfigurarlo por completo.

Breves antecedentes sobre tan tenebroso asesinato

La súbita e inexplicable desaparición del joven teniente Miguel Cervantes Silva, ocurrida desde el día 31 de diciembre de 1949, puso en alarma a sus familiares. Las costumbres del muchacho, que no obstante su grado y carácter militar, seguía siendo amante de su hogar y estaba próximo a contraer matrimonio con la señorita Sara Moctezuma, pusieron en estado de alarma a sus familiares, domiciliados en la calle de Sor Juana Inés de la Cruz, colonia Santa María la Ribera.

Cuando amaneció el nuevo año 1950 y se observó que la alcoba de Miguel permanecía intacta, denotando su ausencia nocturna, se pensó con lógica natural que ya enfiestado, se habría quedado en alguna reunión con algunos amigos o conocidos.

Sus padres esperaron paciente y al mismo tiempo inútilmente aquel día. No hubo un aviso telefónico, ni la menor referencia o disculpa por su ausencia. Entonces, entró la natural angustia en la familia; sin embargo, con exceso de cordura decidieron esperar más tiempo, sin dejar de investigar el porqué de la extraña ausencia del teniente.

Dos días después, aún sin noticias de él, determinaron acudir a la Jefatura de Policía, en donde hicieron la denuncia el ingeniero Agustín Miranda Fonseca, cuñado del militar hasta ese momento desaparecido, y algunas personas más de la familia.

Una formal petición de que todo el misterio fuera rápidamente desentrañado puso en movimiento a los hábiles detectives del Servicio Secreto, personalmente dirigidos por su jefe Silvestre Fernández y por el primer comandante de agentes, Manuel Mendoza Domínguez.

Mientras tanto, los desconcertados familiares del teniente, fatigados por la angustia, iban perdiendo toda esperanza de recuperación y cada día, en su ánimo, cobraba más arraigo la idea de un crimen.

Naturalmente, los investigadores fueron procediendo en su averiguación, guiados por su buen olfato y por determinados antecedentes que a su poder llegaron.

Desde luego, el primer haz de luz que iluminó la densa oscuridad que envolvía el paradero del joven militar Cervantes Silva, brotó de algunos interrogatorios a que fueron sometidos quienes habían acompañado al joven desaparecido en sus andanzas el último día de diciembre de 1949.

Jorge Sáenz, empleado particular del restaurante La Glorieta, ubicado sobre la carretera de Puebla, a la altura de la colonia Moctezuma, aportó magníficas orientaciones que enfilaron los pasos de los investigadores hacia el capitán piloto aviador Reynaldo Pérez Gallardo.

Se profundizaron así las pesquisas en torno al comandante del famoso Escuadrón 201, capitán Pérez Gallardo, y cuando el Servicio Secreto enraizó sus presunciones sobre la responsabilidad de éste, se procedió a examinarlo.

La confesión fue sobria, contundente. Sin desconcertarse siquiera en un principio, pues fue hasta después cuando el homicida perdió el ánimo, Pérez Gallardo confesó su crimen y entró en materia (aun cuando tenía una coartada con cierta lógica, necesaria para producir desorientación en el ánimo policiaco), explicando ampliamente todos los detalles antes de que ocurriera la muerte del teniente Cervantes Silva.

Copas para despedirse

Al mediodía del 31 de diciembre de 1949, cuando ya pilotos y mecánicos del Aeropuerto Militar de Balbuena habían dado por concluidas sus labores, el mayor Héctor Bertier, comandante del Escuadrón 201, invitó a varios de sus camaradas a despedir el año y cumplir así con el rito de la tradición.

La cantina que existía dentro del aeropuerto en 1950 fue escenario para aquella reunión camaraderil, en la que participaban, además del anfitrión y los dos actores de este drama, el capitán primero Carlos Nogueira, el teniente piloto aviador Alejandro Ramos, el particular Ignacio Beltrán y dos civiles más.

En torno a la mesa del establecimiento tomaron asiento los del grupo. Y allí, entre charlas anecdóticas y alusiones de buen gusto, pasaron algunos minutos agradables.

Empero, alguno de los presentes hizo otra invitación y todos se movilizaron hacia el restaurante La Glorieta, próximo al aeródromo militar. Dos o tres tandas de cerveza -según la versión que dio al Servicio Secreto el capitán Pérez Gallardo- fueron suficientes para que el teniente Cervantes se ofuscara y su conducta se tornara en molesta, especialmente en sus alusiones a Reynaldo Pérez Gallardo.

-Sin que viniera a cuento -declaró, el teniente Cervantes me lanzó puyas sangrientas.

-¡Usted es un fanfarrón! -me dijo, entre otras cosas.

La escena subió de tono hasta convertirse en actitud irónica, para tomar un aspecto provocativo.

-Quienes nos acompañaban, visiblemente molestos por aquella escena, optaron por retirarse. Y cuando quedamos solos, Miguel pidió un jarrón con agua, derramó sobre el piso el contenido y con el envase trató de echárseme encima.

Los empleados trataron de calmarlo y yo también, pero entonces se incorporó y fue hasta la barra del mostrador en demanda de una cerveza. Simuló darle un trago, pero lo que hizo fue botarme el líquido, alcanzando a rociarme el uniforme.

Después se guardó la botella en el bolsillo, mientras que yo optaba por retirarme, rehuyendo el desafío. Fui a mi coche y monté en él. Y cuando echaba a andar el motor para marcharme, vi que se acercaba Miguel y a poca distancia me decía: “bueno, capitán, déme un aventón”.

-¡Con insolentes como usted no voy a ninguna parte! -repuse-. Una injuria gravísima brotó entonces de los labios del teniente. Tan grave así, que no tuve otro remedio que bajar del coche y asir por el chaquetón a Miguel, para decirle que lo llevaría, pero no a su casa, sino arrestado y al Escuadrón. Y lo subí al coche.

Cuando el relato llegó a ese episodio, Reynaldo Pérez Gallardo pareció emocionarse.

-Aceleré el auto llevando al teniente a mi lado. Pero no habríamos andado tres minutos, cuando mi adversario, sacó la botella vacía que llevaba en el bolsillo y me asestó un golpe en la frente que me partió la ceja izquierda. Paré el coche, pues el dolor era intensísimo. Entonces, mi agresor abrió la portezuela, descendió y echó a correr haciendo ademán de recoger piedras para tirármelas. Yo me desconcerté, perdí la serenidad y fue entonces cuando, para mi perdición, eché mano a la pistola e hice cuatro disparos al aire. Uno de ellos le pegó al teniente y lo vi rodar. Asustado, descendí del carro y fui a ver qué había ocurrido:

-¡Estoy herido, mi capitán! -balbuceó el teniente-. Más vale que me lleve con un médico. Pero no de aquí, vámonos lejos, con algún amigo que pueda curarme, sin que mi familia vaya a enterarse.

El capitán continuó su relato:

-Trabajosamente lo subí al carro y enfilé la dirección sobre la carretera de Toluca. Pasamos por esa ciudad sin que yo recordara a algún médico de ese allí que pudiera ayudarnos. Trastornado, continué hacia Zitácuaro y al llegar al kilómetro 124 me di cuenta de que el teniente había muerto. Sentí miedo, horror, ¡quién sabe qué extraña sensación!

Inconscientemente seguí caminando sin plan fijo y sin control de mí mismo. Cuatro kilómetros adelante me di cuenta que había una desviación en el camino. Metí el coche, y como treinta metros adelante, viendo que el paraje era solitario, decidí maniobrar rápidamente. ¡No me quedaba otro remedio! -expresó.

Allí, según su propio relato, el capitán Reynaldo Pérez Gallardo bajó el cadáver de su amigo y compañero de lucha en el Pacífico, lo desnudó completamente, echó uniforme y ropas interiores al coche y arrojó el cuerpo de Cervantes Silva en un zanjoncillo que apenas alcanzaría un metro de profundidad.

Como pudo, cubrió el cadáver con una poca de tierra y encima colocó algunas ramas grandes para ocultarlo a la vista de quienes por allí acertaran a pasar. Emprendió la retirada a toda prisa y, antes de llegar a Toluca, mirando la existencia de un profundo precipicio, decidió deshacerse de las ropas de su víctima, arrojándolas al fondo.

Conjeturas sobre que la versión no fuera verídica

Sobre lo relatado por el verdugo, la policía no estuvo muy conforme, desde luego, observándose que la bala homicida penetró a la altura de la sien izquierda del teniente y presentaba orificio de salida por la sien derecha, cabía suponer que la muerte del joven Cervantes Silva debió ocurrir instantáneamente.

Así lo presumían también los médicos que fueron consultados, aun cuando la versión definitiva no fue conocida hasta el momento en que los legistas rindieron un certificado de autopsia en el Hospital Civil de Toluca, Estado de México.

Entonces, se preguntaron los investigadores del Servicio Secreto: ¿cómo es que el teniente sugirió a su verdugo que lo llevara a curación a un sitio lejano, alegando como razón su deseo de ocultar lo ocurrido a su familia?

Además, si los balazos fueron disparados “al aire”, sacando la mano por la ventanilla y estando la víctima en posición inferior, “agachado para recoger piedras”, ¿cómo fue que la línea mortal que siguió la bala en su trayectoria, era horizontal de sien a sien?

Por otra parte, no era muy creíble el desarrollo final de los hechos relatados, toda vez que, según Pérez Gallardo lo afirmó, había soportado con serenidad todas las agresiones de su contrincante y no fue sino hasta el último momento, cuando ya él estaba dentro de su coche y con el motor encendido, que perdió el control y echó mano de la pistola asesina.

Más lógico habría sido poner el carro en movimiento y rehuir las supuestas provocaciones, tal como lo había hecho anteriormente, en lugar de criticar a un presunto ebrio y tratar de “arrestarlo”. Aparte, nadie se emborracha al grado de faltar al respeto a un militar que supera en grado al ofensor, con sólo tres cervezas... y un hombre que muere instantáneamente no puede sugerir que lo lleven a algún hospital “lejano”...

Al parecer, para el reportero de LA PRENSA, todo eso no eran más que conjeturas que podrían encerrar una hábil coartada para alegar legítima defensa.

Pensó en entregarse pero se aguantó las ganas

Para rematar su declaración, el autor del crimen expresó que al regresar a la capital tuvo el pensamiento de ir directamente a la Jefatura de la Zona Militar para confesarlo todo y entregarse.

No obstante, no maniobró en forma tan sensata, sino que optó por ir primero a su domicilio de la calle Necaxa 48, colonia Industrial, al norte de la Ciudad de México, en donde encontró a su esposa.

Al interpelarlo sobre la herida que presentaba en la ceja (¿cómo puede alguien herir de un botellazo a un conductor, en la ceja izquierda si se va sentado a la derecha?), el capitán dijo que fue producto de una riña sin importancia, pero guardó el secreto de su crimen.

Tranquilamente, esa noche se acostó a dormir, como lo hizo en los días subsiguientes, hasta que ocurrió su captura. Su rutina la hizo normal, es decir, prosiguió dando entrenamiento a sus discípulos en aviación, sin dar muestras de inquietud y menos de inmutarse cuando en alguna conversación salía a flote la desaparición extraña del teniente Cervantes Silva, su víctima.

Cuando fue capturado, a las primeras interrogaciones se mostró rendido y lo confesó todo, aun con una versión que posiblemente no resultó la exacta, como lo postuló el reportero del diario de las mayorías.

Cuando los aprehensores del capitán Pérez Gallardo trataron de recuperar el arma homicida, vieron su propósito diluirse ante la declaración del homicida, Reynaldo Pérez Gallardo, quien había sido enviado inicialmente a la Sexta Delegación, quien negó su posesión y desde el primer instante sostuvo la versión de que la había arrojado “por el camino, cuando estaba en los aledaños del poblado de Lerma, sobre la carretera de Toluca a México”.

El asesino permaneció detenido en los separos de la Sexta Delegación, a disposición de las autoridades policiacas que no encontraron elementos suficientes para cerrar la investigación, puesto que aún se desconocía el verdadero móvil del crimen.

Las primeras diligencias quedaron a cargo de Juan Manuel Albarrán, agente del Ministerio Público del Estado de México, en cuya jurisdicción fue encontrado el cadáver.

El capitán asesino falsea la verdad en su declaración

El sábado 14 de enero de 1950, entrevistado por el reportero de LA PRENSA, Reynaldo Pérez Gallardo se mostró con el rostro cetrino y el ánimo visiblemente abatido, pero al mismo tiempo en un plano como de arrepentimiento y a ratos colocándose en un altura de singular altivez.

Su futuro, aun cuando todavía no se conocía el resultado de la autopsia, era ya desalentador y su situación se agravaba en la espera del dictamen que, seguramente, terminaría por sentenciarlo. Aun así, se negó a contar toda la verdad.

Para el 15 de enero de 1950, LA PRENSA informó que el jefe del Servicio Secreto, Silvestre Fernández, obedeciendo instrucciones del general Othon León Lobato, jefe de la Policía del Distrito, puso a disposición del agente del Ministerio Público al joven capitán Reynaldo Pérez Gallardo, autor del homicidio del teniente Miguel Cervantes Silva.

Ese mismo día fue interrogado nuevamente y ratificó todo lo dicho anteriormente, manifestando que en su testimonio había contado toda la verdad y que nada tenía que agregar.

El pliego de consignación del homicida fue enviado a la Procuraduría Militar de Justicia por considerarse, conforme a la ley, que el delito cometido por Pérez Gallardo corresponde al fuero de Guerra, una vez que la Secretaría de la Defensa acreditó a ambos protagonistas como miembros del ejército mexicano.

Por la noche de aquel día, fue alojado en la Prisión Militar de Santiago Tlatelolco, el capitán Reynaldo Pérez Gallardo, matador del piloto Miguel Cervantes Silva, una vez que se resolvió en forma definitiva, que el delito por él cometido caía dentro del fuero de guerra.

Pérez Gallardo, avocado a la pena máxima

Aún sin conocerse el motivo del crimen, se anunció el 19 de enero de aquel a;o que estando por cerrarse el proceso que seguía el juzgado tercero militar, el juez fijaría la fecha en que debería llevarse a cabo el Consejo de Guerra respectivo en el salón de la Prisión Militar de Santiago Tlatelolco, puesto que el agente del Ministerio Público había terminado con las conclusiones acusatorias, al cabo de las cuales y tras un periodo de pruebas, pediría la pena de muerte contra el capitán Pérez Gallardo, baso en que según todas las pruebas aportadas, obró con todas las agravantes de dar muerte al teniente Silva la noche del 31 de diciembre de 1949.

Se relató que los antecedentes del asesino no eran nada halagüeños, pues salió a la luz que su conducta en Filipinas, durante la guerra contra los japoneses, no fue de lo mejor, pues en diversas ocasiones fue sancionado por el comandante del Escuadrón 201, mayor Radamés Gaxiola.

Debido a esos antecedentes, se pudo establecer que Pérez Gallardo, desobedeciendo las órdenes del alto mando aliado, se separó en varias ocasiones de las escuadrillas en misión de bombardeo de los reductos japoneses, poniendo en peligro a sus compañeros, por lo cual fue dejado en tierra varias veces.

Por tal motivo, las autoridades estadounidenses, a través del agregado militar de México en Washington, pidieron que Pérez Gallardo fuera devuelto a su país y no formara parte de la Fuerza Expedicionaria Mexicana, pero se movieron influencias en su favor y solamente sufrió un arresto.

Las conclusiones a las que se llegaron a través de este y más datos, consistieron en que debido a que su padre fue un revolucionario que escaló en la política, llegando a ser gobernador de San Luis Potosí, nunca cayó el peso de la ley sobre el mayor Pérez Gallardo, acusado también de homicidio en ese estado.

Fueron varios pasajes vergonzosos en los cuales intervino su padre para salvarlo, como su mala conducta durante la Segunda Guerra Mundial. Quizás por ello, algunos de sus compañeros consideraban que no tenía el mérito propio para el rango que ostentaba, porque todo lo que tenía lo había logrado gracias a la intervención de su padre.

Dramático consejo de guerra

Y tal parece que así quedó demostrado cuando el 20 de marzo de 1951, a través de LA PRENSA se dio a conocer la sensacional noticia sobre el caso del héroe del Escuadrón 201 que fue asesinado por un compañero de armas.

Al filo de la medianoche del 19 de marzo, fue sentenciado a dos años de prisión el capitán piloto aviador Reynaldo Pérez Gallardo, excomandante del Escuadrón 201 por el cargo de homicidio.

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Durante más de doce horas se discutió la suerte del capitán y durante los debates se presentaron todos los hechos y detalles de la tragedia, algunos de los cuales parecían no coincidir del todo con las primeras declaraciones del acusado.

Asimismo, los testigos que presentó el homicida para su defensa, alegaron que vieron actuar de manera irrespetuosa y violenta a la víctima y, efectivamente, aunque no hubo testigo presencial del momento exacto del crimen, afirmaron haber visto cuando el teniente Cervantes Silva arrojó piedras contra el auto donde supuestamente sería trasladado a prisión por faltarle el respeto a superior.

Esas declaraciones aparecieron aderezadas por los testigos, quienes al principio del caso no señalaron tales acciones. Además del hecho de que el asesino declaró que había disparado tres veces al aire, pero durante el Consejo de Guerra refirió que disparó dos veces al aire y una tercera contra la víctima. Lo cierto fue que el homicida contó con una excelente defensa, la cual logró rebatir todas las imputaciones del agente del Ministerio Público.

Finalmente, los miembros del Consejo entraron a deliberar por espacio de dos horas y llegarona la conclusión de que el capitán Pérez Gallardo era responsable del delito de abuso de autoridad y de exceso de legítima defensa, por lo que el juez dictó su sentencia de dos años, que se contarían a partir del 1 de enero de 1950.

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