A principios de noviembre de 1963, los diarios capitalinos informaron sobre el asesinato del conocido modisto internacional, Mario Fernández Valle, quien también se hacía llamar Mario Fernández Peña.
Un llamado telefónico, casi 24 horas después de cometido el crimen, puso en movimiento a la policía. El comandante Luis M. Rodríguez y sus agentes del Servicio Secreto fueron los primeros en llegar a la calle de Cuernavaca 126, colonia Condesa, escenario del homicidio.
Por una escalera de 17 gradas ascendieron al primer piso del edificio. La puerta del departamento tres estaba semiabierta. Sin esperar, los investigadores penetraron, encontrando en la pequeña sala a Ricardo Calderón Sánchez, sobrino del modisto sacrificado, y a Olegario Valdés Aguirre, amigo entrañable del desaparecido.
Los policías encendieron la luz y el departamento se iluminó vivamente. No cabía duda que el modisto vivía confortablemente como en la mayoría de esas colonias burguesas.
Los 500 pesos de renta mensual que cobraba el casero así lo atestiguaban. El desorden estaba presente. Parecía que la casa hubiese sido sacudida por las manos de un gigante, con el ánimo de alterar el acomodo de las cosas. Ricardo y Olegario condujeron al comandante hasta la recámara del modisto.
Cubierto con una sábana blanca yacía el cuerpo de Mario Fernández bajo la alfombra de la cama donde dormía. El tapete tenía manchas sanguinolentas. Manos y pies estaban atados con tela adhesiva, la boca también. El rostro, destrozado por los golpes, estaba irreconocible.
Había una enorme diferencia entre el difunto que contempló la policía y la fotografía colocada sobre el buró en la que se apreciaba a un hombre amable, risueño, de buena presencia, cabello plateado y aspecto europeo, sentado en un sillón, enfundado en elegante bata azul.
A quien tenían a la vista era exactamente lo opuesto. Según los galenos, estas lesiones fueron producidas por los puños y con un instrumento punzocortante. El hallazgo de un polvo blanquecino en las suelas de los zapatos del modisto hizo sospechar a los investigadores que su muerte ocurrió en otro lugar del departamento.
Al recorrer el inmueble, encontraron dos platos con residuos de comida y dos tazas de café. En un rincón localizaron una libretita con varios nombres y teléfonos.
Recogieron, asimismo, un papelito en el que se podía leer, “Bob, gracias, me has hecho muy feliz”, firmaba el modisto Mario Fernández.
El comandante Rodríguez interrogó primero a Ricardo, sobrino del modisto, quien ocupaba el departamento 4 y vivía con el bailarín Francisco Chávez Muñoz y con el estudiante Raúl Bonifaz Valdés.
El reloj marcaba las 2 de la tarde del sábado 2 de noviembre. El cadáver había sido descubierto por Ricardo a las 12:15 horas del día anterior. Comunicó lo sucedido al sombrerero Olegario, amigo íntimo de su tío, y casi 24 horas más tarde avisaron al Servicio Secreto.
-¿Quién lo asesinó? –preguntó el comandante.
-Fue ese gigantón mentiroso. Se llama Bob Cunningham -contestó molesto Ricardo, quien, a sus 43 años parecía ser un tipo soltero y bien conservado.
Y, adelantándose a la siguiente pregunta, añadió:
-Es inmenso, mucho más alto que ese señor -dijo, señalando al agente de más estatura que ahí se encontraba.
Los policías lo escuchaban con atención, Ricardo siguió hablando:
-Para ser sincero, no es feo, es guapo, pero tiene piernas de elefante y cojea al andar. Llegó a un arreglo con mi tío en que le ayudaría con 800 pesos mensuales para pagar la renta y comprar alimentos; y mire usted cómo agradeció las atenciones que tuvimos con él. Lo mata y le roba dinero, su reloj de oro y huye. Es un criminal.
Hombre peligroso y trastorno mental
Bob sólo necesitó la fuerza bruta de sus puños para acabar con la vida de su víctima; las heridas en el cuello de ésta, reveló la policía, no fueron mortales
Olegario se concretó a decir que el modisto era un hombre bueno, ayudaba al que podía y no tenía enemigos. Se dedicaba a fabricar flores de tela, sombreros para dama y otros artículos de ornamento de mucha demanda aquí y en el extranjero, y pertenecía a la Sociedad Internacional de Modistos y Confeccionadores.
Sobre Bob, quien después supieron que su nombre completo era Robert Coronevsky Marich, dijo que a simple vista parecía un hombre bonachón que le fue recomendado por un modisto de Chicago, de nombre Earl Richardson, y que no conocía bien al gigantón pues apenas tenía ocho días de vivir en el departamento.
En la jefatura, el comandante Rodríguez cambió impresiones con sus mejores comandantes y agentes: Jorge Obregón Lima, Silvio Brussolo, Jorge Udave González, Rafael Rocha Cordero, Rosalino Ramírez Faz, Raymundo Mejía Legorreta, Sergio Mariscal, J. Refugio Aranda y Manuel M. Jiménez, entre otros.
Al mismo tiempo, el caricaturista Sergio Jaubert elaboró un “retrato hablado” del Goliat norteamericano, mismo que fue distribuido a todas las policías del país. Dirigía en ese entonces el Servicio Secreto el investigador Manuel Mendoza Domínguez, apoyado eficientemente por Eduardo Estrada Ojeda, quien fue su sucesor.
La policía mexicana pidió información completa al FBI sobre la conducta y antecedentes de Robert, que ya para ese entonces había sido bautizado por los periodistas como el “King Kong”. El informe no se hizo esperar:
Primer ingreso, por robo, el 6 de mayo de 1944 en la cárcel de Honolulu. Un año después, en Oklahoma cayó por el mismo delito. Posteriormente, el 3 de enero de 1947, fue apresado en Sacramento, California, por robo.
El 21 de junio de 1951 se fugó de la cárcel del Condado de Lewis, Washington, donde purgaba una condena de 6 meses por robo y falsificación de documentos. El 14 de febrero de 1952 fue detenido en Los Ángeles por expedir cheques sin fondos y en la misma ciudad, meses más tarde, se le procesó por robo de vehículo.
Por otra parte, se daba cuenta en las páginas de LA PRENSA que el asesino del modisto Mario Fernández había despojado de su automóvil a la señora Adelina Pérez Galván de Toombs, obligándola a acompañarlo en su fuga.
El Servicio Secreto reveló que no parecía una idea descabellada que “el monstruo con cara de bonachón” hubiera asesinado a la dama, que sólo estuvo en la hora y el lugar incorrectos. Tal suposición tomaba fuerza cuando se pensaba que al prófugo no le interesaba nada más que ponerse a salvo bajo cualquier circunstancia; aunado a que tenía ante sí a una mujer que llevaba joyas valiosas, por las cuales el ambicioso gigante sería capaz de cometer otro crimen.
Rafael Rocha Cordero, primer comandante del Servicio Secreto, declaró que el caso se había tornado más difícil, pero se tenían buenos datos y se trabajaba “a todo vapor”; no obstante, se encomendaban a la suerte para detener al King Kong “en esa misma semana”.
De acuerdo con la reconstrucción de la cronología de los hechos, la cual logró configurarse gracias al ruletero Elfego Chávez Chávez, Bob detuvo la “cotorra” alrededor de las 9:15 del viernes y luego de deambular por la ciudad alrededor de dos horas, decidió hacer parada en la florería de Adelina, situada en Reforma.
Para los detectives este indicio fue fundamental e inquietante, ya que como no había alguna relación entre la dama y el asesino, por qué fue directamente con ella, una mujer de hogareña, madre de tres niños, culta y exdiplimática.
Informes del FBI señalaban que su primera esposa falleció y se desposó en segundas nupcias con Gloria Fernández, de ascendencia mexicana, con la que procreó dos niñas: Gloria y Nannie, residentes en San Fernando, California.
El informe agregaba que el prófugo se quejaba continuamente de un dolor en la columna vertebral, la que se fracturó durante su participación en la guerra de Corea, según él mismo manifestaba.
No solamente en Estados Unidos tenía problemas con la justicia, aquí en México también, en Cuernavaca, Morelos, había una orden de aprehensión en su contra por fraude.
Supo la policía, de buena fuente, que el extranjero tenía amigos en Sinaloa y Chiapas, así como en las ciudades de Guadalajara y Cuernavaca, por lo que infirieron que podría encontrarse en cualquiera de esos lugares, sin descartar alguna otra población del país.
Los detectives no se ponían de acuerdo. Conocían la peligrosidad de su presa que, con tal de huir, no repararía en hacer a un lado a quienes le estorbaran en el camino.
Pasaron cuatro días sin que la policía obtuviera una pista importante del excombatiente de Corea, de 2.15 metros de altura. Una llamada de la policía del Estado de México los alertó.
El informante les dijo que un campesino había localizado el cadáver de una mujer, al parecer asesinada a golpes, en el pueblo de Aculco, cerca del kilómetro 184 de la carretera México-Querétaro.
De inmediato el comandante Rodríguez y sus agentes se dirigieron al lugar de los hechos. No obstante el estado de descomposición en que se hallaba el cuerpo, identificado como el de Adelina Pérez Gavilán de Toombs, dama culta y de abolengo, exdiplomática y propietaria de una elegante florería del Hotel Reforma, uno de los más lujosos de la metrópoli.
Los forenses le apreciaron infinidad de golpes en la cabeza, rostro y cuello. Los cabellos en completo desorden y en los antebrazos pequeñas ampollas, como si su verdugo le hubiese quemado la piel con cigarrillos.
El cuerpo yacía junto a un arbusto, recargado, cubierto con tierra y hojarasca que abunda en ese lugar por ser semiboscoso. La lluvia había convertido aquello en un gran lodazal.
Cuando los ambulantes de la Cruz Verde se aprestaron a encamillar el cadáver, hubo necesidad de usar mascarillas protectoras.
En la ciudad de México, hermanos de la hermosa florista identificaron plenamente el cuerpo.
Por su parte, los empleados del Hotel Reforma informaron a la policía que la mujer había salido con Robert, de quien “supusieron” era amiga y a la que en diversas ocasiones el gigante “según creían” obsequió ramos de flores.
La mañana de la muerte del modisto, ella y el “King Kong” fueron vistos salir juntos en el automóvil de Adelina.
La lógica dijo a los sabuesos del Servicio Secreto que el asesino no podía ser otro que el gigante, pero se preguntaron cuáles pudieron haber sido los motivos por los que sacrificó primero al modisto y luego a la florista, mujer amable e incapaz de hacerle ningún mal a alguien.
Mientras tres niños, ignorantes de lo que es la muerte, jugaban ante el féretro de su madre Adelina, en la agencia funeraria en la que velaban sus restos, en la jefatura de Policía el comandante Rocha Cordero recibió un mensaje de la policía de Guadalajara, en el que se le informaba sobre el hallazgo del coche Oldsmovil, 1950, placas 6-52-74, azul verde, propiedad de la exdiplomática.
La policía tapatía comunicó a sus colegas del Servicio Secreto que las salidas y terminales aéreas y de autobuses estaban copadas y que de hallarse el “King Kong” en Jalisco sería capturado de un momento a otro.
Esta afirmación se robusteció al averiguarse que horas antes el norteamericano había cobrado un cheque por 1,500 pesos, girado contra el Banco Nacional de México. La chequera pertenecía a la florista de la que el gigantón falsificó la firma.
Adelantándose a los acontecimientos y sabiendo que el rumbo obligado para Robert era pasar a Sinaloa, el comandante Udave marchó a Jalisco y Rocha Cordero, Luis M. Rodríguez y sus agentes enfilaron rumbo a Mazatlán. Ambos grupos mantenían comunicación con las policías de Jalisco y Sinaloa.
Amaneció el 5 de noviembre y la suerte ayudó a los detectives del Servicio Secreto. Se enteraron que en Guadalajara, Robert o el “King Kong”, como todos le decían, había contratado los servicios del taxista Javier Vidrio, conocido como “El Cocula”, quien lo condujo a Mazatlán. El servicio le fue liquidado con el reloj de oro, marca “Orano”, del modisto Mario Fernández. “El Cocula” dijo a la policía que notó muy nervioso al hombrón, cuyo equipaje consistía en dos maletas pequeñas.
Trató de pasar como un loco
Bob aceptó la responsabilidad por los dos recientes asesinatos; dijo que lo perseguía el trauma de la guerra; con tan sólo 35 años, recordó en su declaración que mató a mucha gente durante sus años como militar
Con el reloj en su poder marcando las 9:15 horas, se concentraron los policías en Mazatlán para poner un cerco a su presa. De acuerdo con la hipótesis del Servicio Secreto, Robert intentaría huir por mar ante la intensa vigilancia en carreteras. Trataría de alcanzar Guaymas y luego Nogales donde le sería sumamente fácil cruzar la frontera.
El gigantón norteamericano, de origen polaco, quien por cierto el 21 de junio de 1951 había escapado de la cárcel local de Lewis, en Washington, compró una lancha al pescador Raymundo Carrillo, al que pagó con el dinero cobrado en la sucursal tapatía de Banamex.
Imaginaba que sus perseguidores, como marineros sin brújula, lo andarían cazando por el sur de México, pues pensarían que no se atrevería a internarse a Estados Unidos por temor a que el FBI lo aprehendiera.
Sin embargo, el jefe de la Policía Judicial de Sonora, capitán Raymundo Mejía Legarreta y sus hombres, lo seguían de cerca. Grande fue su sorpresa al descender del ferrocarril, en la estación de Dimas, cerca del poblado Mármol, a unos 100 kilómetros de Culiacán, cuando advirtió que cinco policías lo aguardaban.
Echó a correr con dificultad pero pronto desistió de su propósito. Los judiciales al detenerlo, le recogieron las maletas que contenían ropa, le decomisaron también la pequeña lancha y dos pistolas.
Robert fue entregado a los policías mexicanos.
Interrogado en la Jefatura de Policía, el “King Kong” confesó que había golpeado al modisto, porque, cuando se disponía a tomar una ducha, el modisto se aferró a bañarse con él y a acariciarlo.
Y luego agregó:
-Me quiso agredir estando yo desnudo, yo sólo me defendí lanzándole dos golpes de karate. Lo vencí fácilmente por mi corpulencia y cayó desmayado, oí que respiraba, me dio temor y lo amarré con tela adhesiva de manos, pies y boca para que al despertar no gritara y lo coloqué bajo la alfombra de la cama. Eso fue todo.
Después de formularle otras preguntas sobre el mismo caso, a lo que respondió el acusado muy tranquilo, vino otra que le cayó como pesado elefante.
-¿Por qué asesinó a la señora Flores y le quemó los brazos?
-Sinceramente, no recuerdo, desde hace tres años padezco lagunas mentales a consecuencia de la guerra -dijo.
Cuando advirtió que dos forzudos agentes se dirigían para llevarlo a una celda de castigo, donde lo harían hablar a como diera lugar, sonrió irónicamente y expresó que comenzaba a recordar por qué había matado a la hermosa florista y confesó:
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-Lo hice porque al viajar en su automóvil hacia Querétaro, a la altura de Aculco, se dio cuenta que traía mi ropa manchada de sangre y me dijo que yo había matado a alguien. Hizo mucho escándalo y cuando le di un golpe, me lanzó a los ojos un perfume que me cegó temporalmente. Le tiré varios golpes más y la dejé desmayada. Cuando recuperé la vista, la bajé del coche y la recargué junto a un árbol pero aún respiraba, y emprendí la huida.
Con esta confesión y otras pruebas, Robert Corenevski Marich “King Kong” fue recluido en el Palacio Negro de Lecumberri, consignado ante el juez Enrique Ríos Hidalgo, quien al finalizar el juicio lo sentenció a 21 años, seis meses de cárcel. Fue enviado a la Penitenciaría de Santa Martha Acatitla, donde se quejó siempre de fuertes dolores en la columna vertebral.
El 20 de junio de 1972 se le autorizó para ser atendido en el Instituto de Neurología, en Tlalpan, de donde escapó tras enamorar a una enfermera y sobornar a los policías que lo cuidaban, a quienes, según se supo después, les dio algo de dinero y los mandó comprar cinco tortas.
Desde entonces, el temible King Kong fue prófugo de la justicia; se creyó que contó con algunas complicidades en Estados Unidos, pues no fue fácil imaginar cómo pudo ocultarse hasta del FBI un individuo cuyo peso se documentaba en 115 kilogramos y ostentaba 2.15 metros de estatura.
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