Fragilidad: Esa fue la sensación que recorrió mi cuerpo al salir de la habitación 3324 del hotel Princess la mañana siguiente del paso de Otis.
En la madrugada, al regresar a mi cuarto de la lavandería donde pasamos el huracán, a oscuras quité la colcha mojada y llena de vidrios de una de las camas para recostarme. Unas horas después desperté sobresaltada al escuchar voces, y ya de día vi que se habían roto algunas ventanas, se había desprendido la pared del baño, el cancel había explotado y se había caído el techo. Me puse unos tenis y salí al pasillo. Mis vecinos de cuarto eran una pareja joven con dos niños que habían pasado el huracán escondidos en una repisa del vestidor. Tras intercambiar experiencias con ellos bajé a buscar a mis amigas, todavía no asimilaba el nivel de lo sucedido e ilusamente pensaba que tal vez ya habrían podido salir.
Caminando entre escombros, junto a una alberca llena de lodo vi una imagen apocalíptica: un enorme buitre desplumado con la mirada perdida, que cuando me le acerqué y no se movía, comprendí que estaba más asustado que yo. Seguí caminando y cuando llegué al lobby le pedi a unos señores que estaban cambiando la llanta de su camioneta que por favor me ayudaran a revisar mi coche; entre todos quitaron algunas ramas que estorbaban, pero el huracán había tirado varias palmeras junto a él, le había roto todos los cristales y tenía escombros adentro, era imposible moverlo.
Regresé a mi habitación, empaqué mis cosas y como pude bajé mis maletas varios pisos por las escaleras de emergencia. Al llegar al lobby vi a cientos de huéspedes haciendo fila: Alguien tenía un teléfono satelital y estaba compartiendo su señal, le llamé a mi hermano y le pedi que fueran por mí. Cada quien se conectaba unos minutos, lo indispensable para comunicarnos con nuestros seres queridos, y se desconectaba lo más rápido posible para que el ancho de banda aguantara los teléfonos de los que seguían en la fila.
Al poco tiempo encontré a mis amigas, después de regañarme porque no sabían dónde estaba, no pude más que abrazarlas y darle gracias a Dios porque estábamos juntas. Habían acomodado un espacio con camastros en uno de los pasillos y me hicieron un lugar. Una de ellas tuvo la genial idea de intercambiar unos quesos que llevaba por una botella de vino, y así pasamos la tarde, charlando y escuchando las experiencias que habían vivido otros huéspedes; algunos de ellos nos relataron que habían pasado la noche más desgarradora de su vida y que habían visto de cerca a la muerte. Pero a pesar de lo que estábamos viviendo nunca nos faltó el humor, y por lo menos yo nunca me volví a sentir frágil ni vulnerable. Al día siguiente todas pudimos emprender nuestro camino de regreso a casa.
Esos días aprendí que la fraternidad y el compañerismo de las personas de bien, que siempre somos más, nos permiten convivir en perfecta armonía, aun cuando se haya derrumbado todo alrededor. Literalmente.
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Opinión por Marinieves García-Manzano Twitter: MarinievesGM @gm_marinieves