Esta historia comenzó en la Ciudad de México. El viernes 16 de marzo de 1956, alrededor de las 8:30 horas, fue visto por primera vez un lujoso Cadillac 54, verde y con el capacete perla, con placas BD-3166, de Michigan, Estados Unidos, abandonado en Calzada de la Ronda esquina Granados, colonia Ex Hipódromo de Peralvillo.
Agentes del Servicio Secreto, en su rondín de vigilancia, encontraron casualmente el auto mal estacionado y no hallaron explicación, ya que por ninguna parte aparecía el dueño y no había reporte de robo. El lugar no era muy seguro y había muchos ladrones de autos sueltos. El vehículo estaba repleto de objetos de mucho valor: cámaras fotográficas muy finas, dos rifles y dos escopetas Winchester.
Las armas eran propiedad de Everett Kennison, con domicilio en 16723 Evergreen, Detroit, Michigan.
El auto, para sorpresa de los agentes, estaba abierto y con las llaves puestas, listo para ser puesto en marcha. Esas mismas llaves servían para abrir el maletero del vehículo y no se encontraban huellas de que hubiera sido abierto. Con este hecho se inició una rápida investigación que culminó con el esclarecimiento de un doble crimen.
A medida que las horas avanzaban, la curiosidad de no pocas personas hizo pensar que el carro había sido abandonado por quienes se lo habían robado a sus propietarios, pero al mismo tiempo se decían: ¿qué razón tuvieron para robarlo, si en su interior dejaron todo intacto?
Una y otra vez fue revisado el lujoso auto.
En unos portafolios venía la identificación y demás documentos del dueño. Correspondía a Everett Barton Kennison y a su esposa Pauline Fisher Kennison, amos de Detroit. Él, de 56 años de edad, ingeniero funcionario de la Kennison Sales and Enginerien, de la ciudad productora de automóviles de Estados Unidos. Ella era de 51, de pelo rizado y entrecano.
También se encontró un permiso para permanecer en el país durante un mes, tarjetas con fotografías de pasaporte como turistas con vencimiento hasta el 20 de mayo de 1956, así como otros papeles más de su negociación en Detroit.
Entre esos papeles había una tarjeta, al parecer escrita a mano por Everett con la siguiente anotación: “Shelton y O’Brien”.
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Los ambiciosos querían "la fortuna" de sus paisanos
Pero ¿quiénes eran estos misteriosos hombres? De acuerdo con la información que dio entonces LA PRENSA, William Andrew Shelton y Joseph Patrick O’Brien vivían como auténticos gánsteres de película y fueron culpables de uno de los crímenes más horrendos que se hubieran cometido en nuestro país.
Detallaba la crónica policiaca que los estadunidenses mataron a sus coterráneos, Everett Barton Kennison y su esposa Pauline Fisher Kennison, en un paraje solitario denominado Buelnes o Paso de Pastoras, Tamaulipas, a escasos 20 kilómetros de Ciudad Victoria, para despojarlos de cuantiosa fortuna en dinero y alhajas que, se creía, portaban.
Los criminales huyeron al ser descubiertos, el domingo 18 de marzo de 1956, en la madrugada. Shelton y O’Brien eran administradores del hotel Trébol, de Ciudad Victoria, donde el infortunado matrimonio se alojó. Al parecer, según investigaciones acerca de los asesinos, éstos arrendaron en febrero de ese año el citado hotel a su propietario, Francisco Hernández García.
Everett y Pauline, prominentes personajes de Detroit, Michigan, donde él era funcionario de una poderosa empresa, entraron al país el 2 de marzo de ese año para dedicarse a la cacería, contando con el permiso respectivo de nuestras autoridades. Su permanencia en suelo mexicano sería de un mes.
Actuando conjuntamente el Servicio Secreto de México y la Policía de Ciudad Victoria, lograron el esclarecimiento de este doble crimen, después de tres días de intensa búsqueda por saber, en primer lugar, quiénes eran las víctimas encontradas en ese paraje, pues no se habían identificado, ya que Everett, sobretodo, quedó destrozado de la cara. Sin embargo, habrían de pasar 18 días de intensas pesquisas y persecuciones por parte de los sabuesos policiacos para capturar a los criminales.
Descubren los cadáveres
La respuesta a muchas interrogantes llegó el domingo 18 de marzo por la noche.
El comunicado del jefe de la policía de Ciudad Victoria hizo cambiar los comentarios que se hacían en torno al automóvil abandonado.
Dijeron: en el lugar denominado Buelnes, Tamaulipas, en jurisdicción del Rancho de La Viga, a escasos 20 kilómetros de Ciudad Victoria, fueron encontrados por el campesino Gilberto Lerma, dos cadáveres, de hombre y mujer, distante uno del otro unos 15 metros.
Ambos cuerpos estaban desnudos y horriblemente lesionados. El del hombre tenía la cara destrozada. Gilberto Lerma avisó al jefe del Servicio Secreto de Ciudad Victoria, capitán Alberto Macouszet.
Cerca de los cuerpos se encontró un pedazo de cobija de varios colores. Se les tomaron sus huellas digitales y se enviaron a Estados Unidos para conocer su identificación. No había duda ya, los dueños del lujoso Cadillac habían sido asesinados. El macabro hallazgo fue hecho el miércoles 14 de marzo de ese año y no fue hasta el viernes 16 cuando se encontró el auto abandonado.
Ambas policías, la de México y la de Ciudad Victoria, ligaron el caso de los dos cadáveres y el flamante automóvil encontrado en la Ciudad de México.
Durante la noche del domingo 18 de marzo, el capitán Macouzet encontró una pista: Hacia el sur de la ciudad, sobre la carretera México-Laredo, fue hallada, semidestruida, una cobija que tenía grandes manchas de sangre. La recogió también un campesino y avisó a la policía local. Se confrontaron la cobija y el pedazo que se halló cerca de los cuerpos y se vio que pertenecían entre sí.
Prosiguieron las investigaciones y pudo saberse que esa cobija pertenecía al campo turístico Trébol, que se encontraba en Ciudad Victoria.
Se interrogó a los dos gerentes del hotel campestre, Shelton y O’Brien, y afirmaron que efectivamente se trataba de un matrimonio que días antes habían llegado a ese lugar para ir de cacería.
Dijeron además que el martes 13 de marzo, a las 5 de la madrugada, habían abandonado el hotel para irse a México, abordando para ello su automóvil Cadillac.
Pero la verdad era muy distinta. Se manejaron diversas hipótesis en cuanto al crimen de los esposos Kennison, una de las líneas de investigación fue seguida con gran olfato detectivesco.
La pista apuntaba al hecho de que Joseph P. O’Brien y William A. Shelton habían partido el lunes 12 de marzo, junto con los Kennison, en su viaje que supuestamente habían planeado hacia el interior del país. Cuando estaban a varios kilómetros de distancia, ambos extranjeros, que sabían de “la enorme fortuna que traían consigo los Kennison”, acordaron matarlos en el paraje solitario. Así lo hicieron.
Habrían confundido a los Kennison con otro matrimonio "forrado" de joyas
Los criminales cargaron en la cobija -que más tarde se encontró ensangrentada- uno de los cuerpos para ocultarlo; el plan era que no los hallaran juntos, como en efecto sucedió.
Joseph P. O’Brien abordó el auto y se lanzó hacia México, para abandonarlo allá, en tanto Shelton permanecería al frente del hotel esperando todo para la fuga en caso de ser descubiertos.
O’Brien regresó el viernes 16 de marzo a Ciudad Victoria por avión. Coincide precisamente el día en que fue hallado el Cadillac en la Ciudad de México.
Los estadounidenses asesinos, que en un principio se habían mostrado solícitos con la policía, poco a poco se mostraron herméticos.
Cuando la policía descubrió la verdad, que señalaba a Shelton y O’Brien como los verdaderos responsables del doble crimen, los agentes del Servicio Secreto de Ciudad Victoria cercaron el hotel Trébol, pero éstos ya estaban muy lejos en su fuga.
Más adelante, la camioneta en que huían, una Studebaker, placas DN-7136, del Estado de Texas, fue encontrada en la esquina de las calles Leoncavallo y Caruso, en la colonia Vallejo (donde ahora funciona la clínica 11 del IMSS).
Pauline fue torturada
Los médicos legistas que autopsiaron ambos cuerpos, llegaron a la conclusión de que las víctimas de la pareja de aventureros murieron por fractura de la base del cráneo, provocada, al parecer, por algún instrumento.
Surgía también la hipótesis del hábil detective Jorge Obregón Lima, jefe del grupo del Servicio Secreto capitalino, acerca de que Pauline Fisher Kennison fue torturada antes de ser asesinada.
Fue atormentada la señora, tal vez para obligarla a entregar sus joyas o para hacerla revelar algo imposible para ella, pero también relacionado con el dinero y el botín que, en caso de existir, estaría en manos de un tercero.
Esta hipótesis estaba relacionada con la posibilidad de que los asesinos hubieran confundido a los Kennison con Floyd y Anne V. Thorpe, matrimonio que era reclamado por la justicia norteamericana por haberse fugado con 75 mil dólares.
Eran casi un millón de pesos mexicanos de esa época y pertenecían a los fondos del Estado. Luego se supo que esa mujer y su marido habían sido vistos en nuestro país, frecuentando cabarets y plazas de toros en esos días.
Inclusive se rumoró que los turistas victimados no llevaban mucho dinero ni joyas, y que apenas portaban lo necesario para sus gastos de viaje, en cheques de viajero.
Las investigaciones revelaron que en el hotel Shramrok de Ciudad Victoria fue localizado importante testigo.
Días antes del crimen, William A. Shelton y Joseph O’Brien le platicaron que tenían la idea de que los esposos Kennison podrían ser en realidad la pareja formada por los Thorpe, que venían huyendo de Estados Unidos. Por ello, era muy probable que Shelton y O’Brien hayan matado a los Kennison, pensando que eran los Thorpe, en busca de la fortuna que éstos habían robado. Esto, se creía, era el móvil del crimen.
Shelton y O'Brien, capturados en Chiapas
Después de peliculesca persecución por varias entidades de la República, los asesinos Shelton y O’Brien fueron capturados el sábado 31 de marzo de 1956 cuando se encontraban tranquilamente cenando en el lejano y pintoresco pueblo de Ocozocuautla, Chiapas. De ahí, ya planeaban extender su fuga hasta Guatemala, con la ayuda de un amigo mexicano, Silvio Michelli.
La investigación en este caso corrió a cargo de agentes de la Dirección Federal de Seguridad, comandados por el mayor José E. Altamirano y el coronel Leandro Castillo Venegas, director de esa institución, que acababa de anotarse ese triunfo policiaco.
La cobertura informativa por parte de LA PRENSA fue realizada por los reporteros Carlos Borbolla, César Silva Rojas y Félix Fuentes Medina.
Trémulos, visiblemente nerviosos y hasta con lágrimas en los ojos, William Andrew Shelton y Joseph Patrick O’Brien, negaron haber cometido el doble asesinato de los esposos Kennison, perpetrado entre el 12 y 13 de marzo de aquel año, en el lugar conocido como Paso de Pastoras, Tamaulipas.
Ante medio centenar de cámaras fotográficas y frente a una verdadera nube de periodistas nacionales y extranjeros, los dos homicidas juraron, invocando el nombre de Dios, su inocencia. En su desesperación, que más bien fue un golpe teatral de avezados delincuentes, Shelton y O’Brien pidieron que los mataran, pero no porque fueran los asesinos del matrimonio Kennison, sino porque, dijeron, no deseaban volver a Estados Unidos, donde los esperaba, de ser enviados allá, una larga condena por fraudes cometidos. Eran, sin duda, verdaderos “pájaros de cuenta”, que se conocieron en una cárcel perteneciente a Alcatraz.
El 4 de abril de 1956, perfectamente custodiados, Shelton y O’Brien arribaron a Ciudad Victoria. La llegada de los criminales provocó gran revuelo en esa entidad. Cientos de personas clamaban porque se reimplantara la pena de muerte y no faltaron entre los presentes quienes pidieran que se les aplicara la ley fuga.
Treinta años de cárcel fue la pena que se pedía para los asesinos de los Kennison, que era la condena máxima en aquella época.
En su declaración, O’Brien dijo que “cuando se descubrieron los cadáveres, el pánico que desde un principio nos había dado, nos invadió de nuevo e hicimos un intento de huir. Pensamos ir a Sudamérica porque cuando la policía descubriera los hechos, inmediatamente notificaría al FBI y éste nos localizaría en un tiempo bastante corto. Nunca pensamos que la policía mexicana fuera mejor que aquella”. O’Brien había sido internado en un sanatorio para enfermos mentales, en Nueva York.
Por su parte, Shelton aseguraba que no recordaba nada acerca del instante en que mató a los esposos Kennison.
-Sólo recuerdo –dijo- que el señor Kennison me pidió que lo acompañara a cazar pavos, junto con su esposa, y ante tanta insistencia fui con ellos. Después me debí resbalar y con el rifle que traía le disparé. Tampoco recuerdo cómo fue el final de su esposa...
Quisiera recordar, pero no sé qué me sucedió, fue un momento de ofuscación, pero estoy seguro que todo fue un accidente y toda la culpa es mía. Mi amigo es sólo responsable por haberme ayudado a deshacerme de los cadáveres.
El domingo 8 de abril de 1956 se llevó a cabo la reconstrucción de hechos y al día siguiente se les dictó auto de formal prisión por homicidio, robo, profanación de cadáveres y ocultación de los mismos. En el documento en que se declaró formalmente presos a Shelton y O’Brien, el juez asentó que “la presunta responsabilidad de los acusados quedó comprobada con la reconstrucción de hechos, donde Shelton admitió que se tropezó y disparó contra Kennison y luego contra su esposa”. También asentó que “O’Brien declaró que había desnudado y ocultado los cuerpos de los muertos, por lo que es igualmente responsable de todos los delitos”.
El robo quedó comprobado -añadía el juez- con la confesión de los propios acusados. La profanación se demostró con dictámenes de las autopsias.
Después de haber pasado su primera noche en la Penitenciaría del Estado, Shelton, haciendo gala de un gran optimismo y bromeando con su cómplice O’Brien, anunció que saldría libre en un poco tiempo y que sólo esperaba reunir lo necesario para lograr su deseo, refiriéndose a dinero para comprar a quien fuera necesario.
Sin embargo, el destino le tenía otros planes y le haría una mala jugada cinco años después.
Martes 13, fatídico para Shelton que no pudo escapar de prisión
Informó LA PRENSA en 1961 que en forma artera el criminal norteamericano, William Andrew Shelton asesinó -el 13 de marzo- al director de la Penitenciaría de Ciudad Victoria. Ocho tiros le dio. Segundos después, el peligroso hampón fue abatido por el cabo de celadores Miguel Martínez Ruiz, quien así cobró la vida del enérgico y recto Francisco Lerma Blanco, quien contaba con 56 años de edad.
A modo de fatídica coincidencia, el martes 13 de marzo de 1956, Shelton mató a los esposos Kennison en esa ciudad. Se le detuvo junto con su cómplice Joseph Patrick O’Brien el 31de marzo de ese año, en Chiapas.
En cuanto a la muerte del peligroso criminal, se supo que el día de los hechos, Shelton entró al despacho del director del penal, Lerma Blanco, tras haber insistido en que se le concediera una entrevista. El asesino llevaba en la mano derecha un sobre tamaño oficio. Simulaba llevar algunos documentos, pero en realidad escondía una pistola, que se supo, estaba nueva.
El delincuente iba única y exclusivamente a matar a Lerma Blanco, pues no tenía ningún asunto que tratar con él.
La mente desequilibrada de Shelton, quien había regenteado hacía cinco años el hotel Trébol de Ciudad Victoria y se hacía pasar como persona honorable, lo llevó a la oficina de Lerma Blanco para desatar el tremendo odio que le profesaba debido a que en anteriores ocasiones fue rechazado en sus proposiciones. Shelton llegó a ofrecer una fuerte suma de dólares para ser cubierto en fuga; como pago inicial estaba dispuesto a entregar tres mil dólares a Lerma.
Y con la misma saña con la que acribilló a tiros a los esposos Kennison, Shelton acabó con la vida de quien durante seis años dirigió el penal y que fue la misma persona que se encargó de recibir a los criminales norteamericanos en esa penitenciaría.
Ante tanta insistencia, Shelton logró obtener el permiso para ir al despacho de Lerma Blanco. Lo custodió el cabo Miguel Martínez Ruiz, quien al llegar a la oficina del jefe policiaco se retiró a corta distancia del reo y luego salió del lugar hacia un cuarto contiguo, sin imaginar lo que estaba por acontecer.
Lerma Blanco, apacible, franco y sobrio, estaba sentado en un sillón detrás de su escritorio. Volteó hacia Shelton y lo miró con serenidad para preguntarle:
-¿Qué te trae por aquí, Shelton? Dime que te escucharé.
El norteamericano se irguió más. Permaneció silencioso unos instantes, pero moviendo la mano izquierda dentro del sobre de papel manila que sostenía con la diestra, espetó sin más:
-¡Vengo a esto!
Y sin agregar una sola palabra, dirigió el cañón de la pistola hacia Lerma Blanco.
Acto seguido, se escucharon varias detonaciones; fueron ocho en total, y los proyectiles hicieron blanco en el pecho de Francisco Lerma, quien alcanzó a incorporarse; echó mano a su pistola Súper .38 automática y caminó dos o tres pasos. Luego se sostuvo con la diestra en el escritorio de su secretario. Ya moribundo, con la mirada perdida, hizo fuego. Tres proyectiles vomitó su pistola, pero todos se incrustaron en la pared.
Estaban dispuestos a todo
Shelton disparó a diestra y siniestra hasta que agotó los ocho proyectiles que llevaba en el cargador. Una de las balas asesinas perforó el corazón del infortunado director de la penitenciaría y otra más la axila derecha. Con el semblante pálido, aunque aparentemente sereno, cuando las detonaciones se produjeron, Shelton decía:
-Esto es lo que usted merece por no haberme oído.
Sólo que Lerma ya no escuchó nada. Luego se volvió hacia Hesiquio Vega Rodríguez y le dijo:
-¡Ahí te va lo tuyo!
El capataz se arrojó al suelo y resultó ileso. No habían transcurrido muchos segundos cuando el cabo Miguel Martínez Ruiz entró corriendo, abriendo de un seco golpe la puerta del cuarto donde estaba, y vio que Shelton, impávido, permanecía a unos cuantos pasos del escritorio de Lerma Blanco.
Martínez Ruiz, al presenciar la impresionante escena, alcanzó a desenfundar su arma, una Smith & Wesson, calibre .38, y abatió a Shelton, quien antes de rendirse y morir alcanzó a hacer fuego en contra del cabo, cuyo estado era sumamente delicado, pues fue herido de un tiro en el vientre. La bala le hizo tres perforaciones en el hígado y debió ser intervenido quirúrgicamente.
Las investigaciones revelaron que los homicidas estaban dispuestos a todo. Sabían de antemano que se iban a encontrar con una estrecha vigilancia, pero pensaban burlarla. Entre sus maquinaciones estaba la de asesinar, inclusive al propio director del penal y a cuanto celador se les pusiera enfrente. Buscaron, por todos los medios, que otros presos los secundaran en su decisión y también urdieron un motín; todos los demás reos se negaron a seguirlos.
Sin embargo, no tomaron en cuenta que Lerma Blanco, al sospechar que tramaban la fuga en cualquier momento, había reforzado la vigilancia y que, desde hacía tiempo, les había puesto centinela de vista.
Shelton y O’Brien jamás se sometieron y no les gustaba trabajar en el penal como lo hacían los demás; los insultos contra compañeros de suerte y las mismas autoridades eran a diario.
Debido a la estrecha vigilancia que se había guardado en torno a Shelton, surgían una serie de interrogantes. ¿Cómo llegó la pistola a manos de Shelton? ¿Quién la introdujo al penal? ¿Cómo pudo esconderla?
De hecho, se supo que O’Brien, su cómplice, también tenía una pistola en su celda, lo que demuestra que la siniestra pareja de asesinos había planeado fugarse.
El arma se encontraba envuelta entre pañales y cubierta con materiales que los reos utilizaban para fabricar muebles de mimbre. También se logró saber que los maleantes habían acondicionado sus colchones para esconder las armas, haciéndoles unas cuidadosas aberturas.
Y se supo que el enconado odio que dos peligrosos asesinos tenían a Francisco Lerma Blanco favoreció a Shelton y O’Brien a obtener las dos pistolas que utilizaron en su frustrada evasión.
Esos maleantes, que estaban recluidos en la Penitenciaría de Ciudad Victoria, eran Gabriel Gumersindo Cano e Hilario Treviño Perales. La esposa de este último, María de la Paz Anaya de Treviño, fue quien introdujo las pistolas calibre .38 y .22 al interior del penal.
Gabriel Gumersindo estaba considerado como un “cerebro maligno”. Este sujeto buscaba, desde hacía tiempo, la forma de acabar con el infortunado Lerma Blanco, quien era director de la penitenciaría desde 1956.
El presidiario, convencido de que los dos estadunidenses deseaban fugarse, se apresuró a dar dinero para que María de la Paz Anaya adquiriera las pistolas.
Les hizo saber a Shelton y a O’Brien que él no tenía intenciones de evadirse; pero que los ayudaría con tal de que mataran a Lerma Blanco. Desgraciadamente, sus deseos se cumplieron.
Influencia maligna
La actitud del maleante era explicable, según declaraciones que Joseph Patrick O’Brien hizo a LA PRENSA. El norteamericano dijo que en 1960 iniciaron sus planes para fugarse. -Shelton y yo pasamos los primeros cuatro años sin pensar en la huida, pero es muy difícil aguantarse 30 años aquí. Había que utilizar la psicología. Si Shelton llegaba ante Pancho -así le llamaba aún al desaparecido Francisco Lerma- y lo amagaba con la pistola, tal vez nos hubiésemos fugado. Era necesario actuar rápido para sorprender al director y a los celadores.
-¿Usted deseaba asesinar a Lerma Blanco?
-De ninguna manera. Yo siempre me opuse a ello… no tenía caso matarlo. Había que amagarlo y tal vez tomarlo como rehén, pero ¡nada más! Shelton -añadió- sí quería acabar con él, a pesar de que yo le dije que no lo hiciera.
O’Brien señaló que él y Shelton sabían que Gabriel Gumersindo gozaba de facilidades para entrar y salir del penal cuando le daba la gana. Eso se acabó cuando llegó Lerma Blanco.
Desde hacía dos años, Gabriel Gumersindo le dijo a Shelton que había que buscar la forma de acabar con el director, pues solamente así “podremos salir y entrar al penal cuando queramos”.
-¿Cómo se siente ahora, después de la muerte de su amigo?
O’Brien, riendo, dijo:
-Pues me siento bien, aunque temeroso. Yo sé que nunca podré salir de aquí. Ya verá usted cómo me matarán algún día.
-¿Y por qué teme eso?
-Por lo que acaba de suceder. Lerma Blanco era muy estimado aquí y las propias autoridades del Estado pueden ordenar mi muerte a algunos de los presos. ¡Acuérdese de esto!
Por su parte, el entonces Procurador General del Estado, Mario Garza Ramos, se mostró satisfecho por las investigaciones que realizaron los agentes secretos en este caso que conmovió a la sociedad tamaulipeca.
En tanto, los médicos del Hospital Civil informaron que el estado de salud del cabo de celadores, Miguel Martínez Ruiz, había evolucionado satisfactoriamente.
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Hábiles y burladores
En 1956, dos versiones cobraron mucha fuerza en relación con el asesinato de los esposos Kennison, una de ellas era que posiblemente existía una persona en Ciudad Victoria que ayudaba económicamente a William Andrew Shelton y Joseph Patrick O’Brien, incluso hasta en los años en que estuvieron presos.
Esa misma persona, al parecer, se quedó con las joyas valuadas en un cuarto de millón de dólares, que los hampones hurtaron a los Kennison.
Como se recordará, cuando los delincuentes cometieron el doble asesinato, se insistió en que se habían apoderado de un buen botín. Eso la policía jamás lo aclaró y hasta 1961 subsistía la incógnita.
Por otra parte, había también la hipótesis de que Shelton y O’Brien hubieran confundido a los Kennison con el matrimonio Thorpe, que huía de EU con jugoso botín, objetivo de la pareja criminal.
Pues bien, el asunto fue todo un lío para la policía y no le era fácil desenmarañar este caso lleno de interrogantes. Lo cierto fue que mientras el martes 10 de abril de 1956 se daba nota de que los Thorpe estaban ya en poder de las autoridades y que gozaban de buena salud, 10 días adelante se informaba que sólo eran rumores y que seguían prófugos.
Hay quienes aseguraban haberlos visto en Oaxaca y Yucatán. Sus nombres completos eran Floyd Raymond Thorpe, quien también se hacía llamar Elmer Frank, y Anne Verónica Thorpe. Los acompañaba una hija suya.
Ambos eran muy listos y habían podido burlar a todo el mundo, incluso a la nube de agentes del FBI, que los buscaban por cielo y tierra. De Michigan se fueron a Canadá, y de ahí, vinieron a México por avión.
Hubo informes en el sentido que desde hacía tiempo estaban detenidos y que por alguna razón se les ocultaba.
Ellos fueron, indirectamente, los culpables de la muerte de Everett Barton Kennison y su esposa, Pauline Fisher, asesinados por William Andrew Shelton y Joseph Patrick O’Brien.
Los criminales yanquis tenían buena información respecto a la entrada a México de los Thorpe y era indudable que las autoridades mexicanas que llevaban a cabo el juicio contra Shelton y O’Brien en Ciudad Victoria tuvieran la necesidad de interrogar al matrimonio en fuga para encontrar el hilo de la investigación.
No obstante, las autoridades de Gobernación guardaron mucha reserva respecto a este caso y declararon que lo único que competía a México, en caso de detenerlos, era aplicarles las sanciones respectivas por violación a nuestra Ley de Población y deportarlos.
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