La noche del domingo 10 de marzo de 1940 sucedió “un robo casi perfecto”, como lo denominaron en ese momento, debido a que las manos y mentes diestras de los maleantes habían planeado, quizá con varios días o semanas de antelación, el golpe en el que habrían de vaciar los estantes de la joyería La Princesa.
De tal suerte que cuando a la mañana siguiente se dio la notificación a las autoridades y luego de que llegaran los sabuesos al sitio e inspeccionaran, el asombro fue radical, ya que, a primera vista, no detectaron violencia para entrar al negocio por parte de los asaltantes.
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Sin embargo, al realizar un análisis más minucioso de la escena del crimen, comenzaron a entender los pasos de todo el plan siniestro. Para comenzar, los agentes del Servicio Secreto hicieron la observación de que se trató de un trabajo casi de especialistas, por la precisión con que habían actuado.
Los facinerosos se habían enjaulado en el negocio contiguo denominado El Surtidor de los Niños, negocio que también robaron, pues el dueño del local había dejado en la caja registradora 1800 pesos, los cuales desaparecieron luego del gran golpe.
Luego, practicaron una horadación, es decir, abrieron un boquete, por el cual se escurrieron con facilidad en La Princesa y, una vez adentro, saquearon todas las estanterías dejando solamente un reloj de poco valor, una curiosidad que llamaría la atención de los agentes.
De cómo se percató del crimen
La mañana del lunes 11 de marzo de 1940, el señor Javier Cacho, dueño de la joyería La Princesa, al llegar y abrir su negocio se llevó gran sorpresa, ya que cuando ingresó a su establecimiento vio que todo estaba perdido. Por tal motivo, llamó de inmediato al agente de la policía José López Hernández, quien acompañado de sus agentes llegó al lugar para iniciar las indagatorias.
Los sabuesos pusieron manos a la obra y siguieron los rastros que, como migajas, los ladrones habían dejado. Para comenzar, señalaron que los candados de la marca Yale del negocio El Surtidor de los Niños habían sido violados, al serles introducidas llaves falsas; y lo mismo había ocurrido con las cerraduras, a las cuales les habían introducido llaves maestras.
Su siguiente movimiento, explicaron los sabuesos, fue robar lo que encontraban a su paso para después hacer una perforación en las paredes que dividían ambos locales, ya que -y esto era de llamar la atención- eran sólo de yeso.
Al finalizar de explicar lo anterior, los agentes del Servicio Secreto dilucidaron el porqué no se apreciaban huellas del atraco, desde el exterior, de la joyería, puesto que tanto sus candados como sus cortinas permanecían intactas.
Tres extranjeros, los responsables
De acuerdo con la investigación, este atraco estaba íntimamente relacionado con otro que había ocurrido no hacía mucho tiempo antes en la joyería Taylor, delito en el que se vinculó a tres individuos, dos de nacionalidad española y uno más francés.
Uno de los agentes dijo: “La marca de fábrica de los tres delincuentes…”, debido a que cuando estudiaron con detenimiento cada pista y los detalles, esto les dio la pauta para vincular ambos robos y a los mismo delincuentes en cada caso. No obstante, aún no habían aprehendido a los sospechosos.
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Golpe al crimen
No pasó ni un mes cuando otro robo a una joyería -que ya había sido asaltada el año de 1939 (la Taylor) se suscitó-. Esto ocurrió el 3 de abril de 1940, cuando los ladrones de La Princesa creyeron que podrían burlarse de la justicia, porque no habían podido capturarlos y se creían intocables.
Sin embargo, el sagaz detective del Servicio Secreto, José López Hernández, había seguido los pasos de los ladrones desde que dieron el primer golpe, y luego, con el segundo, cuando afirmó que era “la marca de fábrica de los tres delincuentes…”
De tal suerte que para el 4 de abril de 1940, el Servicio Secreto entregó en manos de las autoridades judiciales a tres individuos, a quienes se señaló como los presuntos responsables de los robos a las dos joyerías: Taylor (dos veces en menos de seis meses) de la Avenida Madero, el 27 de noviembre del año 1939 y el 4 de abril de 1940; y, por otra parte, la sucursal de La Princesa, en 5 de Febrero y 16 de Septiembre -como ya hemos contado-, ocurrido el 10 de marzo.
Fueron tres sujetos cuya nacionalidad, finalmente se supo, era polaca; no obstante, afirmaban haberse nacionalizado estadounidenses; y, lo más curioso, fue dilucidar que no se trataba de franceses y españoles, como en un principio se había conjeturado.
Uno sobresalía entre los otros y a éste lo consideraron un cabecilla. Era de llamar la atención, pues utilizaba tres nombres diferentes: era conocido como José Ferrer, pero también como José Lavat (o Leavat) y asimismo se autonombró Isaac Friedman. Los otros dos tipos respondían a los nombres de Bernardo Grossman y Jimie Pinknweiz.
Aunque bien dicen que la tercera es la vencida, y de hecho el tercer golpe “frustrado” para los bribones, pudo considerarse como un triunfo para los sabuesos; no obstante, todavía quedaba un largo trecho para que realmente pagaran por su vil crimen. Empero, en primera instancia, los agentes habían cumplido con la detención.
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Antecedentes criminales
El 27 de noviembre de 1939, el joyero Alex Taylor descubrió con pesar que su establecimiento, ubicado en la Avenida Madero, había sido atracado y los ladrones se habían apoderado de un cuantioso y valioso botín.
En ese momento, los policías acudieron a la joyería y realizaron las diligencias correspondientes. Tal como lo hicieron en el robo a La Princesa, los agentes fueron siguiendo minuciosamente cada ínfima pista que los ladrones habían dejado, aunque ellos pensaran que habían cometido el crimen perfecto.
De tal modo, pronto los detectives pudieron trazar una ruta de acontecimientos, los movimientos que realizaron los pillos, quienes habían alquilado un cuarto en una casa de huéspedes, propiedad de la señora Isabel Centeno.
Sobre ésta existía una casa de modas, contigua a la joyería Taylor, y, mediante una horadación, los delincuentes -a la manera de un legendario ladrón de aquella época a quien conocían como “Rubiar”- pudieron llegar al sitio señalado por su codicia.
En el lugar de los hechos, es decir, en la joyería, los agentes recabaron más evidencias y pistas: los maleantes habían olvidado un portafolio y un cepillo de rafia -que con el tiempo se habrían de convertir en valiosas pruebas de convicción-; además, una fina herramienta para taladrar acero, madera, así como tijeras para cortar rejas, barretones y flechas de acero.
En torno a este caso se inició la averiguación correspondiente, sin que se lograra capturar a los responsables; sin embargo, cuando el 10 de marzo de 1940 se tuvo noticia de otro atraco similar, efectuado en la sucursal de la joyería La Princesa, se estableció la presunción de que se trataba de las mismas manos maliciosas.
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Tras la pista
Para López Hernández era una cuestión de honor. Sentía una deuda especial con este caso que no lo dejaba dormir desde noviembre del año 1939 y que, conforme pasaban los meses, lo atormentaba, ya que los maleantes estaban libres, seguramente mofándose de él.
Por tal motivo se prometió no quedar burlado y dar con los ladrones de joyerías que, desde un principio, su intuición le indicaba que se trataba de elementos extranjeros. Así pues, el sagaz policía, con todo empeño, comenzó a seguir los pasos de hombres que le parecían sospechosos.
De ese modo fue como averiguó que se efectuaría una reunión de polacos en la casa 70 de las calles Primavera Tacubaya, el día 24 del mes de marzo de 1940. De tal suerte que Sánchez Salazar, López Hernández y los otros agentes fijaron estricta vigilancia, pues se enteraron que al lugar citado iban a llegar diversas personas. De las cuales, algunas eran de su interés.
Así fue como comenzaron a vigilar los pasos de ciertos sospechosos, aunque no con toda seguridad, pues debieron seguir erróneamente a otros sujetos, antes que a los ladrones, ya que todavía les dio tiempo para un atraco más sin que fueran atrapados, aunque al final cayeron.
De cómo fueron identificados
Una vez capturados, los detenidos fueron llevados a los separos de la jefatura de policía, estos eran, los tres principales: José Ferrer Batle o José Lavat o Isaac Friedman; Bernardo Grossman Levenstein y Jimie Pinksnweiz. Por otra parte, se detuvo a: Motel Hidelberg Chita, Henry Lucastrisky, Abraham Small, Max Smarliar, Pola Kalxika, María Dolores Closman, Eduardo Hidenberg Naparte, Aída Naparte y Pola Villalba Rodríguez, esta última de nacionalidad mexicana.
Los agentes policiacos, para seguir con éxito su trabajo, llevaron a José Ferrer, Bernardo Grossman y Jimie Pinknsweiz a la casa de huéspedes de la Avenida Madero, donde formaron una rueda de presos pidiendo a la señora Isabel Centeno que dijera si reconocía a algunos de aquellos tipos y el resultado fue muy bueno, pues que la patrona desde luego señaló a Ferrer como el mismo que el mes de noviembre del año 1939 había alquilado uno de los cuartos.
Precisamente, en el que se practicó la horadación que sirvió para llegar a la joyería de Alex Taylor. En cuanto a los otros dos individuos, no fueron identificados por la señora Centeno.
La diligencia alcanzó mayor éxito cuando tres sirvientes de la casa de huéspedes también reconocieron a José Ferrer como “El Misterioso”, pasajero que en la fecha señalada procuraba esquivar el encuentro con toda persona y de ahí el mote que le pusieron.
Ante lo evidente Ferrer se vio precisado a confesar que el alquiló uno de los cuartos de la casa de huéspedes de la señora Centeno en la Avenida Madero en los últimos días del mes de noviembre del año 1939, aceptando también que en la mañana del día 27 a las 7:00 horas abandonó ese establecimiento para salir rumbo a Ciudad Juárez, pero negando haber participado en el atentado de la joyería Taylor.
Un detalle importantísimo no pasó desapercibido tanto para la señora Centeno como para sus empleados, quienes refirieron que “El Misterioso” siempre tuvo al alcance de su mano un veliz vacío, un portafolio y un abrigo; y recordaron entonces que al saber sobre el robo a la joyería Taylor, se había recogido el portafolio que fue prontamente reconocido como el mismo.
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¿El botín rumbo a Estados Unidos?
Una vez presos José Ferrer, Bernardo Grossman y Jimie Pinksnweiz, la policía consideró que faltó un cuarto implicado, Jacobo, de quien se supo al interrogar a Pola, ya que éste y Ferrer tenían una gran amistad.
Ambos habían vivido juntos -en la calle de Sonora 131- bajo el mismo techo durante las fechas -10 de marzo de 1940- en que fue perpetrado el robo a la joyería La Princesa, aunque después de ese asalto nadie había vuelto a saber de él.
Los agentes manifestaron que quizá ese hombre -el verdadero líder de la banda- se había marchado rumbo a Estados Unidos con el botín de los robos y, posiblemente, de otros que aún se trataba de esclarecer.
Su ambición los llevó a prisión
Si bien es cierto que tras el último golpe fueron capturados los ladrones internacionales, la situación se antojaba dificultosa en relación con la comprobación del delito, ya que no había evidencia contundente, además de que el cónsul estadounidense ejercía presión para que los ciudadanos de su país quedaran en libertad.
La justicia mexicana tenía todo en contra, a pesar de haber aprehendido a los culpables. Por tal motivo, en El Diario de las Mayorías se escribió, a propósito del caso: “No son todos los que están ni están todos los que son”. De tal forma que, como no se habían acumulado elementos de convicción en contra de los verdaderos responsables del robo de las joyerías de La Princesa y Taylor, se sobreentendía que pronto quedarían en libertad, ya que ningún juez hubiera podido retenerlos en prisión conforme a los códigos.
"Fuimos torturados"
El 5 de abril de 1940, después de mediodía y custodiados por un grupo de agentes a las órdenes del coronel Sánchez Salazar, los detenidos José Ferrer o José Lavat o Isaac Friedman; Bernardo Grossman Levenstein y Jimie Pinknsweiz, fueron trasladados del edificio de la Jefatura de Policía al de la Procuraduría del Distrito, adonde quedaron internados en los separos.
En la guardia de agentes, un fotógrafo de LA PRENSA tomó a los detenidos, no si recibir insultos, pero sobre todo, como testigo de las declaraciones que exclamaron en voz alta: “Señor procurador, nos matan, señor procurador”.
Los más inteligentes
Y es que como se habían declarado ciudadanos naturalizados norteamericanos, aunque en realidad eran polacos, su situación era ambigua, ya que algunos contaban con más de un pasaporte y varias identidades. Desde hacía muchos años no operaba en México una banda de ladrones tan inteligentes como la que forman Leavat, Grossman, y, el cuarto hombre que no era Jacobo, sino que respondía al nombre de John Shea, si no el más inteligente, sí el más astuto.
Shea no había podido ser aprendido y, por los reportes que se habían logrado recabar, lo ubicaban en la población de llamada Jacala, sin embargo, nadie sabía con certeza si esto era cierto y no se contaba con los recursos necesarios para iniciar una cacería ni por la república mexicana ni mucho menos a través del mundo, sólo para perseguir a un fantasma.
De acuerdo con el expediente que había organizado el Servicio Secreto con base en los tres atracos, esta era la misma banda que había orquestado aquellos golpes, pero también había pretendido robar el Centro de Joyeros.
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Shea, el más peligroso
Pues resulta que Shea era un experimentado exagente de la policía norteamericana que vivió junto con Lavat o Friedman en una casa de huéspedes muy mencionada durante las investigaciones, la de Madero 8.
Y si pretendía pasar inadvertido, no lo consiguió del todo, ya que a pesar de que aparentaba no conocer a Lavat, que vivía en el piso superior, al salir por las tardes, no muy lejos de allí solían reunirse amistosamente.
Y de eso también se logró conseguir el testimonio de las mujeres que ayudaban con las labores domésticas en la casa de huéspedes, pues afirmaron que los vieron juntos muchas veces y hubo ocasión en que en la misma puerta del edificio se tendieron las manos saludándose con afecto para marcharse juntos. John Shea pudo burlar la acción policiaca, porque era muy hábil y tomaba precauciones a cada momento; incluso, se contaba que abría los picaportes de las puertas usando un pañuelo para no dejar ni la menor huella digital.
Cada paso de John era misterioso; andando por la calle se detenía de pronto frente a algún aparador y se quedaba allí por algún tiempo, como si se interesara por la adquisición de algún objeto, pero en realidad se detenía, y tan seco, para cerciorarse si era seguido por alguien. Este hombre hizo un plano de la Avenida Madero y en el estaban todas las joyerías importantes de dicha rúa.
Finalmente, a los pocos días de la detención de sus secuaces y tras el robo a las joyerías, John Shea se fue de la Ciudad de México y sus cómplices lograron burlar la justicia.
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