Dicen los especialistas del Cenapred que no nos asusta la alerta sísmica sino los recuerdos asociados a un terremoto. Si es que hay una herida capitalina que sana de manera extraña en el ideario colectivo, es la causada por las pérdidas, tanto humanas como materiales, que ha heredado del año 1985, de los sismos del 2017 y los de este 2022.
Escuché la alerta de SkyAlert en un teléfono anunciando el último temblor y sin ser el altavoz del C5, sentí de inmediato un nudo en la garganta con ganas de llorar. No sentí lo que en Colima, Michoacán, Guerrero, Jalisco, Querétaro y Ciudad de México sintieron. Yo sólo tuve un mareo provocado por la memoria evocada en mi cuerpo del sufrimiento que nos atravesó en 2017. La tragedia, en aquel entonces por un movimiento trepidatorio, fue de proporciones mayores a las ondas oscilatorias de este año.
Sin embargo, todas las personas que perdimos algo o estuvimos realizando voluntariado entre los escombros, por dentro temblamos. Contener las lágrimas se le hace difícil a una mujer, que, aunque joven, perdió lo invaluable que puede ser la experiencia de ser madre y no por elección sino porque así la naturaleza incierta lo decidió.
He leído durante las últimas semanas el libro de Mark Wolynn que habla sobre las heridas familiares que se heredan y cuenta varias historias sobre sentimientos como pánico, terror, ansiedad y depresión que fueron trasladados por epigenética a las generaciones de familias que enfrentaron episodios extremos como el Holocausto, el genocidio camboyano o el atentado a las torres gemelas del 11 de septiembre en Nueva York; algunas de ellas con padecimientos incomprensibles como ataques, dolor corporal y cáncer o enfermedades autoinmunes.
Resulta que según el autor, apoyado en bastante bibliografía, documenta cómo es que las células precursoras como óvulos y espermatozoides ya existen en los fetos a partir de cierta edad gestacional, lo que les hace convivir en un mismo cuerpo con 3 generaciones: la de la abuela, que ya tenía la célula precursora de la madre; la de la madre, que a su vez, brinda material genético de su hija o hijo y las del propio feto por nacer, que integra las celular precursoras de sus descendientes. Según esto, entre cada integración celular, nuestro cuerpo es mucho más inteligente de lo que pensamos pues hereda más que simple material genético. Hereda lecciones de supervivencia, aquello que alertará a nuestro organismo para advertir riesgo y poder mantenerse con mayor tiempo con vida.
Entre esas herencias están los traumas, miedos y daños que la vida, el contexto histórico o los momentos hayan hecho pasar a las generaciones anteriores, desde los abandonos, hambrunas, pobreza, catástrofes naturales hasta los episodios históricos, muertes, aversiones y fobias. Por lo que la cuarta generación, por explicarlo brevemente, aunque no haya conocido a su bisabuela o a su tatara-abuelo, podría sentir alguno de sus traumas y miedos.
Tanto se ha invertido en resolver lo inmediato reconstruyendo viviendas que poco hemos reparado el tejido emocional que año con año se desgasta un poco más con simulacros y terremotos. Antes de repararlo, nuestras autoridades han priorizado el revivirlo: mismo día, misma hora, mismo sonido y conforme avanza el tiempo, la maldición del 19 de septiembre va desafiando cada vez más al controlador instinto humano que trata de calmar sus fobias con estadística y probabilidad, como aquel cálculo del científico José Luis Mateos que asegura una lejana posibilidad de 0.00075% que sucedió.
Parece que nuestra era es la del cisne negro, una teoría metafórica del impredecible animal que describe acontecimientos históricos, financieros y principalmente, económicos, casi imposibles de anticipar, que se alojan en ese 1% menor de que suceda pero que sorpresivamente cuando pasan, resultan devastadores.
La teoría del Cisne Negro fue desarrollada por el economista Nassim Nicholas Taleb en 2007 y detalla el impacto de lo altamente improbable, aquello que poco antes de la pandemia nos acostumbramos a vivir. La estadística en aumento de los suicidios infantiles y adolescentes así como la cantidad de atendidos por crisis emocionales, pánico y afectaciones psicológicas y traumáticas por los sismos me hacen pensar que no hemos tocado fondo en esta espiral de sorpresas retadoras para las naciones. Me hace pensar también que acontecimientos inéditos, considerados “poco probables” como fenómenos naturales, guerras, crisis, inflación, pandemias y tensiones en realidad, son el motor de la historia de la humanidad, que de impredecibles no tienen nada y simplemente reflejan nuestra limitada reacción al cambio. El hecho es que la herencia que se va guardando en las emociones tendría que ser atendida con la misma reacción que con los edificios y daños materiales.
Hay edificios rehabilitados pero ¿Cuántos damnificados emocionales han sido atendidos? ¿Cuántos padres del Rébsamen recibieron atención emocional y rompieron en llanto en plena misa con el último sismo? ¿Cuántos abuelos y tíos han asimilado pérdidas de quienes consideraron sus nietos y sobrinos? ¿Cuántas personas con las viviendas perdidas y dañadas recibieron consuelo y terapia? ¿A cuántas personas les duele más el recuerdo que el sismo y cuántas están lidiando con sus emociones en cada septiembre? Sanar emociones con la misma prioridad con la que se restauran edificios es una decisión política y colectiva de la que todos nos tendríamos que estar encargando pues aunque el colapso emocional colectivo parezca impredecible e imposible, son tiempos en los que todo puede pasar.
@FridaFerminita
Frida Gómez, Abogada feminista, asesora parlamentaria en iniciativas con perspectiva social, género y telecomunicaciones en Cámara de Diputados