/ viernes 17 de julio de 2020

Archivos Secretos de Policía | Cita en la cárcel

En 1940, a la señora Portú de Icaza la despojaron de sus joyas en el Bosque de Chapultepec; mientras su hijo intentaba recuperarlas, mató a un hombre

Miró con desdén y lanzó un bostezo. Le aburría casi todo, salvo las sorpresas, y ese día se llevó una de las más grandes. Su vida transcurría entre paseos y lecturas, era una mujer solitaria y quizá esperaba hasta el final poder pagar en un mausoleo una hermosa cripta con su nombre en letras doradas.

Pero la suerte le tenía reservada una butaca en primera fila para ver pasar su tragedia que, no obstante, el dinero y las joyas, vería minar su vida.

Quizá, como se publicó aquel miércoles 25 de julio de 1940 en LA PRENSA, el robo de las joyas de doña María Portú de Icaza posiblemente fue el de mayor cuantía que se hubiera registrado en México y, lo más azaroso, fue que lo perpetraron en el mismo lugar donde siempre aparcaba su coche; quizá por eso pensó que allí estaría a salvo. Pero nadie estaba se salvaba de los hábiles ladronzuelos que rondaban en busca de una oportunidad fácil; y nada más sencillo que un bolso a la vista dentro de un auto.

Así pues, durante la tarde-noche de aquel miércoles se presentó la señora María Portú de Icaza en la Jefatura de Policía. Entró con aire superior y miró a un lado y a otro. Esperó a que alguien la tomara en cuenta, pero al ver que nadie se dirigía hacia ella, decidió pedir hablar con la persona a cargo.

Foto: Archivo La Prensa

Era verdaderamente una dama de costumbres algo raras, pero a la vez originales y, entre esas, la de llevar siempre consigo, dentro de una bolsa de tejidos, otra más pequeña en la que guardaba toda una fortuna en alhajas. Y adonde quiera que ella iba, la bolsa y un perro pekinés la acompañaban.

Luego, como si estuviera fatigada, dijo que quería hacer la sensacional denuncia del robo del cual había sido víctima. Se dejó caer sobre una silla y le relató los hechos al hombre con la placa de detective.

UN GOLPE DE SUERTE PARA LOS LADRONES

Llegó en la tarde, como era su costumbre, al Bosque de Chapultepec, a bordo de su viejo pero ostentoso automóvil. Casi siempre era lo mismo, un breve paseíto alrededor del lago, acompañada de su mejor amigo, un pequeño perro pekinés.

Lo que recordaba la señora Portú de Icaza, casi mecánicamente, era que había aparcado su automóvil no muy lejos del lago. Cargó su bolso y sujetó a su perro con la otra mano; salió y echó el cerrojo. Todavía, mientras se alejaba, miró de soslayo hacia el vehículo, para cerciorarse de que todos los seguros estaban puestos y, dentro del auto, su bolsa en uno de los asientos.

Al terminar su paseo, la señora De Icaza regresó de inmediato, no como en otras ocasiones, cuando se encontraba con algún conocido y se quedaba a platicar un poco. Al detenerse frente a su auto, vio con asombro desmedido que uno de los cristales había sido roto, y su bolsa -con la bolsa más pequeña con las joyas adentro- había desaparecido; ¡y también su abrigo de pieles!

Foto: Archivo La Prensa

UNA PISTA PARA LOS DETECTIVES

En relación con la denuncia, de inmediato la maquinaria de la justicia comenzó a girar y, por una parte, la Judicial comenzó sus investigaciones al mismo tiempo que el Servicio Secreto salía en busca de pistas. El comandante de agentes de la Policía Judicial del Distrito, Crispín de Aguilar, informó durante la noche del miércoles 25 de julio de 1940 que, en relación con el cuantioso robo se tenía una pista segura y que, probablemente, podría dar solución al asunto a más tardar el posterior.

Mientras tanto, en las oficinas del Servicio Secreto, se tenía la convicción de que los ladrones eran unos simples aficionados, quienes ni por un asomo pensaron encontrarse con tan fabulosa cantidad dentro de aquella sencilla y desencantadora bolsa de tejidos.

Por su parte, el agente Felipe Sotomayor había dado el primer avance el mismo día de la denuncia, pues ya entrada la noche notificó sobre la detención de un bolero que respondía al nombre de Manuel Martínez María, quién supuestamente sabía quiénes eran los pillos, aunque, evidentemente, el bolero negó su participación en el robo.

Asesinó a mansalva a un sujeto inocente el hijo de la Sra. Portú

Como si no bastara con haber perdido sus amadas joyas -que con tanto amor había cargado durante los últimos años, noche y día y a todos lados-, el infortunio batió sus alas negras sobre la señora María Portú de Icaza de nuevo y muy pronto.

Un par de días después del robo (el 29 de julio), su hijo, Jorge de Meza y Portú, abatió a balazos a un hombre; lo curioso del caso fue que precisamente ocurrió mientras acompañaba a los agentes del Servicio Secreto en las investigaciones para dar con el paradero de los ladrones y de las alhajas.

Fue el mismo Meza y Portú quien se presentó ante el coronel Sánchez Salazar, jefe de los Servicios Secretos, para solicitar que se le permitiera acompañar a los agentes en la investigación que se realizaba para aclarar el robo del que fue víctima su madre.

El viejo sabueso accedió a la petición y ordenó al jefe de grupo, Felipe Sotomayor, llevarse al joven a una batida que habían organizado alrededor de una escuela, situada en las calles de Lago Quija, colonia Santa Julia, donde -según las investigaciones-, algunos ladronzuelos de las joyas habían montado su guarida.

Foto: Archivo La Prensa

Los agentes, en compañía del joven e inexperto detective, se distribuyeron sobre el área. Permanecieron encubiertos y al acecho, cuando aproximadamente a las 24:00 horas escucharon tres detonaciones de arma de fuego. Como estaban tras la pistar de los ladrones, naturalmente pensaron que los habían descubierto y el fuego era para ellos.

Al cabo de pocos minutos, de la oscuridad emergió el señor Meza y Portú, estaba lívido y muy agitado:

-Allí a la vueltecita, hay un muerto -exclamó el aficionado a detective-. Y este otro que está aquí -agregó, señalando a un individuo que dijo llamarse Trinidad Castro Apresa-, me ha querido asaltar usando da armas.

Efectivamente, junto al señor Meza y Portú estaba otro individuo, a quien –según dijo el joven- le quitó una macana envuelta en hilachos, un verduguillo como de 60 centímetros de longitud y algunas de las llaves maestras de las que empleaban los ladrones de oficio para cometer sus fechorías.

De inmediato pusieron bajo custodia a Castro Apresa y algunos agentes, junto con el señor Portú se dirigieron al sitio donde estaba el muerto. Dieron fe de los hechos y llamaron a la Novena Delegación, para que los peritos de aquel entonces para que se recogiera el cadáver y practicaran las primeras diligencias.

RECUPERADAS LAS VALIOSAS JOYAS

En tanto que los agentes del Servicio Secreto lidiaban con la muerte de un inocente y el haber llevado a un civil en una redada policiaca, la Policía Judicial del Distrito, al mando del coronel Chico Russi, se anotó un triunfo inigualable al lograr la captura de los verdaderos ladrones de las joyas de la señora María Portú de Icaza y, simultáneamente, localizar también la mayor parte del botín.

Fue el comandante de la Judicial, Crispín de Aguilar, quien en compañía de otros valiosos agentes hizo la detención de Pedro Casas Jiménez y José Valle Sierra, los responsables del dar el cristalazo al automóvil de la señora Purtú de Icaza. Al mismo tiempo, logró una amplia confesión de Casas, debido a la cual se logró recuperar un lote de alhajas, cuyo valor se estimaba en 60 mil pesos.

Foto: Archivo La Prensa

Durante toda una noche, Crispín de Aguilar interrogó al detenido Pedro Casas Jiménez, alias “El San Melón”, y éste confesó que había vendido una parte de las joyas a una señora judía que vivía en las calles de San Juan de Letrán por sólo 40 pesos.

Para el detective fue un asombro inaudito, cómo podía la estupidez rateríl dar por una miseria un botín millonario.

TRAS UNA JUDÍA Y LAS JOYAS

De inmediato, luego de oír toda la declaración del inculpado, Crispín de Aguilar salió a buscar a la señora judía, a quien “San Melón” le había vendido la parte que le había tocado del botín.

Con precisión detectivesca, el detective se apersonó con la judía Aída Terstein, quien, en efecto, tenía en su poder varias de las joyas que pertenecían a la señora Portú de Icaza.

Finalmente, las joyas fueron decomisadas a la judía -a quien no se le levantaron cargos ni se le devolvió el dinero invertido- por el comandante Crispín de Aguilar, quien, a su vez, las entregó a su jefe, quien al final de la investigación debía devolverlas a su dueña. Pero la realidad y la policía siempre obran de modos misteriosos.

SE DECLARA HERIDOR Y LUEGO SE DESDICE

Cuando los agentes del Servicio Secreto regresaban a la Jefatura de Policía, entre ellos se formó una tenso silencio. Es verdad que habían sorprendido a un sospechoso, pero era igual a cero, a un fracaso, no sólo regresaban con las manos vacías, sino que volvían con las manos llenas de sangre.

Al principio, parecía evidente para los agentes que el ladrón de poca monta, Castro Apresa, había sido el autor de la muerte de aquel hombre que, identificado más tarde como Toribio Chávez Vázquez -de oficio chofer-, por lo cual lo condujeron juntamente con el señor Meza y Portú a las oficinas de la Jefatura.

El viejo sabueso de los Servicios Secretos procedió examinar el caso. Miró a Castro Apresa, y aunque era culpable de un delito, no por el de homicidio. Lo supo el experimentado detective; no obstante, cumplió el protocolo y lo interrogó.

Después, procedió a tomar la declaración del señor Meza y Portú y, con la convicción de que el suceso trágico no le era ajeno, lo orilló a que confesara, ante lo cual, el joven Meza refirió que que Chávez Vázquez lo había querido asaltar y él, ante el susto y la impresión, disparó su revólver sin intención de darle muerte.

Foto: Archivo La Prensa

LABOR DE TINTERILLOS

Cuando más tarde ese día el coronel Sánchez Salazar convocó a los periodistas para referir los últimos avances en las investigaciones, mandó llamar al señorito Meza y Portú, para que ratificara los hechos que había narrado horas antes en su declaración.

No obstante, cuando el heridor estuvo frente a los reporteros, no sólo se desdijo de su declaración, sino que además negó ser el autor del homicidio, aduciendo que nunca había usado arma ni tocado una pistola. Por lo cual, el coronel Sánchez Salazar lo inquirió de nuevo frente a los medios:

-¿No me dijo usted, señor Portú, esta misma mañana, recargado aquí en la ventana que había hecho usted varios disparos sin saber si había hecho blanco?

-Sí, lo dije, señor. Pero quiero aclarar que no es cierto.

-Entonces, ¿por qué me lo dijo? ¿Por qué vino a falsear la verdad?

-¡Porque uno de los agentes me lo aconsejó! -Repuso enfáticamente Portú.

-¿Y bajo qué impulso tomó usted ese consejo tan comprometedor? ¿Puede usted señalar al agente que se lo dijo? -Inquirió el coronel Sánchez Salazar.

Meza y Portú contó una nueva versión, en la cual refería que había declarado aquello para complacer a los agentes, pues así harían una mejor investigación sobre el robo de las alhajas de su madre. Y, en cuanto al reconocimiento e identificación del que lo aconsejó, nada pudo determinar, alegando que no lo reconocía.

Como insistiera en que uno de los agentes lo había aconsejado para que declarara ante el coronel Sánchez Salazar que él había sido el autor de los disparos, este funcionario mandó llamar a todos los agentes que habían participado en el suceso, es decir, los encargados de la investigación del robo de alhajas de la señora Portú de Icaza, y a algunos más, ajenos al asunto.

Entonces preguntó a Portú si los reconocía como sus acompañantes en la investigación y si podía precisar en qué lugares habían estado distribuidos durante la batida a los ladrones, a lo cual el acusado respondió que identificaba a cuatro, precisamente a los que habían estado en la investigación, señalando después los sitios en que habían estado la noche anterior.

-Entonces -dijo el jefe de los Servicios Secretos-, la mentira de usted es flagrante. Ha podido ustede reconocer a quienes lo acompañaron, desconociendo a quienes no estuvieron allí.

Trágico final sin joyas y sin hijo

Un verdadero revuelo causó el caso de las joyas robadas a la señora María de Portú Icaza, no sólo por la singularidad con que ocurrieron los hechos, sino por la manera en que paulatinamente el enredo se hizo más complejo.

Lo que parecía un simple paseíto de rutina en el Bosque de Chapultepec, para la señora De Portú Icaza finalizó no sólo en tragedia, sino en fatalidad.

Su noble hijo, al intentar recuperar las alhajas de su madre, asesinó a un hombre que en un principio dijeron las autoridades que era sospechoso, pero después de desahogar las diligencias, resultó inocente y su esposa e hijo clamaban justicia.

Por otra parte, el presunto responsable había admitido el crimen, pero después se retractó e inculpó a un agente del Servicio Secreto.

Y hasta ese punto las cosas parecían sombrías y difícilmente sería posible desanudarlas; sin embargo, como interviniera la Policía Judicial del Departamento del Distrito, pronto se vieron los frutos de su labor en el campo.

Tan sólo un par de días después del incidente, lograron capturar a dos de los más allegados al cabecilla de los ladrones y, por si fuera poco, se recuperó parte del botín y se obtuvieron las confesiones correspondientes que los guiarían a un final espectacular.

Sin embargo, la dualidad y rivalidad entre las policías no benefició al caso, no sólo en los resultados, sino ante la mirada de la sociedad, que miraba de cerca los movimientos de los agentes -movimientos de los que daba cuenta El Diario de las Mayorías-, quienes se recriminaban que no era justo hacerse cargo de las investigaciones, sobre todo cuando la denuncia se había hecho en la Jefatura de Policía y no en las oficinas de la Judicial.

Foto: Archivo La Prensa

Esta disputa velada llevó a acelerar el trámite del asunto, por lo cual, el audaz detective Crispín de Aguilar se jugó el puesto -en declaraciones ante LA PRENSA-, si el caso no se resolvía en 24 horas.

Simultáneamente, por otra parte, se llevaba a cabo la diligencia correspondiente para determinar la culpabilidad o exoneración del Jorge de Meza y Portú, en relación con el crimen del chofer Sánchez Vázquez.

Entre todo este embrollo, doña María Eugenia de Portú Icaza miraba ya cansada cómo sucedía todo aquello, sin que en realidad le molestara, sino más bien le causaba fastidio. Quería regresar a su vieja rutina, volver a caminar por el Bosque de Chapultepec con su perro pekinés.

Sin embargo, los días sucedían. Ella miraba que las cosas no marchaban bien, ni para Jorge ni en relación con sus joyas, pues aunque la Judicial había recuperado casi la totalidad de las joyas, luego de que pasaran las 24 horas en que se había comprometido Crispín de Aguilar en resolver el caso, éste abandonó la investigación y le pasó el mando al Servicio Secreto, so pretexto de que él había cumplido su promesa, puesto que había capturado a los últimos dos pillos y sólo faltaban unas cuantas cosas por recuperar.

Sin embargo, para doña María Eugenia de Portú Icaza las cosas no eran tan simples. Era verdad que habían recuperado las joyas, pero ¿dónde estaban, quién las tenía? Y, por otra parte, lo más gordo del caldo no se hallaba, ni su costoso abrigo de pieles ni los diez mil dólares que llevaba consigo ese día.

Y lo que era peor, su hijo había quedado enredado en un verdadero lío de asesinato del cual se antojaba imposible la salvación, tal como ocurrió unos diez días después, cuando se publicó en LA PRENSA la última noticia respecto a Jorge de Meza y Portú, a quien se le encontró culpable del homicidio del chofer Sánchez Vázquez y se le dictó sentencia.

Por su parte, doña María Eugenia de Portú Icaza iba y venía de una diligencia a otra, ora para ver a su hijo y saber qué sería de él, ora para las oficinas de la Judicial a ver qué se sabía de sus joyas y de allí a la Jefatura de Policía, a ver si ya le regresaban los suyo, pero cada día era igual al anterior y la respuesta era la misma: vuelva usted mañana.


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Miró con desdén y lanzó un bostezo. Le aburría casi todo, salvo las sorpresas, y ese día se llevó una de las más grandes. Su vida transcurría entre paseos y lecturas, era una mujer solitaria y quizá esperaba hasta el final poder pagar en un mausoleo una hermosa cripta con su nombre en letras doradas.

Pero la suerte le tenía reservada una butaca en primera fila para ver pasar su tragedia que, no obstante, el dinero y las joyas, vería minar su vida.

Quizá, como se publicó aquel miércoles 25 de julio de 1940 en LA PRENSA, el robo de las joyas de doña María Portú de Icaza posiblemente fue el de mayor cuantía que se hubiera registrado en México y, lo más azaroso, fue que lo perpetraron en el mismo lugar donde siempre aparcaba su coche; quizá por eso pensó que allí estaría a salvo. Pero nadie estaba se salvaba de los hábiles ladronzuelos que rondaban en busca de una oportunidad fácil; y nada más sencillo que un bolso a la vista dentro de un auto.

Así pues, durante la tarde-noche de aquel miércoles se presentó la señora María Portú de Icaza en la Jefatura de Policía. Entró con aire superior y miró a un lado y a otro. Esperó a que alguien la tomara en cuenta, pero al ver que nadie se dirigía hacia ella, decidió pedir hablar con la persona a cargo.

Foto: Archivo La Prensa

Era verdaderamente una dama de costumbres algo raras, pero a la vez originales y, entre esas, la de llevar siempre consigo, dentro de una bolsa de tejidos, otra más pequeña en la que guardaba toda una fortuna en alhajas. Y adonde quiera que ella iba, la bolsa y un perro pekinés la acompañaban.

Luego, como si estuviera fatigada, dijo que quería hacer la sensacional denuncia del robo del cual había sido víctima. Se dejó caer sobre una silla y le relató los hechos al hombre con la placa de detective.

UN GOLPE DE SUERTE PARA LOS LADRONES

Llegó en la tarde, como era su costumbre, al Bosque de Chapultepec, a bordo de su viejo pero ostentoso automóvil. Casi siempre era lo mismo, un breve paseíto alrededor del lago, acompañada de su mejor amigo, un pequeño perro pekinés.

Lo que recordaba la señora Portú de Icaza, casi mecánicamente, era que había aparcado su automóvil no muy lejos del lago. Cargó su bolso y sujetó a su perro con la otra mano; salió y echó el cerrojo. Todavía, mientras se alejaba, miró de soslayo hacia el vehículo, para cerciorarse de que todos los seguros estaban puestos y, dentro del auto, su bolsa en uno de los asientos.

Al terminar su paseo, la señora De Icaza regresó de inmediato, no como en otras ocasiones, cuando se encontraba con algún conocido y se quedaba a platicar un poco. Al detenerse frente a su auto, vio con asombro desmedido que uno de los cristales había sido roto, y su bolsa -con la bolsa más pequeña con las joyas adentro- había desaparecido; ¡y también su abrigo de pieles!

Foto: Archivo La Prensa

UNA PISTA PARA LOS DETECTIVES

En relación con la denuncia, de inmediato la maquinaria de la justicia comenzó a girar y, por una parte, la Judicial comenzó sus investigaciones al mismo tiempo que el Servicio Secreto salía en busca de pistas. El comandante de agentes de la Policía Judicial del Distrito, Crispín de Aguilar, informó durante la noche del miércoles 25 de julio de 1940 que, en relación con el cuantioso robo se tenía una pista segura y que, probablemente, podría dar solución al asunto a más tardar el posterior.

Mientras tanto, en las oficinas del Servicio Secreto, se tenía la convicción de que los ladrones eran unos simples aficionados, quienes ni por un asomo pensaron encontrarse con tan fabulosa cantidad dentro de aquella sencilla y desencantadora bolsa de tejidos.

Por su parte, el agente Felipe Sotomayor había dado el primer avance el mismo día de la denuncia, pues ya entrada la noche notificó sobre la detención de un bolero que respondía al nombre de Manuel Martínez María, quién supuestamente sabía quiénes eran los pillos, aunque, evidentemente, el bolero negó su participación en el robo.

Asesinó a mansalva a un sujeto inocente el hijo de la Sra. Portú

Como si no bastara con haber perdido sus amadas joyas -que con tanto amor había cargado durante los últimos años, noche y día y a todos lados-, el infortunio batió sus alas negras sobre la señora María Portú de Icaza de nuevo y muy pronto.

Un par de días después del robo (el 29 de julio), su hijo, Jorge de Meza y Portú, abatió a balazos a un hombre; lo curioso del caso fue que precisamente ocurrió mientras acompañaba a los agentes del Servicio Secreto en las investigaciones para dar con el paradero de los ladrones y de las alhajas.

Fue el mismo Meza y Portú quien se presentó ante el coronel Sánchez Salazar, jefe de los Servicios Secretos, para solicitar que se le permitiera acompañar a los agentes en la investigación que se realizaba para aclarar el robo del que fue víctima su madre.

El viejo sabueso accedió a la petición y ordenó al jefe de grupo, Felipe Sotomayor, llevarse al joven a una batida que habían organizado alrededor de una escuela, situada en las calles de Lago Quija, colonia Santa Julia, donde -según las investigaciones-, algunos ladronzuelos de las joyas habían montado su guarida.

Foto: Archivo La Prensa

Los agentes, en compañía del joven e inexperto detective, se distribuyeron sobre el área. Permanecieron encubiertos y al acecho, cuando aproximadamente a las 24:00 horas escucharon tres detonaciones de arma de fuego. Como estaban tras la pistar de los ladrones, naturalmente pensaron que los habían descubierto y el fuego era para ellos.

Al cabo de pocos minutos, de la oscuridad emergió el señor Meza y Portú, estaba lívido y muy agitado:

-Allí a la vueltecita, hay un muerto -exclamó el aficionado a detective-. Y este otro que está aquí -agregó, señalando a un individuo que dijo llamarse Trinidad Castro Apresa-, me ha querido asaltar usando da armas.

Efectivamente, junto al señor Meza y Portú estaba otro individuo, a quien –según dijo el joven- le quitó una macana envuelta en hilachos, un verduguillo como de 60 centímetros de longitud y algunas de las llaves maestras de las que empleaban los ladrones de oficio para cometer sus fechorías.

De inmediato pusieron bajo custodia a Castro Apresa y algunos agentes, junto con el señor Portú se dirigieron al sitio donde estaba el muerto. Dieron fe de los hechos y llamaron a la Novena Delegación, para que los peritos de aquel entonces para que se recogiera el cadáver y practicaran las primeras diligencias.

RECUPERADAS LAS VALIOSAS JOYAS

En tanto que los agentes del Servicio Secreto lidiaban con la muerte de un inocente y el haber llevado a un civil en una redada policiaca, la Policía Judicial del Distrito, al mando del coronel Chico Russi, se anotó un triunfo inigualable al lograr la captura de los verdaderos ladrones de las joyas de la señora María Portú de Icaza y, simultáneamente, localizar también la mayor parte del botín.

Fue el comandante de la Judicial, Crispín de Aguilar, quien en compañía de otros valiosos agentes hizo la detención de Pedro Casas Jiménez y José Valle Sierra, los responsables del dar el cristalazo al automóvil de la señora Purtú de Icaza. Al mismo tiempo, logró una amplia confesión de Casas, debido a la cual se logró recuperar un lote de alhajas, cuyo valor se estimaba en 60 mil pesos.

Foto: Archivo La Prensa

Durante toda una noche, Crispín de Aguilar interrogó al detenido Pedro Casas Jiménez, alias “El San Melón”, y éste confesó que había vendido una parte de las joyas a una señora judía que vivía en las calles de San Juan de Letrán por sólo 40 pesos.

Para el detective fue un asombro inaudito, cómo podía la estupidez rateríl dar por una miseria un botín millonario.

TRAS UNA JUDÍA Y LAS JOYAS

De inmediato, luego de oír toda la declaración del inculpado, Crispín de Aguilar salió a buscar a la señora judía, a quien “San Melón” le había vendido la parte que le había tocado del botín.

Con precisión detectivesca, el detective se apersonó con la judía Aída Terstein, quien, en efecto, tenía en su poder varias de las joyas que pertenecían a la señora Portú de Icaza.

Finalmente, las joyas fueron decomisadas a la judía -a quien no se le levantaron cargos ni se le devolvió el dinero invertido- por el comandante Crispín de Aguilar, quien, a su vez, las entregó a su jefe, quien al final de la investigación debía devolverlas a su dueña. Pero la realidad y la policía siempre obran de modos misteriosos.

SE DECLARA HERIDOR Y LUEGO SE DESDICE

Cuando los agentes del Servicio Secreto regresaban a la Jefatura de Policía, entre ellos se formó una tenso silencio. Es verdad que habían sorprendido a un sospechoso, pero era igual a cero, a un fracaso, no sólo regresaban con las manos vacías, sino que volvían con las manos llenas de sangre.

Al principio, parecía evidente para los agentes que el ladrón de poca monta, Castro Apresa, había sido el autor de la muerte de aquel hombre que, identificado más tarde como Toribio Chávez Vázquez -de oficio chofer-, por lo cual lo condujeron juntamente con el señor Meza y Portú a las oficinas de la Jefatura.

El viejo sabueso de los Servicios Secretos procedió examinar el caso. Miró a Castro Apresa, y aunque era culpable de un delito, no por el de homicidio. Lo supo el experimentado detective; no obstante, cumplió el protocolo y lo interrogó.

Después, procedió a tomar la declaración del señor Meza y Portú y, con la convicción de que el suceso trágico no le era ajeno, lo orilló a que confesara, ante lo cual, el joven Meza refirió que que Chávez Vázquez lo había querido asaltar y él, ante el susto y la impresión, disparó su revólver sin intención de darle muerte.

Foto: Archivo La Prensa

LABOR DE TINTERILLOS

Cuando más tarde ese día el coronel Sánchez Salazar convocó a los periodistas para referir los últimos avances en las investigaciones, mandó llamar al señorito Meza y Portú, para que ratificara los hechos que había narrado horas antes en su declaración.

No obstante, cuando el heridor estuvo frente a los reporteros, no sólo se desdijo de su declaración, sino que además negó ser el autor del homicidio, aduciendo que nunca había usado arma ni tocado una pistola. Por lo cual, el coronel Sánchez Salazar lo inquirió de nuevo frente a los medios:

-¿No me dijo usted, señor Portú, esta misma mañana, recargado aquí en la ventana que había hecho usted varios disparos sin saber si había hecho blanco?

-Sí, lo dije, señor. Pero quiero aclarar que no es cierto.

-Entonces, ¿por qué me lo dijo? ¿Por qué vino a falsear la verdad?

-¡Porque uno de los agentes me lo aconsejó! -Repuso enfáticamente Portú.

-¿Y bajo qué impulso tomó usted ese consejo tan comprometedor? ¿Puede usted señalar al agente que se lo dijo? -Inquirió el coronel Sánchez Salazar.

Meza y Portú contó una nueva versión, en la cual refería que había declarado aquello para complacer a los agentes, pues así harían una mejor investigación sobre el robo de las alhajas de su madre. Y, en cuanto al reconocimiento e identificación del que lo aconsejó, nada pudo determinar, alegando que no lo reconocía.

Como insistiera en que uno de los agentes lo había aconsejado para que declarara ante el coronel Sánchez Salazar que él había sido el autor de los disparos, este funcionario mandó llamar a todos los agentes que habían participado en el suceso, es decir, los encargados de la investigación del robo de alhajas de la señora Portú de Icaza, y a algunos más, ajenos al asunto.

Entonces preguntó a Portú si los reconocía como sus acompañantes en la investigación y si podía precisar en qué lugares habían estado distribuidos durante la batida a los ladrones, a lo cual el acusado respondió que identificaba a cuatro, precisamente a los que habían estado en la investigación, señalando después los sitios en que habían estado la noche anterior.

-Entonces -dijo el jefe de los Servicios Secretos-, la mentira de usted es flagrante. Ha podido ustede reconocer a quienes lo acompañaron, desconociendo a quienes no estuvieron allí.

Trágico final sin joyas y sin hijo

Un verdadero revuelo causó el caso de las joyas robadas a la señora María de Portú Icaza, no sólo por la singularidad con que ocurrieron los hechos, sino por la manera en que paulatinamente el enredo se hizo más complejo.

Lo que parecía un simple paseíto de rutina en el Bosque de Chapultepec, para la señora De Portú Icaza finalizó no sólo en tragedia, sino en fatalidad.

Su noble hijo, al intentar recuperar las alhajas de su madre, asesinó a un hombre que en un principio dijeron las autoridades que era sospechoso, pero después de desahogar las diligencias, resultó inocente y su esposa e hijo clamaban justicia.

Por otra parte, el presunto responsable había admitido el crimen, pero después se retractó e inculpó a un agente del Servicio Secreto.

Y hasta ese punto las cosas parecían sombrías y difícilmente sería posible desanudarlas; sin embargo, como interviniera la Policía Judicial del Departamento del Distrito, pronto se vieron los frutos de su labor en el campo.

Tan sólo un par de días después del incidente, lograron capturar a dos de los más allegados al cabecilla de los ladrones y, por si fuera poco, se recuperó parte del botín y se obtuvieron las confesiones correspondientes que los guiarían a un final espectacular.

Sin embargo, la dualidad y rivalidad entre las policías no benefició al caso, no sólo en los resultados, sino ante la mirada de la sociedad, que miraba de cerca los movimientos de los agentes -movimientos de los que daba cuenta El Diario de las Mayorías-, quienes se recriminaban que no era justo hacerse cargo de las investigaciones, sobre todo cuando la denuncia se había hecho en la Jefatura de Policía y no en las oficinas de la Judicial.

Foto: Archivo La Prensa

Esta disputa velada llevó a acelerar el trámite del asunto, por lo cual, el audaz detective Crispín de Aguilar se jugó el puesto -en declaraciones ante LA PRENSA-, si el caso no se resolvía en 24 horas.

Simultáneamente, por otra parte, se llevaba a cabo la diligencia correspondiente para determinar la culpabilidad o exoneración del Jorge de Meza y Portú, en relación con el crimen del chofer Sánchez Vázquez.

Entre todo este embrollo, doña María Eugenia de Portú Icaza miraba ya cansada cómo sucedía todo aquello, sin que en realidad le molestara, sino más bien le causaba fastidio. Quería regresar a su vieja rutina, volver a caminar por el Bosque de Chapultepec con su perro pekinés.

Sin embargo, los días sucedían. Ella miraba que las cosas no marchaban bien, ni para Jorge ni en relación con sus joyas, pues aunque la Judicial había recuperado casi la totalidad de las joyas, luego de que pasaran las 24 horas en que se había comprometido Crispín de Aguilar en resolver el caso, éste abandonó la investigación y le pasó el mando al Servicio Secreto, so pretexto de que él había cumplido su promesa, puesto que había capturado a los últimos dos pillos y sólo faltaban unas cuantas cosas por recuperar.

Sin embargo, para doña María Eugenia de Portú Icaza las cosas no eran tan simples. Era verdad que habían recuperado las joyas, pero ¿dónde estaban, quién las tenía? Y, por otra parte, lo más gordo del caldo no se hallaba, ni su costoso abrigo de pieles ni los diez mil dólares que llevaba consigo ese día.

Y lo que era peor, su hijo había quedado enredado en un verdadero lío de asesinato del cual se antojaba imposible la salvación, tal como ocurrió unos diez días después, cuando se publicó en LA PRENSA la última noticia respecto a Jorge de Meza y Portú, a quien se le encontró culpable del homicidio del chofer Sánchez Vázquez y se le dictó sentencia.

Por su parte, doña María Eugenia de Portú Icaza iba y venía de una diligencia a otra, ora para ver a su hijo y saber qué sería de él, ora para las oficinas de la Judicial a ver qué se sabía de sus joyas y de allí a la Jefatura de Policía, a ver si ya le regresaban los suyo, pero cada día era igual al anterior y la respuesta era la misma: vuelva usted mañana.


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