/ viernes 29 de diciembre de 2023

Desesperada ante sus fracasos sentimentales, madre envenena a sus hijos

Tuvo tiempo de ir y regresar después de haber pedido ayuda y, al no obtenerla, tomó y les hizo tomar a sus hijos una resolución fatídica

La bella Eugenia tenía tan mala suerte en sus romances que, desesperada ante sus constantes fracasos sentimentales, se envenenó de gravedad tras intoxicar a sus tres hijos para “llevarlos al otro mundo, donde posiblemente no existe el sufrimiento”, según consignaron los camilleros que dijo la moribunda mientras la transportaban de urgencia al hospital.

La historia comenzó a conocerse el domingo 10 de marzo de 1968, cuando, acosada por sus problemas amorosos, María Eugenia Gutiérrez de Horta trató asesinar a sus pequeños hijos con una fuerte dosis de barbitúricos y luego, decidida a quitarse la vida, apuró otro tanto de somníferos.

Te recomendamos: La tragedia de San Juanico: Un Infierno en la tierra

La infortunada mujer y sus tres vástagos fueron recogidos por el personal de una ambulancia de la Cruz Verde y trasladados al Hospital de Traumatología de Balbuena, donde los médicos realizaron exhaustivos esfuerzos para salvarles la existencia.

El caso estaba revestido de intenso dramatismo, pues la agobiada mujer, al comunicar a sus familiares que próximamente iba a dar a luz a un niño que había procreado con su novio, Eduardo Montealegre Bernal, la corrieron de la casa junto con sus hijos.

Luego trató de refugiarse en el domicilio de su presunto prometido, pero el joven la rechazó al saber que pronto iba a dar a luz y renunció a la paternidad. Le dijo que él estaba enamorado de otra mujer con la que pronto iba a contraer matrimonio y advirtió a María Eugenia que “lo suyo había sido un hermoso sueño primaveral, pero que, como todo, tenía un principio y un fin”.

Entonces, María Eugenia tomó una resolución gallarda. Los niños y su madre salieron tristemente del lugar que suponían un buen refugio. Con sus últimas monedas, en lugar de adquirir pan y leche que le exigían las criaturas, recorrió varias farmacias en donde adquirió no menos de 60 pastillas de somníferos.

Con base en la nota que redactó el reportero de LA PRENSA, en una miscelánea cercana a la casa de su amasio Eduardo Montealegre Bernal, repartió a sus hijos -de entre 4 y 8 años- las pastillas que apuraron con un refresco.

Luego, María Eugenia pidió otro refresco y apuró más de 20 pastillas “equaniles y apasiles” y, mientras les hacía efecto el brebaje, fueron otra vez a la casa de Montealegre, ubicada en Calzada Ignacio Zaragoza 14, departamento 7, San Lázaro.

El exceso de somníferos comenzó a dañar a la familia y los pequeños se desmayaron, al igual que su progenitora, a las puertas del citado inmueble. Cuando se percató del drama, Eduardo Montealegre solicitó con urgencias los servicios de emergencia de la Cruz Verde.

La engañó por dos años

Después de aplicarles fuertes lavados estomacales a los menores y a su madre, los doctores señalaron ante el Ministerio Público que, entre sollozos, la señora había dicho que en 1960 contrajo matrimonio en San Luis Potosí con el joven Manuel Horta Izquierdo, con quien procreó a sus tres hijos.

Al principio todo marchó bien en el matrimonio, pero su luego su esposo comenzó a celarla y llegó el momento en que abundaron las golpizas e insultos en perjuicio de los niños y ella; además de que no le daba dinero para la manutención de sus vástagos.

Sin ánimo para soportar un día más de maltrato intrafamiliar, la señora se quejó ante las autoridades, pero, como en aquella época estaban en pañales los programas de atención a la violencia intrafamiliar, se escuchó con fastidio y menosprecio su denuncia.

María Eugenia, a su manera, explicaba el maltrato psicológico de que la hacía víctima Manuel Horta, a base de humillaciones, abandono, insultos, devaluación, marginación, omisión de amor, indiferencia y rechazo, con lo que la señora sufría baja autoestima, miedo, ansiedad, depresión y sentimiento de culpa.

Y en ocasiones, dijo la afligida mujer, había llegado a “justificar” las bofetadas y puntapiés que le propinaba su marido. Las autoridades sólo le recomendaron que “tuviera paciencia, que con el tiempo seguramente reflexionaría el señor Horta”.

Finalmente, decidió abandonarlo y “cambiar de aires”. Así que pidió dinero prestado y con sus hijos llegó a la ciudad de México en busca de un “cariño más estable y una mejor situación económica”.

Sus hermanas la recibieron inicialmente con los reproches usuales de quienes no han tenido graves problemas domésticos y con ellas vivió en Canarias 119 departamento 6, colonia Portales, donde esperaba revertir el pasado próximo que la agobiaba.

Horror y miseria

La afligida mujer consiguió empleo en una farmacia establecida en Calzada de Chabacano, donde una tarde lluviosa conoció a quien sería “su adorado novio”, Eduardo Montealegre.

El joven era hábil para engañar féminas, así que la invitó a una nevería y con gran prudencia se hizo pasar como rendido admirador de María Eugenia. La señora no le dijo que era casada ni que tenía hijos, mientras dejaba pasar un tiempo razonable para reflexionar en la vida que le aguardaría si llegaba a formalizar relaciones con Eduardo.

De hecho, ambos dijeron medias verdades y se dejaron llevar por los embustes románticos, hasta que intimaron en medio de solemnes promesas de matrimonio.

Una vez que Montealegre obtuvo lo que realmente quería de la mujer, dejó de “admirarla” tanto y procuró desvirtuar su palabra, pero “quedando bien” y confundiendo a la infortunada María Eugenia, quien por su juventud e irresponsabilidad deseaba un romance de película.

Como es clásico en las mujeres que desean “atrapar” al hombre que aman, María Eugenia se dejó embarazar para “brindar la felicidad de un hijo, producto del amor”, sólo que Eduardo se enfureció en lugar de felicitarla y le dijo que “había algunos sistemas para evitar tal conflicto”. Le sugirió que abortara, sin importarle la vida del inocente que se preparaba para llegar al mundo...

Y horas más tarde, la señora y sus hijos comenzaron a reaccionar favorablemente a los intensos cuidados médicos (el Hospital de Balbuena se caracterizaba por un equipo humano de excelencia) y pronto fue dado a conocer el drama, a través de las páginas de LA PRENSA.

Un anciano pidió la mano de la mujer que intentó matar a sus hijos

Un estadounidense, excombatiente de la Segunda Guerra Mundial ofreció matrimonio y protección a la joven mujer que trató de matar a sus tres pequeños hijos e intentó suicidarse.

En una mezcla de inglés con español, Edward S. Bagder, de 87 años, pensionado por la Armada de los Estados Unidos y dijo que ponía a disposición de María Eugenia y de sus hijos su residencia de la colonia Industrial, donde nada les faltaría.

Fue en la misma sala de terapia intensiva del Hospital de Balbuena, donde el octogenario llegó a hacer la proposición a María Eugenia. Comentó que al haber leído en LA PRENSA el todo el drama relacionado con la señora, maltratada por su esposo, por su novio y por la vida, decidió ayudarla y dar su nombre -si era preciso- a los menores.

“No soy millonario, pero le ofrezco de todo corazón mi hogar, donde quedará protegida”, dijo Edward en una especie de spanglish de la época.

El norteamericano comprendió el fuerte choque que sufrió la joven mujer al ser expulsada por sus familiares de la colonia Portales y no encontrar amparo en el domicilio de su amigo íntimo, Eduardo Montealegre.

El originario de Indiana, explicó que en ese entonces gozaba de una pensión mensual de unos 100 dólares y, al no tener una ocupación, se dedicaba entonces a aprender música, en su residencia de la calle Luxo 21 y 28, inmueble que contaba con 19 cuartos, seis recámaras, tres baños y buena reja de protección. “Allí estará usted protegida. En mi mesa se encontrarán todos los platillos que requiera”.

También el señor Bagder afrontaba problemas de soledad, pues su esposa había muerto en 1961 y “la casa se le convirtió en enorme, de manera que prefería vivir en el Hotel Managua, frente a la plaza de San Fernando, colonia Guerrero”.

María Eugenia pidió los servicios de un traductor y el doctor Gustavo Schaffino le auxilió con toda oportunidad; así que, entre lágrimas de felicidad, esa vez prometió que si las autoridades del Ministerio Público le perdonaban la intoxicación de sus hijos y su intento de suicidio, con todo gusto aceptaría la protección que le ofrecía el excombatiente de la Segunda Guerra Mundial.

“Yo se lo agradezco mucho. Se lo agradezco a nombre de mis hijos… actualmente no tengo nada”, dijo María Eugenia.

Y reconoció que ninguno de sus parientes, ni su amasio, se habían presentado en el Hospital de Balbuena, siquiera a preguntar por ella o de menos por el estado en que se encontraban los pequeños, porque debía dolerles aún “mi comportamiento sentimental”.

Agentes del Ministerio que se enteraron del drama al leer el diario de las mayorías dijeron que estaría, en caso extremo, detenida de tres a seis años, en la inteligencia de que podía obtener su libertad provisional mucho antes del plazo si pagaba la fianza respectiva.

Con 27 años en aquel entonces, ávida de ternura y comprensión, y en espera de un hijo que ella consideraba fruto del amor, María Eugenia confesó que su esposo, Manuel Horta, “se llevaba a las niñas a las cantinas, donde las obligaba a pedir limosna para seguir con sus borracheras mientras se divertía con sus amigos”. Y al recriminarle sus acciones, sólo recibía crueles golpizas y su matrimonio se convirtió en una vida infernal en San Luis Potosí.

Eduardo no sólo la había rechazado en la ciudad de México, sino en la de Puebla, donde lo fue a buscar para enterarlo que en un futuro cercano nacería su hijo. Pero él no cedió y por el contrario la despreció. Entonces ante la desilusión acumulada por los puercos y míseros años, decidió acabar con la vida de sus hijos y de ella.

“Cuando tomé las pastillas, solamente el menor de mis hijos no quiso lo que yo le daba, como si presintiera que era veneno. Pero lo obligué y me arrepiento mucho. Luego sentí que llegaba una especie de oscuridad. Dios me perdone. Estoy arrepentida de corazón. Me preocupa ahora mi niño por nacer y los tres inocentes a los que lastimé sin mala fe”.

Ayuda para sus hijos

El martes 12 de marzo de 1968, con gran sentido humano, al decretar libertad con las reservas de ley, la Procuraduría de Justicia del Distrito resolvió el dramático caso de la infortunada mujer.

María Eugenia recibió la noticia en su lecho del Hospital y sus ojos se llenaron de lágrimas. Presa de fuerte emoción expresó: “gracias a Dios que todo salió bien, ahora cuidaré de mis hijos y trataré de rehacer una vida”.

El entonces Procurador de Distrito, Gilberto Suárez, al conocer la determinación del Ministerio Público, señaló que hacía hincapié que en ninguna forma esta acción crearía precedente, ya que en el caso concreto se actuaba con gran sentido humano debido a los factores que intervinieron y obligaron a la comisión en los hechos.

Explicó que en ese caso no se invadían las facultades del poder judicial, en virtud de que la acción del Ministerio Público se ha fundamentado jurídicamente y se informó de la resolución al Tribunal Superior de Justicia, el cual estuvo acorde con la determinación calificándola de eminentemente humana.

Las circunstancias adversas que al conjugarse provocaron que la infortunada mujer tomara la determinación de suicidarse y de terminar con la vida de sus tres pequeños hijos fueron:

a) La condición de miseria en que vivía la mujer con sus hijos. b) Los malos tratos que una y otros sufrieron por parte del esposo y padre. c) La miseria por la cual tuvieron que ejercer la mendicidad para poder subsistir y d) Por el mal trato y la falta de protección que tuvo de parte de su familia.

El ministerio explicó que estas circunstancias se prolongaron por espacio de algún tiempo indeterminado y fueron las que trastornaron a la infortunada mujer y la obligaron a atentar contra su vida y la de sus pequeños vástagos.

Su madre quedía despojarla de los niños

El licenciado Sergio Alvarez Castro, comandante general del Pentathlón Deportivo Militar Universitario y colaborador del Banco Ejidal, al enterarse de la tragedia que vivía la joven María Eugenia y sus tres hijos, en un gesto altamente humanitario ofreció otorgarle una pensión por tiempo indefinido de mil pesos mensuales para la manutención y educación de los pequeños. También ofreció costear los gastos de un abogado para que se encargara de defenderla en caso de que fuese consignada.

Sin embargo, no todo fue felicidad para María Eugenia, pues a pesar de que aceptó la protección del octogenario Edward S. Bagder, su progenitora la declaró enferma mental y quería despojarla de sus hijos Cecilia, Verónica y Jorge Amado.

Además, debía comparecer ante un juez civil antes de comprometerse con el anciano protector, puesto que ante los ojos de la ley aún estaba casada con Manuel Horta, a pesar de que lo abandonó por maltrato familiar, es decir, fue una situación justificada.

Enferma mental

Temporalmente, supuestamente María Eugenia iba a residir en la colonia Industrial, bajo el amparo del excombatiente de la Segunda Guerra Mundial, en tanto tramitaba la separación civil de su esposo, Manuel Horta Izquierdo. Y la señora Petra Loredo de Gutiérrez, madre de María Eugenia, insistía en quitarle a los niños. Eso quizá se debía a que tan pronto como se enteró de que su hija recibiría la pensión de mil pesos mensuales, se le iluminaron los ojos y hasta empezó a “querer” a sus nietos. Pero, obviamente, María Eugenia se opuso tajantemente a que los niños quedaran bajo la protección de su doña Petra.

La abuelita de los niños dijo tener 68 años de edad y declaró que desde los 7 años de edad, María Eugenia sufrió un accidente y se golpeó fuertemente el cráneo, por lo que a raíz de tal caída comenzó a sufrir parálisis facial esporádicamente y a perder la razón en ocasiones.

La declarante comentó que la niña Verónica necesitaba las atenciones de la abuela y aunque María Eugenia reconoció que su madre “decía la verdad”, se preguntaba dos cuestiones muy importantes: por qué la habían corrido cuando más los necesitó y por qué ahora que se mencionaba una considerable cantidad de dinero de por medio, intentaban quedarse con los niños, no con ella, porque aún la rechazaban, pues el supuesto interés era por la custodia de los menores.

Y al saber que quedaría libre, la joven señora aseguró que no volvería con sus familiares en la colonia Portales, porque la consideraban una “carga innecesaria”.

Con el segundo año de primaria como grado máximo de estudios, María Eugenia dijo que quería una oportunidad para rehacer su vida, pero lejos de su madre y hermanas.

Por ello se desconocía a quién le serían entregados los niños, pues Petra alegaría que María era “una enferma mental” y la señora reclamaría, obviamente, sus derechos de maternidad.

Por fin, el 13 de marzo de 1968, acompañada de sus tres pequeños hijos, a quienes llevaba de la mano María Eugenia, abandonó el Hospital de Balbuena y entre lágrimas y sollozos y a pesar de todo, inexplicablemente volvió al hogar materno.

Poco antes de las diez de la mañana, los familiares de la infortunada mujer, entre quienes se encontraba la señora Petra Loredo de Gutiérrez, se reunieron en la sala de espera del nosocomio para que madre e hijos fueran dados de alta.

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María Eugenia y los niños permanecieron internados en Balbuena por espacio de cuatro días, en los cuales los doctores los sometieron a delicados tratamientos para contrarrestar el efecto de la excesiva dosis de somníferos que ingirieron.

La joven señora se veía abatida y mostraba en el rostro las huellas que le produjo la aguda intoxicación que se causó en su intento por quitarse la existencia. Trabajadoras sociales recomendaron a la mujer que saliera de su círculo de maltrato y buscara orientación legal en la misma Procuraduría de Justicia del Distrito.

En aquella época las mujeres -decían las trabajadoras sociales- no tenían idea clara de su condición de víctimas del maltrato y menos de conocimientos relacionados con sus derechos.

María Eugenia sospechaba que necesitaba con urgencia un tratamiento psicológico para responsabilizarse más de su situación y vislumbrar un estilo diferente de existencia, un tanto alejado de los “romances” efímeros y más centrado en la atención de los niños.

No se sabe si la señora retornó en busca de orientación, pero estaba tan confusa que en ocasiones “no comprendía” por qué la agredían aquellos que supuestamente debían amarla y protegerla.

Ella no se sentía apta para manejarse y se sabía muy sola porque había roto sus redes sociales. El mundo le parecía amenazante, no tenía grandes apoyos y sufría una tristeza profunda porque le parecía ser culpable, por lo que fuese, de no haber colaborado en la estabilidad de los niños o la armonía del hogar.

Por ello María Eugenia guardaba silencio en la mayoría de las agresiones, víctima de una pérdida de su valía personal.

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La bella Eugenia tenía tan mala suerte en sus romances que, desesperada ante sus constantes fracasos sentimentales, se envenenó de gravedad tras intoxicar a sus tres hijos para “llevarlos al otro mundo, donde posiblemente no existe el sufrimiento”, según consignaron los camilleros que dijo la moribunda mientras la transportaban de urgencia al hospital.

La historia comenzó a conocerse el domingo 10 de marzo de 1968, cuando, acosada por sus problemas amorosos, María Eugenia Gutiérrez de Horta trató asesinar a sus pequeños hijos con una fuerte dosis de barbitúricos y luego, decidida a quitarse la vida, apuró otro tanto de somníferos.

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La infortunada mujer y sus tres vástagos fueron recogidos por el personal de una ambulancia de la Cruz Verde y trasladados al Hospital de Traumatología de Balbuena, donde los médicos realizaron exhaustivos esfuerzos para salvarles la existencia.

El caso estaba revestido de intenso dramatismo, pues la agobiada mujer, al comunicar a sus familiares que próximamente iba a dar a luz a un niño que había procreado con su novio, Eduardo Montealegre Bernal, la corrieron de la casa junto con sus hijos.

Luego trató de refugiarse en el domicilio de su presunto prometido, pero el joven la rechazó al saber que pronto iba a dar a luz y renunció a la paternidad. Le dijo que él estaba enamorado de otra mujer con la que pronto iba a contraer matrimonio y advirtió a María Eugenia que “lo suyo había sido un hermoso sueño primaveral, pero que, como todo, tenía un principio y un fin”.

Entonces, María Eugenia tomó una resolución gallarda. Los niños y su madre salieron tristemente del lugar que suponían un buen refugio. Con sus últimas monedas, en lugar de adquirir pan y leche que le exigían las criaturas, recorrió varias farmacias en donde adquirió no menos de 60 pastillas de somníferos.

Con base en la nota que redactó el reportero de LA PRENSA, en una miscelánea cercana a la casa de su amasio Eduardo Montealegre Bernal, repartió a sus hijos -de entre 4 y 8 años- las pastillas que apuraron con un refresco.

Luego, María Eugenia pidió otro refresco y apuró más de 20 pastillas “equaniles y apasiles” y, mientras les hacía efecto el brebaje, fueron otra vez a la casa de Montealegre, ubicada en Calzada Ignacio Zaragoza 14, departamento 7, San Lázaro.

El exceso de somníferos comenzó a dañar a la familia y los pequeños se desmayaron, al igual que su progenitora, a las puertas del citado inmueble. Cuando se percató del drama, Eduardo Montealegre solicitó con urgencias los servicios de emergencia de la Cruz Verde.

La engañó por dos años

Después de aplicarles fuertes lavados estomacales a los menores y a su madre, los doctores señalaron ante el Ministerio Público que, entre sollozos, la señora había dicho que en 1960 contrajo matrimonio en San Luis Potosí con el joven Manuel Horta Izquierdo, con quien procreó a sus tres hijos.

Al principio todo marchó bien en el matrimonio, pero su luego su esposo comenzó a celarla y llegó el momento en que abundaron las golpizas e insultos en perjuicio de los niños y ella; además de que no le daba dinero para la manutención de sus vástagos.

Sin ánimo para soportar un día más de maltrato intrafamiliar, la señora se quejó ante las autoridades, pero, como en aquella época estaban en pañales los programas de atención a la violencia intrafamiliar, se escuchó con fastidio y menosprecio su denuncia.

María Eugenia, a su manera, explicaba el maltrato psicológico de que la hacía víctima Manuel Horta, a base de humillaciones, abandono, insultos, devaluación, marginación, omisión de amor, indiferencia y rechazo, con lo que la señora sufría baja autoestima, miedo, ansiedad, depresión y sentimiento de culpa.

Y en ocasiones, dijo la afligida mujer, había llegado a “justificar” las bofetadas y puntapiés que le propinaba su marido. Las autoridades sólo le recomendaron que “tuviera paciencia, que con el tiempo seguramente reflexionaría el señor Horta”.

Finalmente, decidió abandonarlo y “cambiar de aires”. Así que pidió dinero prestado y con sus hijos llegó a la ciudad de México en busca de un “cariño más estable y una mejor situación económica”.

Sus hermanas la recibieron inicialmente con los reproches usuales de quienes no han tenido graves problemas domésticos y con ellas vivió en Canarias 119 departamento 6, colonia Portales, donde esperaba revertir el pasado próximo que la agobiaba.

Horror y miseria

La afligida mujer consiguió empleo en una farmacia establecida en Calzada de Chabacano, donde una tarde lluviosa conoció a quien sería “su adorado novio”, Eduardo Montealegre.

El joven era hábil para engañar féminas, así que la invitó a una nevería y con gran prudencia se hizo pasar como rendido admirador de María Eugenia. La señora no le dijo que era casada ni que tenía hijos, mientras dejaba pasar un tiempo razonable para reflexionar en la vida que le aguardaría si llegaba a formalizar relaciones con Eduardo.

De hecho, ambos dijeron medias verdades y se dejaron llevar por los embustes románticos, hasta que intimaron en medio de solemnes promesas de matrimonio.

Una vez que Montealegre obtuvo lo que realmente quería de la mujer, dejó de “admirarla” tanto y procuró desvirtuar su palabra, pero “quedando bien” y confundiendo a la infortunada María Eugenia, quien por su juventud e irresponsabilidad deseaba un romance de película.

Como es clásico en las mujeres que desean “atrapar” al hombre que aman, María Eugenia se dejó embarazar para “brindar la felicidad de un hijo, producto del amor”, sólo que Eduardo se enfureció en lugar de felicitarla y le dijo que “había algunos sistemas para evitar tal conflicto”. Le sugirió que abortara, sin importarle la vida del inocente que se preparaba para llegar al mundo...

Y horas más tarde, la señora y sus hijos comenzaron a reaccionar favorablemente a los intensos cuidados médicos (el Hospital de Balbuena se caracterizaba por un equipo humano de excelencia) y pronto fue dado a conocer el drama, a través de las páginas de LA PRENSA.

Un anciano pidió la mano de la mujer que intentó matar a sus hijos

Un estadounidense, excombatiente de la Segunda Guerra Mundial ofreció matrimonio y protección a la joven mujer que trató de matar a sus tres pequeños hijos e intentó suicidarse.

En una mezcla de inglés con español, Edward S. Bagder, de 87 años, pensionado por la Armada de los Estados Unidos y dijo que ponía a disposición de María Eugenia y de sus hijos su residencia de la colonia Industrial, donde nada les faltaría.

Fue en la misma sala de terapia intensiva del Hospital de Balbuena, donde el octogenario llegó a hacer la proposición a María Eugenia. Comentó que al haber leído en LA PRENSA el todo el drama relacionado con la señora, maltratada por su esposo, por su novio y por la vida, decidió ayudarla y dar su nombre -si era preciso- a los menores.

“No soy millonario, pero le ofrezco de todo corazón mi hogar, donde quedará protegida”, dijo Edward en una especie de spanglish de la época.

El norteamericano comprendió el fuerte choque que sufrió la joven mujer al ser expulsada por sus familiares de la colonia Portales y no encontrar amparo en el domicilio de su amigo íntimo, Eduardo Montealegre.

El originario de Indiana, explicó que en ese entonces gozaba de una pensión mensual de unos 100 dólares y, al no tener una ocupación, se dedicaba entonces a aprender música, en su residencia de la calle Luxo 21 y 28, inmueble que contaba con 19 cuartos, seis recámaras, tres baños y buena reja de protección. “Allí estará usted protegida. En mi mesa se encontrarán todos los platillos que requiera”.

También el señor Bagder afrontaba problemas de soledad, pues su esposa había muerto en 1961 y “la casa se le convirtió en enorme, de manera que prefería vivir en el Hotel Managua, frente a la plaza de San Fernando, colonia Guerrero”.

María Eugenia pidió los servicios de un traductor y el doctor Gustavo Schaffino le auxilió con toda oportunidad; así que, entre lágrimas de felicidad, esa vez prometió que si las autoridades del Ministerio Público le perdonaban la intoxicación de sus hijos y su intento de suicidio, con todo gusto aceptaría la protección que le ofrecía el excombatiente de la Segunda Guerra Mundial.

“Yo se lo agradezco mucho. Se lo agradezco a nombre de mis hijos… actualmente no tengo nada”, dijo María Eugenia.

Y reconoció que ninguno de sus parientes, ni su amasio, se habían presentado en el Hospital de Balbuena, siquiera a preguntar por ella o de menos por el estado en que se encontraban los pequeños, porque debía dolerles aún “mi comportamiento sentimental”.

Agentes del Ministerio que se enteraron del drama al leer el diario de las mayorías dijeron que estaría, en caso extremo, detenida de tres a seis años, en la inteligencia de que podía obtener su libertad provisional mucho antes del plazo si pagaba la fianza respectiva.

Con 27 años en aquel entonces, ávida de ternura y comprensión, y en espera de un hijo que ella consideraba fruto del amor, María Eugenia confesó que su esposo, Manuel Horta, “se llevaba a las niñas a las cantinas, donde las obligaba a pedir limosna para seguir con sus borracheras mientras se divertía con sus amigos”. Y al recriminarle sus acciones, sólo recibía crueles golpizas y su matrimonio se convirtió en una vida infernal en San Luis Potosí.

Eduardo no sólo la había rechazado en la ciudad de México, sino en la de Puebla, donde lo fue a buscar para enterarlo que en un futuro cercano nacería su hijo. Pero él no cedió y por el contrario la despreció. Entonces ante la desilusión acumulada por los puercos y míseros años, decidió acabar con la vida de sus hijos y de ella.

“Cuando tomé las pastillas, solamente el menor de mis hijos no quiso lo que yo le daba, como si presintiera que era veneno. Pero lo obligué y me arrepiento mucho. Luego sentí que llegaba una especie de oscuridad. Dios me perdone. Estoy arrepentida de corazón. Me preocupa ahora mi niño por nacer y los tres inocentes a los que lastimé sin mala fe”.

Ayuda para sus hijos

El martes 12 de marzo de 1968, con gran sentido humano, al decretar libertad con las reservas de ley, la Procuraduría de Justicia del Distrito resolvió el dramático caso de la infortunada mujer.

María Eugenia recibió la noticia en su lecho del Hospital y sus ojos se llenaron de lágrimas. Presa de fuerte emoción expresó: “gracias a Dios que todo salió bien, ahora cuidaré de mis hijos y trataré de rehacer una vida”.

El entonces Procurador de Distrito, Gilberto Suárez, al conocer la determinación del Ministerio Público, señaló que hacía hincapié que en ninguna forma esta acción crearía precedente, ya que en el caso concreto se actuaba con gran sentido humano debido a los factores que intervinieron y obligaron a la comisión en los hechos.

Explicó que en ese caso no se invadían las facultades del poder judicial, en virtud de que la acción del Ministerio Público se ha fundamentado jurídicamente y se informó de la resolución al Tribunal Superior de Justicia, el cual estuvo acorde con la determinación calificándola de eminentemente humana.

Las circunstancias adversas que al conjugarse provocaron que la infortunada mujer tomara la determinación de suicidarse y de terminar con la vida de sus tres pequeños hijos fueron:

a) La condición de miseria en que vivía la mujer con sus hijos. b) Los malos tratos que una y otros sufrieron por parte del esposo y padre. c) La miseria por la cual tuvieron que ejercer la mendicidad para poder subsistir y d) Por el mal trato y la falta de protección que tuvo de parte de su familia.

El ministerio explicó que estas circunstancias se prolongaron por espacio de algún tiempo indeterminado y fueron las que trastornaron a la infortunada mujer y la obligaron a atentar contra su vida y la de sus pequeños vástagos.

Su madre quedía despojarla de los niños

El licenciado Sergio Alvarez Castro, comandante general del Pentathlón Deportivo Militar Universitario y colaborador del Banco Ejidal, al enterarse de la tragedia que vivía la joven María Eugenia y sus tres hijos, en un gesto altamente humanitario ofreció otorgarle una pensión por tiempo indefinido de mil pesos mensuales para la manutención y educación de los pequeños. También ofreció costear los gastos de un abogado para que se encargara de defenderla en caso de que fuese consignada.

Sin embargo, no todo fue felicidad para María Eugenia, pues a pesar de que aceptó la protección del octogenario Edward S. Bagder, su progenitora la declaró enferma mental y quería despojarla de sus hijos Cecilia, Verónica y Jorge Amado.

Además, debía comparecer ante un juez civil antes de comprometerse con el anciano protector, puesto que ante los ojos de la ley aún estaba casada con Manuel Horta, a pesar de que lo abandonó por maltrato familiar, es decir, fue una situación justificada.

Enferma mental

Temporalmente, supuestamente María Eugenia iba a residir en la colonia Industrial, bajo el amparo del excombatiente de la Segunda Guerra Mundial, en tanto tramitaba la separación civil de su esposo, Manuel Horta Izquierdo. Y la señora Petra Loredo de Gutiérrez, madre de María Eugenia, insistía en quitarle a los niños. Eso quizá se debía a que tan pronto como se enteró de que su hija recibiría la pensión de mil pesos mensuales, se le iluminaron los ojos y hasta empezó a “querer” a sus nietos. Pero, obviamente, María Eugenia se opuso tajantemente a que los niños quedaran bajo la protección de su doña Petra.

La abuelita de los niños dijo tener 68 años de edad y declaró que desde los 7 años de edad, María Eugenia sufrió un accidente y se golpeó fuertemente el cráneo, por lo que a raíz de tal caída comenzó a sufrir parálisis facial esporádicamente y a perder la razón en ocasiones.

La declarante comentó que la niña Verónica necesitaba las atenciones de la abuela y aunque María Eugenia reconoció que su madre “decía la verdad”, se preguntaba dos cuestiones muy importantes: por qué la habían corrido cuando más los necesitó y por qué ahora que se mencionaba una considerable cantidad de dinero de por medio, intentaban quedarse con los niños, no con ella, porque aún la rechazaban, pues el supuesto interés era por la custodia de los menores.

Y al saber que quedaría libre, la joven señora aseguró que no volvería con sus familiares en la colonia Portales, porque la consideraban una “carga innecesaria”.

Con el segundo año de primaria como grado máximo de estudios, María Eugenia dijo que quería una oportunidad para rehacer su vida, pero lejos de su madre y hermanas.

Por ello se desconocía a quién le serían entregados los niños, pues Petra alegaría que María era “una enferma mental” y la señora reclamaría, obviamente, sus derechos de maternidad.

Por fin, el 13 de marzo de 1968, acompañada de sus tres pequeños hijos, a quienes llevaba de la mano María Eugenia, abandonó el Hospital de Balbuena y entre lágrimas y sollozos y a pesar de todo, inexplicablemente volvió al hogar materno.

Poco antes de las diez de la mañana, los familiares de la infortunada mujer, entre quienes se encontraba la señora Petra Loredo de Gutiérrez, se reunieron en la sala de espera del nosocomio para que madre e hijos fueran dados de alta.

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María Eugenia y los niños permanecieron internados en Balbuena por espacio de cuatro días, en los cuales los doctores los sometieron a delicados tratamientos para contrarrestar el efecto de la excesiva dosis de somníferos que ingirieron.

La joven señora se veía abatida y mostraba en el rostro las huellas que le produjo la aguda intoxicación que se causó en su intento por quitarse la existencia. Trabajadoras sociales recomendaron a la mujer que saliera de su círculo de maltrato y buscara orientación legal en la misma Procuraduría de Justicia del Distrito.

En aquella época las mujeres -decían las trabajadoras sociales- no tenían idea clara de su condición de víctimas del maltrato y menos de conocimientos relacionados con sus derechos.

María Eugenia sospechaba que necesitaba con urgencia un tratamiento psicológico para responsabilizarse más de su situación y vislumbrar un estilo diferente de existencia, un tanto alejado de los “romances” efímeros y más centrado en la atención de los niños.

No se sabe si la señora retornó en busca de orientación, pero estaba tan confusa que en ocasiones “no comprendía” por qué la agredían aquellos que supuestamente debían amarla y protegerla.

Ella no se sentía apta para manejarse y se sabía muy sola porque había roto sus redes sociales. El mundo le parecía amenazante, no tenía grandes apoyos y sufría una tristeza profunda porque le parecía ser culpable, por lo que fuese, de no haber colaborado en la estabilidad de los niños o la armonía del hogar.

Por ello María Eugenia guardaba silencio en la mayoría de las agresiones, víctima de una pérdida de su valía personal.

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