Los días de las madres para las mujeres que hemos perdido una hija son una lucha titánica, peor por la dulzura de que nuestras madres aún viven… Y es que detrás del milagro de su existencia se esconde el sutil recordatorio de que nuestras crías no están.
El espacio se siente lento, paralelo, enrarecido. Se levanta la esencia de las dalias y las rosas, las gerberas quieren llorar, pero se sostienen. Son hermosas, como los girasoles que siguen al sol y engrosan sus tallos. Imagino que así de difícil debe ser explicarle, a su vez, la ausencia de madre a un inocente niño que hoy no tiene a quien celebrar por culpa del machismo y del feminicidio.
El espacio se inunda de una melancolía especial y vaya que celebrar a las madres se convierte en un reto difícil para las madres que, simplemente, le queremos llorar a nuestras hijas e hijos que no están. Nos consolamos de recuerdos. Nos alimenta la imaginación sobre la edad que tendrían al día de hoy, sus gustos en colores o juguetes o profesiones futuras. ¿Será que la mía, a sus 9 años amaría el futbol o querría ser pintora? ¿Princesa de color rosa o chica constructora de overoles de mezclilla? ¿Me pediría clases de ballet o aventuras en bosques explorando la naturaleza? ¿Desearía usar falda o pantalones para ir a la escuela?
Entonces, encuentro consuelo. Tal vez, las almas de las infancias que se fueron muy chiquitas tienen el super poder de mirarnos sin los reproches que los adolescentes y jóvenes acumulan para sus padres. Probablemente, en esa memoria que flota en el espacio, soy su heroína a pesar de haber cometido tantísimos errores.
En aquello que no logramos explicar hay algo de poético, pues solemos ser tan arrogantes que, ante la tragedia, preguntamos “¿Por qué a nosotros?”, haciendo personal el camino de cientos de estrellas de naturaleza fugaz que vinieron para iluminar con su breve luz, la eterna oscuridad en historias en las que ellas y su paso corto, son las únicas protagonistas, luminosas, hermosas y perfectas.
Cada día entiendo menos de la sensación fantasmal de las pérdidas. Pero los días como hoy, en que se celebra a las madres, desearía decirles a las otras madres que no tienen a sus hijos que son extraordinarias. Que sus vientres fueron testigos de una historia que nunca se puede borrar, así sea que nuestras hijas e hijos no puedan ser percibidos aquí porque ya no están. Que haberles albergado, es y siempre será uno de los honores más grandes porque en ese breve instante de conexión espiritual, umbilical e histórica se guardan memorias aún más profundas que de mil años de existencia terrenal. Porque las memorias son relativas y los pocos meses, semanas o instantes… el haber mirado esos dos ojitos pequeños o el haber sentido las rabiosas patadas, es suficiente experiencia para tener con qué enorgullecernos. Que extrañar está bien, aunque extrañemos versiones de seres humanos que nunca logramos conocer porque perder hijas e hijos cuando son bebés, se dirime en la cuerda floja entre la realidad y el sueño. Sabemos que pasó porque nuestras estrías, cicatrices y metabolismos son testigos de que estuvieron ahí. No mienten. Es hermoso, son hermosos y podemos agradecerles el breve momento en que estuvieron aquí.
Tal vez, nunca deje de doler. Pero al menos hoy sé que deseo continuar teniendo por muchísimos años más la fortaleza de sonreír y festejar a mi madre, porque aún la tengo, calmando el dolor de no tener a quien me festeje porque soy una madre sin hija. Deseo continuar despertando con el recordatorio de hacer sentir a alguien orgullosa en el cielo porque hoy, soy una humana sin linaje al cual rendirle cuentas en la descendencia. Mi existencia, hasta el momento, puede ser irreverente porque ningún hija o hijo me exigirá cuentas y mi madre, seguramente, por mis errores, me podrá perdonar. Deseo seguir cuidando a todas las crías y maternando mientras sueño con que así se habría visto la mía a esa edad. Deseo seguir acumulando la energía para hacer memorables desayunos en días en que solamente quisiera recostarme y llorar. Deseo que la maternidad, algún día, sea amuleto de mejores fortunas y aprendizaje de que no hay maldiciones, sino caminos y que el breve tiempo que compartimos con las almas y los espíritus de quienes nos rodean son lo justo que ellas, ellos y nosotros necesitábamos para vivir. Que el tiempo es tan relativo y tres meses de nuestra vida puedan ser lo más dulce y significativo frente a 10 o 30 años y que todo en su conjunto, hasta lo doloroso y lo inexplicable, es una hermosa bendición y una gran coincidencia que podemos seguir celebrando pues existimos en el mismo espacio, en el mismo momento, en el mismo cuerpo, en la misma alma, en la misma galaxia.
In memoriam F Mía Sofía – julio 2017 – septiembre 2017.