Aproximadamente a las 23:15 horas del 28 de julio de 1960, el periodista y redactor Alberto J. Altamirano, miembro del rotativo El Diario, fue asesinado arteramente por un pistolero que, oculto en las sombras nocturnas, como un ave de malagüero, esperó a que la víctima saliera de la redacción para cometer el crimen.
Altamirano caminó sin rumbo preciso, quizás a su domicilio. El sicario aprovechó que aquel iba ensimismado, caminó a paso veloz para acercarse sigilosamente y al tenerlo cerca, se acercó con alevosía y descerrajó varios tiros a quemarropa sobre el informador, a muy corta distancia del edificio donde se ubicaba el periódico, en la calle de Guadalupe Victoria.
La desgarradura de los disparos detonó la indignación a nivel nacional. Pronto se presentaron sus propios colegas, así como las autoridades al lugar del homicidio. El cuerpo yacía sin vida y los ríos de sangre comenzaban a fluir por el suelo.
El asesinato hizo eco en todo el país al día siguiente, además de que generó una en una creciente ola de desaprobación por la falta de seguridad, ya que el comunicador local era el que más se distinguía por su viril conducta al señalar todas las aberraciones cometidas por un líder petrolero local, así como por el presidente municipal de Poza Rica, quienes aparentemente trabajaban ilícitamente al margen de la ley.
Al respecto, asociaciones de periodistas hicieron un llamado, tanto la Presidencia como a la Procuraduría General de la República (PGR), en el cual se clamaba por la aplicación de todo el rigor de la ley, en lo que fue considerado un abominable crimen.
Unos días antes del nefando hecho, el entonces presidente Adolfo López Mateos había intervenido para que los caciques políticos de Poza Rica liberaran a varios ciudadanos detenidos ilegalmente, a quienes habían privado de su libertad por estar contra ellos.
Por otra parte, para esos mismos caciques había otra manifestación que les era particularmente brutal, representada en la figura de un periodista que “sabía demasiado”, el cual fue abatido por las balas de un asesino profesional, que lo atacó amparado por las sombras de la noche luego de acecharlo en los alrededores del periódico donde trabajaba.
En ese momento de la historia, las opiniones más abundantes coincidían en que los grandes intereses políticos que había detrás de aquella serie de crímenes tratarían de “guiar” a los investigadores federales hacia una solución baladí en torno al crimen.
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Enérgica protesta
La Asociación Mexicana de Periodistas, además de manifestar una enérgica protesta ante las autoridades competentes por el infame asesinato del periodista Alberto J. Altamirano, exigieron un castigo ejemplar para los culpables -materiales e intelectuales- del crimen.
Por otra parte, consideró además que el brutal homicidio sólo fue el cúlmen en los atentados perpetrados por gatilleros a sueldo contra otros periodistas como Jorge Salinas Aragón, en Minatitlán, y Fernando Esteva Jiménez, en Las Choapas.
Por lo demás, era claro que esas muestras de violencia equivalían a un cobarde y sistemático ataque contra la libertad de expresión, no sólo en el estado de Veracruz, sino que se estaba diseminando por todo el país, y siempre en beneficio de los turbios intereses de líderes y caciques.
Crimen que debía ser castigado
“Sería verdaderamente monstruoso para las autoridades mexicanas y para la prensa entera del país que siguieran quedando impunes los cobardes atentados a la libertad de expresión”, declaró la Unión Nacional Sinarquista (UNS) con motivo del asesinato de Alberto J. Altamirano, redactor y copropietario de El Diario, de Poza Rica; el cual -como declaró la UNS- había sido perpetrado por esbirros del “famoso” Jaime J. Merino, del líder petrolero Pedro Vivanco y del advenedizo alcalde de Poza Rica, Manuel Castelán.
Por otra parte, se creía que el crimen respondía a una situación de podredumbre social y política que privaba desde hacía décadas en el feudo veracruzano, debido a los privilegios y favoritismos inconfesables que enraizaron en la zona petrolera del país.
Aquella artera agresión a la honorabilidad de la prensa, que pese a lo lastimada que se encuentra, continuó como un serio bastión de la dignidad ciudadana y de las libertades congénitas al pueblo mexicano.
El crimen no fue sino un golpe a la bondad y a la verdad, que a toda costa buscaba procurar por los nefandos intereses particulares en contra de los altos y sagrados intereses de la colectividad.
Luto en el periodismo nacional
Alberto J. Altamirano Ortega era originario de Oaxaca y se dice que nació en 1928. Tan pronto como terminó sus estudios, se estableció Poza Rica, debido al crecimiento del la ciudad descubrimiento en ese entonces del campo petrolero, y ya que buscaba nuevos horizontes laborales, ese lugar le pareció el más propicio.
Incursionó en el periodismo y, junto con otros compañeros, fundó el periódico El Diario de Poza Rica en las calles de la entonces colonia Merino. Al cabo del tiempo, se convirtió en corresponsal de los diarios capitalinos El Zócalo y Excélsior.
La noche en que fue perpetrado el crimen contra él, cuentan que, al terminar su colaboración, salió del rotativo, cruzó el boulevard Adolfo Ruiz Cortines con dirección a la acera opuesta, ya que tenía un asunto personal en un negocio cercano.
Al terminar, se encaminó de regreso a la redacción del periódico, pero no entró, sino que caminó como si se dirigiera a la calle de Cuba; entonces, cuando llegó a media cuadra, sonaron cinco balazos. Tras el tiroteo, un sujeto de estatura baja, chaparro más bien, ataviado con el atuendo de un obrero petrolero, corrió perdiéndose en la oscuridad.
En el lugar del artero crimen (cuenta alguna versión), los gritos de Magdalena Garay Peruyero -amante de Altamirano- se hundieron en la noche como la vida del comunicador, que se perdía en la negrura de la muerte.
Acusan a Vivanco y a Salas Castelán
Desde un principio se consideró que los autores intelectuales del nefando crimen habían sido Pedro Vivanco García y Manuel Salas Castelán, secretario general del STPRM y presidente municipal de Poza Rica, respectivamente. Vivanco y Salas Castelán constituían, a decir de la opinión, los pilares del cacicazgo merinista (el del ingeniero Jaime J. Merino) que todavía imperaba en el norte de Veracruz, no obstante que su “cabeza” se encontraba a muchos kilómetros de México.
La acusación, hecha por dos colegas, Villa Rentería y Dávila, se basó en que cuando ellos se encontraban presos en la cárcel municipal de Tuxpan, el periodista -en una de sus tantas visitas- les platicó que había sido amenazado de muerte por Vivanco y Salas Castelán.
Además, conforme Altamirano había dado continuidad a las extorsiones, violencia y demás sucesos contra la población pozarricense, salió a la luz que un gran número de familias, que por muchos años radicó en la ciudad de Poza Rica, tuvo que abandonar sus casas, temerosos de resultar víctimas del pistolerismo y del cacicazgo que existía en aquella época.
Asimismo, afirmaron que Altamirano siempre ejerció un periodismo honesto y viril y fue un hombre valiente, audaz y arriesgado que se dedicó a cuestionar la conducta pública de los hombres en el poder, que en ese momento eran Jaime J. Merino, Pedro Vivanco García y Manuel Salas Castelán, quienes imponían su ley.
Ya desde 1951, el municipio de Poza Rica era tierra de caciques, donde imperaba la ley del más fuerte y donde el pistolerismo se estableció como un oficio cuasi profesional. De tal suerte que así lo constató la llamada “Masacre del 6 de octubre de 1958”.
En tal evento, ciertos hombres ligados a la mafia sindical petrolera demostraron su lealtad al poder de los caciques, disparando sin piedad sobre un contingente de manifestantes que protestaban por la imposición de Manuel Salas Castelán en la presidencia municipal.
Derivado de aquellas viejas rencillas, pero con una raigambre violenta, el crimen contra el reportero Altamirano convulsionó no sólo a los habitantes de Poza Rica, sino que tuvo resonancia en todo el país a través de La Prensa, que mostró un fuerte interés por dar a conocer el caso y, con ello, sacar a la luz los nexos políticos del hombre fuerte de Poza Rica, Jaime J. Merino, quien movía los hilos de lo que ocurría en ese poblado.
Inmediatamente luego del asesinato del reportero Alberto J. Altamirano, al líder petrolero Pedro Vivanco García le sobrevino un linchamiento mediático, ya que se le consideró, junto con Manuel Salas Castelán, uno de los principales sospechosos de la autoría intelectual del crimen, acusación que se mantuvo constante durante el desarrollo de las investigaciones, pero que lamentablemente no se pudo comprobar jamás.
Sentencia de muerte
Hacia 1958, como ni el gobierno local ni el federal se hacían cargo de parar las arbitrariedades cometidas por los caciques, un grupo bien organizado de opositores, entre los que se encontraban periodistas, así como un grupo los petroleros contrarios denominados Los Goyos, decidió postular a Fausto Dávila Solís para que asumiera la presidencia municipal de Poza Rica, quien contedería con el protegido de Merino, Manuel Salas Castelán.
Así pues, cuando las elecciones se llevaron a cabo el 5 de octubre, el gobernador de Veracruz, Antonio Moreno Quirasco, se apresuró a declarar vencedor a Salas Castelán, sobre el argumento de que no habían existido contratiempos, aunque la realidad era muy distinta, puesto que se había cometido un terrible fraude.
Así lo constató la concentración de manifestantes que se congregó a las afueras del palacio municipal al día siguiente, donde arrojaron piedras, y, posteriormente, se dirigieron a la Sección 30 del sindicato petrolero, donde un grupo de pistoleros ya los estaba esperando y los recibió con una lluvia de plomo.
De tal evento resultaron, oficialmente, cinco muertos y 17 heridos; no obstante, en cifras extraoficiales se habló de hasta 27 desaparecidos y varios cuerpos más esparcidos lejos del lugar de los hechos.
Para entonces era conocida la amistad entre el presidente Adolfo Ruiz Cortines y el gobernador de Veracruz , El Chato Quirasco; sin embargo, el nuevo candidato electo a la presidencia, López Mateos, encararía la transición.
Así pues, el grupo de periodistas que quería terminar con el cacicazgo en Poza Rica intentó entregarle documentos al nuevo presidente, pero no lograba acercarse a éste, por lo tanto, surgió un “héroe” que a la larga terminaría pagando con su vida la valentía de haber cuestionado al régimen tirano de los gobernantes de Veracruz, ese hombre era nada menos que Alberto J. Altamirano, quien ese día firmó su sentencia de muerte y dos años más tarde sería acribillado de cinco tiros.
El periodista Alberto J. Altamirano vio a Pedro Vivanco García disparar su M-1 contra el pueblo de Poza Rica el 6 de octubre de 1958. Por eso lo mataron. En aquella fecha murieron cerca de cuarenta personas (destacó el periodista) que protestaban por la imposición de Manuel Salas Castelán como alcalde y Altamirano fue amenazado de muerte.
Duelo por el nefando crimen
De acuerdo con el reporte especial que se publicó en La Prensa, los restos del periodista Alberto J. Altamirano fueron acompañados a su última morada por más de seis mil personas que siguieron el recorrido a pie, desde el sepelio de la víctima hasta el cementerio municipal de La Trinidad.
El féretro fue llevado en hombros por los compañeros de labores del periodista asesinado, recorriendo las principales calles de esta ciudad, cuyos habitantes se unieron al cortejo fúnebre.
Clara Herrera, viuda de Altamirano, dijo entre lágrimas: “Mis hijos se han quedado sin padre. Estos infames se lo han quitado. Espero en Dios haya justicia”.
A los dolientes se unieron ciudadanos de todas las clases sociales, principalmente trabajadores petroleros, quienes enarbolaban silenciosamente cartelones con leyendas alusivas al atentado. En algunos se podía leer: “El comité de defensa sindical condena el atentado al periodista; pide justicia”. “Estas son las garantías constitucionales de Poza Rica”. “Exigimos el esclarecimiento de los hechos y castigo a los culpables”. “Periodismo independiente se escribe con sangre en Veracruz”. “He aquí la libertad de prensa, Poza Rica”.
Tan pronto como creció la ira del pueblo y se diseminó la noticia, Pedro Vivanco se esfumó de la capital pozarricense y se informó que había salido de gira.
La investigación consistía en una verdadera farsa
El 28 de julio de 1960, tras el asesinato del periodista Altamirano, Manuel Salas Castelán se vio obligado a renunciar, aunque no por el motivo que se esperaría, es decir, por culpable.
De acuerdo con las investigaciones, se estableció que el homicidio habría respondido a dos causas: pasional o política. Si la razón hubiera sido por el motivo pasional, se debía a que Juan Tello González, excuñado de Magdalena Garay, viuda de Tello, habría ordenado la muerte del periodista por convertirse en amantes.
En relación con el móvil político, se tenía como principal sospechoso de la autoría intelectual del crimen a un destacado miembro de la clase política local, presidente del PRI, a quien Altamirano había expuesto con base en denuncias públicas.
Ésta era la causa que mayor peso tenía y era avalada por el gremio de periodistas locales, compañeros del fallecido, quienes conocían los pormenores en torno a las ofertas de trabajo y una cuenta en el banco que le había ofrecido Pedro Vivanco García a Altamirano por su silencio.
Además, la segunda hipótesis se había reforzado luego de que la viuda de Altamirano declaró ante las autoridades que: “Alberto, en mayo último me platicó cómo Vivanco lo había querido acallar ofreciéndole dinero, dinero que él, mi esposo, rechazó porque decía que era un periodista y un periodista jamás debe permitir el soborno a cambio de su silencio”.
Asesinatos S.A.
La maquinaria detrás de los crímenes se llamaba Asesinatos S. A., así la calificó LA PRENSA. Se trataba de “manos misteriosas” que se habían infiltrado en la maquinaria judicial que investigaba el homicidio e impedían que se resolviera pronto y con certeza. El propósito de esta maquinaria consistía en entorpecer la investigación a toda costa, alterando la evidencia y amenazando a los testigos para que el crimen quedara en las tinieblas.
Las indagatorias realizadas por las autoridades llevaron a considerar la entrega hecha por Altamirano, al presidente de la República Adolfo López Mateos, de un pliego acusatorio donde se narraban los atropellos, crímenes y abusos de autoridad, cometidos por el grupo merino-vivanquista. La entrega ocurrió el 20 de julio de 1960. El principal sospechoso de la autoría intelectual del crimen era un destacado miembro de la clase política local, presidente del PRI, a quien Altamirano había denunciado por corrupción.
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Finalmente, el 18 de agosto de 1960, los medios de comunicación locales, estatales y gran parte de los nacionales, informaron de la consignación de los obreros petroleros Ignacio Neri Soberanes y Juan Herrera Trejo como autores materiales de la muerte de Altamirano. Además, se estableció que Nicolás Tello González y Leonides Barra García, fueron los responsables intelectuales del mismo crimen.
Y con ello terminaron las pesquisas, el caso se cerró y todas las dudas e incertidumbres en torno a caso fueron desvaneciéndose poco a poco, ya que los verdaderos criminales esperaron a que el tiempo borrara de la memoria el hecho.
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