Seguramente habrás escuchado la frase de que “el peor enemigo de una mujer es otra mujer”. Al menos, eso es lo que nos han enseñado y hecho creer a lo largo de varias generaciones. Negarnos a cumplir con ese mandato es un acto revolucionario. Cuando decidimos encontrar en otras mujeres a posibles aliadas o amigas erradicamos la competencia absurda que nace de la comparación, damos un paso adelante en reconocernos como humanas y no como objetos.
Si al mirar a otras lo primero que nos viene a la mente es si está gorda o flaca o fea o llamativa; si calificamos la forma de relacionarse de otras mujeres como zorra o liviana, dejada o solterona; si cuestionamos los logros de otras mujeres porque “seguro le valió un acostón”; si dudamos de las víctimas porque “algo habrá hecho” o si es que ante una infidelidad, descargamos olas de odio, reproche y ofensas contra la otra mujer nos estamos mirando como simples objetos. Como cosas que adornan, acompañan o figuran, no como mujeres soberanas y eso es misoginia interiorizada.
Definir la “Sororidad” como acción podría comenzar con un principio ético para las mujeres que se adentran al feminismo y para las mujeres que se saben mujeres: nunca más una mujer contra otra mujer.
Ninguna razón debería imponerse sobre este principio, pues aún aquello que nos indigna de otras podría estar motivado por algún mandamiento machista o misógino. Comenzando por nuestra apropiación cultural: de por sí, dentro del sistema capitalista y neoliberal, la competencia es la base de todas las transacciones económicas.
Compiten los refrescos y los panes, pero en el logro más extremo de la ideología dominante, las mujeres somos un producto para la mente de quienes nos “consumen”: empleadores, sociedad o parejas. La sociedad nos mira como incubadoras reproductoras de humanos. Las empresas, gobiernos o jefes nos consumen el tiempo, la libertad, los saberes y el trabajo; las parejas nos consumen sexualmente y en las necesidades domésticas, de cuidado o reproductivas.
A las mujeres, particularmente, se nos ha asignado un valor estético y sexual, una explotación permanente que es útil en todos los ámbitos, por la que nos hacen competir. Pareciera que a veces, todas queremos ser las más explotadas: las que trabajan pero igual crían, igual apoyan económicamente a sus parejas e igual se maquillan y cuidan para ser bellas. Aún así, en la competencia que nos han impuesto, no competimos igual.
Por ejemplo, según los estereotipos de género, las mujeres blancas, delgadas o sexualmente atractivas tienen acceso a mejores sueldos. Dicen los hombres que hay muchachas “de casa” y “de la calle”. Nos clasifican según el uso y aceptar esa clasificación, promoverla, reproducirla o juzgarnos sobre ella implica alimentar ese monstruoso sistema que nos quiere odiándonos, primero, a nosotras mismas por la insuficiencia y después, a las otras. Somos un grupo tan históricamente oprimido, que hace más de 500 años nos violan y matan pero al mismo tiempo, intrínsecamente tan dividido que siendo mayoría numérica con capacidad de haber orquestado más de 10 revoluciones, no hemos tenido ni una sola hermanada por el sexo que nos hizo nacer mujeres. ¿Te parece justo? Porque no lo es, se llama patriarcado y nuestra manera de tirarlo, necesariamente, será aliándonos.