/ viernes 14 de agosto de 2020

Ardieron las calles del Centro por un estallido mortal

Ocurrió en 1952, una explosión a espaldas de Palacio Nacional quebró la quietud y acabó con seis vidas

La mañana del 8 de septiembre de 1952, un día de los calurosos de verano, doña Epifanía Vicario Joya se dispuso a iniciar sus labores como acostumbraba. Sus días eran tranquilos y apacibles, eran lo que podría considerarse como normal.

Se levantaba temprano y con prontitud volaba por su casa para dejarla pulcra antes de salir rumbo a su negocio. Al llegar, descorría las cortinas y abría. No era la más laboriosa de las actividades, pero le proporcionaba una satisfacción inigualable.

Quizá aquella mañana de septiembre, Eduardo Chávez Hernández, el muchacho que le ayudaba con las labores que requería de la fuerza varonil, llegaría tarde otra vez y tendría que advertirle que a ella no le gustaban las impuntualidades, porque sabía muy bien que al madrugador, dios lo ayudaba.

Pero Eduardo la sorprendió, pues cuando doña Epifanía llegó al cruce de las calles de Corregidora y Correo Mayor, a unos pasos de Palacion Nacional, él ya estaba allí, junto con otros de sus compañeros, todos listos para iniciar un día más. Y entre risas, comentaban lo que harían al termi nar la jornada; quizá irían por un buen tarro de cerveza a alguna de las numerosas cantinas que siempre han existido en el Centro Histórico.

Foto: Archivos La Prensa

Y adentro, en la oscuridad laten te de la tienda cerrada, una tragedia se cernía sin que se supiera, sigilosa y mortal como una bomba de tiem po programada para estallar en el momento más inoportuno. Una atroz fatalidad que se estaba cocinando, pues adentro se hallaban demasiados fuegos artificiales guardados sin el mayor cuidado, así como varios barriles de pólvora.

Así que, sin demora, doña Epifanía dio las indicaciones para que se abriera el negocio y no se perdiera más tiempo. Eduardo, ayudado por suscompañeros, abrió la tlapalería llamada La Nueva Epifanía, ubicada en la calle de Corregidora número 7-B y, entonces, comenzaron a organizar, limpiar y, por supuesto, inició la venta.

Todo transcurría sin contrariedades, algunos clientes pasaron e hicieron sus compras usuales; la mecanógrafa tecleaba su Remington y las voces a lo lejos, en la bodega, se confundían con un rumor vago.

Sin embargo, aproximadamentelas 11:45 horas, cuando el joven Eduardo se encontraba atendiendo a un cliente y a corta distancia doña Epifanía observaba cómo lo hacía el muchacho, sucedió lo insospechado. Un golpe seco hizo que Eduardo desatendiera al comprador y mirara de soslayo hacia la dirección de donde había escuchado el ruido.

Se trataba de una caja, repleta de chinampinas y municiones para pistolas de juguete, la cual se deslizó de lo alto de un estante y, al estrellarse contra el piso, estalló un chispazo e inmediatamente se sucedieron múltiples detonaciones, al cabo de las cuales un chisporroteo se alzó a gran altura.

Las mujeres gritaron despavoridas, pero se quedaron perplejas; no así doña Epifanía, que rápido dio un grito de mando: “Traigan agua”. Y ella misma comenzó a sacudir un trapo con la finalidad de sofocar el incendio, pero lo único que estaba consiguiendo era avivarlo.

De inmediato, el cliente salió de la tienda al percibir la inminente tragedia y algunos curiosos que caminaban frente al negocio se detuvieron a observar qué ocurría, sin percatarse de que la fatal desdicha apenas comenzaba.

Eduardo Chávez, de 26 años, de buen talle y habilidad, corrió rápido hacia la bodega para dar la alarma a sus compañeros, y tras intentar apagar el fuego y no conseguirlo, supo que pronto vendrían las explosiones.

Regresó a la parte del mostrador, adonde muy cerca se encontraba la mecanógrafa Sofía Chavira y la cajera Soledad Alexander, quienes se estaban sofocando por el humo que se había generado y se apoderaba poco a poco del lugar. Con buena disposición y valentía, Eduardo las ayudó a salir del establecimiento y les advirtió que debían alejarse.

En tanto que la dueña de la tlapalería se había quedado adentro e intentaba sofocar las llamas que no cedían ni cederían, así como doña Epifanía no dejaría consumir el negocio de su vida, aunque le costara la vida.

El joven Eduardo regresó al interior de la tienda para ayudar a su empleadora. Minutos más tarde, ingresó un sujeto desconocido con un rollo de jerga y, entre todos, junto con otros empleados, cinco en total, intentaron sofocar las llamas que crecían frenéticamente, pero el esfuerzo parecía un tarea desesperada e inútil, porque las llamas amenazantes ya habían sentenciado el lugar desde el primer flamazo.

DANTESCO INCENDIO

Cuando Eduardo comprendió que todo esfuerzo era inútil y que si no abandonaban pronto el lugar habrían de morir consumidos por las llamas, como todas las demás cosas que estaban alrededor y ardían, pues el fuego se propagaba hacia el tapanco y pronto se alimentaría de los cohetes chinos que allí se encontraban.

Sin detenerse a meditar en nada más que en su propia vida, aunque el pánico lo paralizó por un instante, Eduardo abandonó el interior del voraz siniestro. Corrió hacia la perfumería Urania, que se encontraba yuxtapuesta a la tlapalería y, desde allí, llamó por teléfono a la estación de bomberos.

Inmediantemente, tras solicitar socorro, sobrevino la primera gran explosión. Un susto tremendo lo hizo arrojar el aparato telefónico que, incluso, salió volando hacia los puestos ambulantes que estaban sobre la banqueta.

Ni siquiera hizo el intento por levantarlo. Salió disparado de la perfumería y corrió a la esquina de Correo Mayor para ver qué había sucedido con sus demás compañeros que se habían quedado a combatir inútilmente contra el fuego.

Recordó en todos los que se encontraban allí: Simón Flores, Efrén González, Mariano Carmona, así como el hombre desconocido, cuyo nombre no supo, pero que quiso ayudar sin importarle arriesgar su propia vida.

Y por un momento se le olvidó su patrona, quien desde que comenzara el siniestro se dispuso a permanecer en la nave, como los capitanes en los barcos que están por hundirse.

Luego lo recordó, como quien despierta a media noche agitado porque entendió algo, y, con el rostro desfigurado y pálido, dijo en voz muy queda casi como en un susurro el nombre de su patrona.

Doña Epifanía Vicario Nava se había quedado dentro de la tlapalería; y cuando Eduardo salió para llamar por teléfono se olvidó de ella.Quizá su suerte habría sido la de encontrar la muerte en la explosión.

ESCENAS DE TERROR

Aunque el fuego amenzaba con arrancar la vida de los que se encontraban en los alrededores, tan pronto como una nueva explosión sobreviniera, esto no les importó demasiado, ya que la calle se llenó de curiosos inconscientes que presenciaron el espectáculo del horror.

Del negocio salió un hombre envuelto en llamas, convertido en tea humana y lan-

zando alaridos de dolor corrió hacia la multitud expectante, con el afán de que lo ayudaran a que no se quemara en vida, pero la gente, en lugar de ayudarlo le abrió paso, porque corría como si llevara el diablo adentro y en su rostro observaron las muecas horribles y angustiosas.

Como nadie lo socorrió, continuó su frenética y desquiciada carrera hasta caer de bruces y ya sin vida frente al cine Progreso Mundial, casi cien metros alejado del incendio.

Parecía el espectro de la muerte que pasaba frente a la multitud y sembraba el terror, porque la muchedumbre se horrorizó al ver cómo padecía las laceraciones del fuego aquel sujeto, pero al mismo tiempo demostró su indiferencia al no brindarle ayuda.

De una de las habitaciónes del Hotel Julián, ubicada en un piso elevado, un infeliz sujeto observaba que no podía salir por abajo, porque las llamas se lo impedían, al mismo tiempo que veía cómo ascendía el fuego. De tal suerte que, presa del pánico, decidió saltar desde el balcón de su cuarto para impactar con brutalidad contra el pavimento.

Una madre que caminaba de la mano con su hijita y que pasaban frente al negocio en llamas, terminaron separadas luego de la explosión, ya que la fuerza del impacto las golpeó tan fuerte que a la nena la dejó de un lado con severas quemaduras y a la mamá a unos 10 metros de distancia, herida por las llamas.

Otra madre que llevaba a su hija en brazos también fue arrojada por una lengua de fuego, pero ella no soltó a su hijita en ningún momento , con lo cual le salvó la vida, ya que con un abrazo y al abrigo del seno materno la protegió del fuego inclemente. Pero tal hazaña de valentía y amor maternal le costó graves quemaduras en el rostro, los brazos y las piernas; sin embargo, a la niñita no le pasó absolutamente nada.

CONSECUENCIAS DEL DESASTRE

La pena continuó aún por días, ya que a pesar de que los seguros de las negociaciones cubrían parte de los daños, éstos superaban las pérdidas; y a aquellos negocios que no alcanzaron las llamas, sí se vieron afectados por el agua que en algunos casos inundó los locales.

Y a pesar de que los sobrevivientes de la tlapalería donde ocurrió el desastre afirmaban que se debió a un accidente, resultaba de interés para las autoridades esclarecer el caso, ya que si bien varios lugares habían sido afectados, algunos de ellos eran propiedad del adinerado Julián Slim, dueño del Hotel Julián, así como de otros locales de las cercanías que habían resultado con graves daños.

CONTRA LOS EXPLOSIVOS

Luego de los constantes y recientes desastres en la zona, la Alianza Popular, encabezada por el diputado Francisco H. Navarro y el profesor Salvador Ríos Sánchez, exhortó a las autoridades para que se evitaran más sucesos como el del lunes 10 de septiembre de 1952.

Lo anterior, debido a la extrañeza de los casos donde se suscitaban los siniestros, pues era de llamar la atención que solamente fueran los comercios de “extranjeros” los que sufrieran contrarieda des trágicas; y que además en todos los casos contaran con pólizas de seguros.

AMARGA CULMINACIÓN

No sólo fueron los locales fijos los que sufrieron las consecuencias de la explosión y el incendio, sino que, por otra parte y en las entrañas mismas de la sociedad fue donde más repercutió el evento.

De tal suerte que muchos de los puesteros que sobrevivían con la venta de sus ropas de segunda mano, de fayuca y de lo chueco, en fin, de baratijas por las cuales pregonaban, quedó en completo desamparo, puesto que este sector, al no ser contemplado dentro de la norma, no podía asegurar sus bienes, por lo tanto, al ser alcanzados por el fuego y culminar calcinada la mercancía, para los ambulantes fue una sentencia casi como de muerte.

La culpa no es de nadie, como se supone en los casos trágicos, porque los accidentes pasan, como suele decirse también; no obstante, luego de quejarse ante las autoridades, éstas unicamente aseguraron que profundizarían la situación y pronto se tendría una respuesta. Y ha pasado más de medio siglo y aún no hay una respuesta para el ambulantaje. Por su parte, después de cinco días las autoridades decidieron suspender la búsqueda de más cadáveres, ya que supuestamente se había buscado hasta debajo del polvo; así pues, los familiares de quienes no encontraron a sus parientes quedaron en la desolación.

Seguramente, dijo la autoridad, se trataba de algunos de los cuerpos que se lograron recuperar desde el primer día de la tragedia, pero debido al alto grado de calcinación y podredumbre, ya era imposible reconocer si se trataba de una persona o sólo era un despojo.

La mañana del 8 de septiembre de 1952, un día de los calurosos de verano, doña Epifanía Vicario Joya se dispuso a iniciar sus labores como acostumbraba. Sus días eran tranquilos y apacibles, eran lo que podría considerarse como normal.

Se levantaba temprano y con prontitud volaba por su casa para dejarla pulcra antes de salir rumbo a su negocio. Al llegar, descorría las cortinas y abría. No era la más laboriosa de las actividades, pero le proporcionaba una satisfacción inigualable.

Quizá aquella mañana de septiembre, Eduardo Chávez Hernández, el muchacho que le ayudaba con las labores que requería de la fuerza varonil, llegaría tarde otra vez y tendría que advertirle que a ella no le gustaban las impuntualidades, porque sabía muy bien que al madrugador, dios lo ayudaba.

Pero Eduardo la sorprendió, pues cuando doña Epifanía llegó al cruce de las calles de Corregidora y Correo Mayor, a unos pasos de Palacion Nacional, él ya estaba allí, junto con otros de sus compañeros, todos listos para iniciar un día más. Y entre risas, comentaban lo que harían al termi nar la jornada; quizá irían por un buen tarro de cerveza a alguna de las numerosas cantinas que siempre han existido en el Centro Histórico.

Foto: Archivos La Prensa

Y adentro, en la oscuridad laten te de la tienda cerrada, una tragedia se cernía sin que se supiera, sigilosa y mortal como una bomba de tiem po programada para estallar en el momento más inoportuno. Una atroz fatalidad que se estaba cocinando, pues adentro se hallaban demasiados fuegos artificiales guardados sin el mayor cuidado, así como varios barriles de pólvora.

Así que, sin demora, doña Epifanía dio las indicaciones para que se abriera el negocio y no se perdiera más tiempo. Eduardo, ayudado por suscompañeros, abrió la tlapalería llamada La Nueva Epifanía, ubicada en la calle de Corregidora número 7-B y, entonces, comenzaron a organizar, limpiar y, por supuesto, inició la venta.

Todo transcurría sin contrariedades, algunos clientes pasaron e hicieron sus compras usuales; la mecanógrafa tecleaba su Remington y las voces a lo lejos, en la bodega, se confundían con un rumor vago.

Sin embargo, aproximadamentelas 11:45 horas, cuando el joven Eduardo se encontraba atendiendo a un cliente y a corta distancia doña Epifanía observaba cómo lo hacía el muchacho, sucedió lo insospechado. Un golpe seco hizo que Eduardo desatendiera al comprador y mirara de soslayo hacia la dirección de donde había escuchado el ruido.

Se trataba de una caja, repleta de chinampinas y municiones para pistolas de juguete, la cual se deslizó de lo alto de un estante y, al estrellarse contra el piso, estalló un chispazo e inmediatamente se sucedieron múltiples detonaciones, al cabo de las cuales un chisporroteo se alzó a gran altura.

Las mujeres gritaron despavoridas, pero se quedaron perplejas; no así doña Epifanía, que rápido dio un grito de mando: “Traigan agua”. Y ella misma comenzó a sacudir un trapo con la finalidad de sofocar el incendio, pero lo único que estaba consiguiendo era avivarlo.

De inmediato, el cliente salió de la tienda al percibir la inminente tragedia y algunos curiosos que caminaban frente al negocio se detuvieron a observar qué ocurría, sin percatarse de que la fatal desdicha apenas comenzaba.

Eduardo Chávez, de 26 años, de buen talle y habilidad, corrió rápido hacia la bodega para dar la alarma a sus compañeros, y tras intentar apagar el fuego y no conseguirlo, supo que pronto vendrían las explosiones.

Regresó a la parte del mostrador, adonde muy cerca se encontraba la mecanógrafa Sofía Chavira y la cajera Soledad Alexander, quienes se estaban sofocando por el humo que se había generado y se apoderaba poco a poco del lugar. Con buena disposición y valentía, Eduardo las ayudó a salir del establecimiento y les advirtió que debían alejarse.

En tanto que la dueña de la tlapalería se había quedado adentro e intentaba sofocar las llamas que no cedían ni cederían, así como doña Epifanía no dejaría consumir el negocio de su vida, aunque le costara la vida.

El joven Eduardo regresó al interior de la tienda para ayudar a su empleadora. Minutos más tarde, ingresó un sujeto desconocido con un rollo de jerga y, entre todos, junto con otros empleados, cinco en total, intentaron sofocar las llamas que crecían frenéticamente, pero el esfuerzo parecía un tarea desesperada e inútil, porque las llamas amenazantes ya habían sentenciado el lugar desde el primer flamazo.

DANTESCO INCENDIO

Cuando Eduardo comprendió que todo esfuerzo era inútil y que si no abandonaban pronto el lugar habrían de morir consumidos por las llamas, como todas las demás cosas que estaban alrededor y ardían, pues el fuego se propagaba hacia el tapanco y pronto se alimentaría de los cohetes chinos que allí se encontraban.

Sin detenerse a meditar en nada más que en su propia vida, aunque el pánico lo paralizó por un instante, Eduardo abandonó el interior del voraz siniestro. Corrió hacia la perfumería Urania, que se encontraba yuxtapuesta a la tlapalería y, desde allí, llamó por teléfono a la estación de bomberos.

Inmediantemente, tras solicitar socorro, sobrevino la primera gran explosión. Un susto tremendo lo hizo arrojar el aparato telefónico que, incluso, salió volando hacia los puestos ambulantes que estaban sobre la banqueta.

Ni siquiera hizo el intento por levantarlo. Salió disparado de la perfumería y corrió a la esquina de Correo Mayor para ver qué había sucedido con sus demás compañeros que se habían quedado a combatir inútilmente contra el fuego.

Recordó en todos los que se encontraban allí: Simón Flores, Efrén González, Mariano Carmona, así como el hombre desconocido, cuyo nombre no supo, pero que quiso ayudar sin importarle arriesgar su propia vida.

Y por un momento se le olvidó su patrona, quien desde que comenzara el siniestro se dispuso a permanecer en la nave, como los capitanes en los barcos que están por hundirse.

Luego lo recordó, como quien despierta a media noche agitado porque entendió algo, y, con el rostro desfigurado y pálido, dijo en voz muy queda casi como en un susurro el nombre de su patrona.

Doña Epifanía Vicario Nava se había quedado dentro de la tlapalería; y cuando Eduardo salió para llamar por teléfono se olvidó de ella.Quizá su suerte habría sido la de encontrar la muerte en la explosión.

ESCENAS DE TERROR

Aunque el fuego amenzaba con arrancar la vida de los que se encontraban en los alrededores, tan pronto como una nueva explosión sobreviniera, esto no les importó demasiado, ya que la calle se llenó de curiosos inconscientes que presenciaron el espectáculo del horror.

Del negocio salió un hombre envuelto en llamas, convertido en tea humana y lan-

zando alaridos de dolor corrió hacia la multitud expectante, con el afán de que lo ayudaran a que no se quemara en vida, pero la gente, en lugar de ayudarlo le abrió paso, porque corría como si llevara el diablo adentro y en su rostro observaron las muecas horribles y angustiosas.

Como nadie lo socorrió, continuó su frenética y desquiciada carrera hasta caer de bruces y ya sin vida frente al cine Progreso Mundial, casi cien metros alejado del incendio.

Parecía el espectro de la muerte que pasaba frente a la multitud y sembraba el terror, porque la muchedumbre se horrorizó al ver cómo padecía las laceraciones del fuego aquel sujeto, pero al mismo tiempo demostró su indiferencia al no brindarle ayuda.

De una de las habitaciónes del Hotel Julián, ubicada en un piso elevado, un infeliz sujeto observaba que no podía salir por abajo, porque las llamas se lo impedían, al mismo tiempo que veía cómo ascendía el fuego. De tal suerte que, presa del pánico, decidió saltar desde el balcón de su cuarto para impactar con brutalidad contra el pavimento.

Una madre que caminaba de la mano con su hijita y que pasaban frente al negocio en llamas, terminaron separadas luego de la explosión, ya que la fuerza del impacto las golpeó tan fuerte que a la nena la dejó de un lado con severas quemaduras y a la mamá a unos 10 metros de distancia, herida por las llamas.

Otra madre que llevaba a su hija en brazos también fue arrojada por una lengua de fuego, pero ella no soltó a su hijita en ningún momento , con lo cual le salvó la vida, ya que con un abrazo y al abrigo del seno materno la protegió del fuego inclemente. Pero tal hazaña de valentía y amor maternal le costó graves quemaduras en el rostro, los brazos y las piernas; sin embargo, a la niñita no le pasó absolutamente nada.

CONSECUENCIAS DEL DESASTRE

La pena continuó aún por días, ya que a pesar de que los seguros de las negociaciones cubrían parte de los daños, éstos superaban las pérdidas; y a aquellos negocios que no alcanzaron las llamas, sí se vieron afectados por el agua que en algunos casos inundó los locales.

Y a pesar de que los sobrevivientes de la tlapalería donde ocurrió el desastre afirmaban que se debió a un accidente, resultaba de interés para las autoridades esclarecer el caso, ya que si bien varios lugares habían sido afectados, algunos de ellos eran propiedad del adinerado Julián Slim, dueño del Hotel Julián, así como de otros locales de las cercanías que habían resultado con graves daños.

CONTRA LOS EXPLOSIVOS

Luego de los constantes y recientes desastres en la zona, la Alianza Popular, encabezada por el diputado Francisco H. Navarro y el profesor Salvador Ríos Sánchez, exhortó a las autoridades para que se evitaran más sucesos como el del lunes 10 de septiembre de 1952.

Lo anterior, debido a la extrañeza de los casos donde se suscitaban los siniestros, pues era de llamar la atención que solamente fueran los comercios de “extranjeros” los que sufrieran contrarieda des trágicas; y que además en todos los casos contaran con pólizas de seguros.

AMARGA CULMINACIÓN

No sólo fueron los locales fijos los que sufrieron las consecuencias de la explosión y el incendio, sino que, por otra parte y en las entrañas mismas de la sociedad fue donde más repercutió el evento.

De tal suerte que muchos de los puesteros que sobrevivían con la venta de sus ropas de segunda mano, de fayuca y de lo chueco, en fin, de baratijas por las cuales pregonaban, quedó en completo desamparo, puesto que este sector, al no ser contemplado dentro de la norma, no podía asegurar sus bienes, por lo tanto, al ser alcanzados por el fuego y culminar calcinada la mercancía, para los ambulantes fue una sentencia casi como de muerte.

La culpa no es de nadie, como se supone en los casos trágicos, porque los accidentes pasan, como suele decirse también; no obstante, luego de quejarse ante las autoridades, éstas unicamente aseguraron que profundizarían la situación y pronto se tendría una respuesta. Y ha pasado más de medio siglo y aún no hay una respuesta para el ambulantaje. Por su parte, después de cinco días las autoridades decidieron suspender la búsqueda de más cadáveres, ya que supuestamente se había buscado hasta debajo del polvo; así pues, los familiares de quienes no encontraron a sus parientes quedaron en la desolación.

Seguramente, dijo la autoridad, se trataba de algunos de los cuerpos que se lograron recuperar desde el primer día de la tragedia, pero debido al alto grado de calcinación y podredumbre, ya era imposible reconocer si se trataba de una persona o sólo era un despojo.

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